– La empresa privada -era Lybarger ante el micrófono, y su voz penetraba hasta el último rincón del fantástico espacio rococó de mármol verde y barras amarillas de la galería dorada- no puede continuar en la era de la democracia. Sólo es concebible si el pueblo tiene una sólida idea de lo que es la autoridad y la personalidad.
Hizo una pausa, apoyándose con ambas manos sobre el podio, estudiando los rostros que lo observaban.
Su discurso, aunque algo modificado, no era original, y la mayoría de los presentes lo conocían. El original había sido pronunciado ante un grupo similar de empresarios el 20 de febrero de 1933. El orador que esa noche de invierno había originalmente sellado su alianza con las instituciones del dinero, era el recién elegido canciller de Alemania, Adolfo Hitler.
En el estrado, Uta Baur se inclinó hacia delante apoyando el mentón sobre las manos, totalmente cautivada por la maravilla de la que era testigo. Después de cincuenta años de agonía, de dudas y de secretos, admiraba el fruto de su trabajo que se sostenía por sus propios medios y les hablaba triunfalmente. A su lado, Gustav Dortmund, director del Bundesbank, estaba sentado totalmente erecto, sin mostrar sus emociones, como un simple observador. Sin embargo, el banquero se sentía visceralmente entusiasmado anticipando lo que habría de suceder.
Un poco más allá sobre el estrado, Eric y Edward, con los puños apretados y los músculos del cuello tensos contra el almidón de la camisa, se inclinaban hacia delante como muñecos gemelos pendientes de cada una de las palabras pronunciadas por Lybarger. La exaltación que ellos sentían era diferente. El Lybarger que les hablaba ahora, al cabo de unos días, sería uno de ellos. Cuál de los dos sería el elegido era una decisión que aún no se había tomado. Y a medida que se acercaba el momento culminante, como sucedía ahora con cada palabra del discurso, con cada frase, pensar en el instante de la elección era un verdadero tormento.
Cianuro de hidrógeno: un líquido o gas sumamente venenoso y volátil, que posee un olor similar a las almendras amargas; una vez que se introduce en el torrente sanguíneo, interfiere con el oxígeno presente en la sangre, literalmente chupando el oxígeno de la misma, lo cual provoca el ahogo de la víctima.
– ¡Todos los bienes terrenales que poseemos se los debemos a la lucha de los elegidos, a la pura raza germánica! -Las palabras de Lybarger se perdían como un eco entre las paredes de la galería dorada y penetraban en los corazones y en las mentes de quienes escuchaban sentados.
– ¡No debemos olvidar que todos los beneficios de la cultura deben implantarse con un puño de hierro! ¡Sólo así encontraremos nuestro poder, en el campo militar y en otros terrenos, hasta alcanzar nuestra máxima expresión! ¡No daremos ni un paso atrás!
Cuando Lybarger terminó, la sala entera se incorporó para brindarle una ovación que hizo de la recepción un simple aplauso de cortesía. Entonces, tal vez debido a la proximidad del orador a la parte posterior de la sala y a las puertas de la salida, Lybarger fue el primero en oír lo que los otros no podían percibir.
– ¡Escuchad! -Pidió haciendo uso del micrófono y levantando ambas manos para pedir silencio-. ¡Escuchad, por favor!
Pasó un momento antes de que los demás se enteraran de lo que sucedía. ¿Acaso tenía algo más que decir? ¿Qué estaba pasando? Y sólo entonces entendieron. No les estaba pidiendo que callaran. Les estaba advirtiendo que algo ocurría.
Una serie de ruidos sordos fue seguida de una media docena de sólidos golpes metálicos, y la sala se estremeció como si alguien la hubiera cubierto con unas pesadas cortinas. Luego el ruido paró y no se oyó más.
Uta Baur fue la primera que se incorporó. Pasó detrás de Eric y Edward sobre el estrado, luego detrás de Dortmund y siguió por una pequeña escalera hacia una puerta de salida en un extremo de la sala. La abrió de golpe y de pronto dio un paso atrás tapándose la boca con la mano. La señora Dortmund lanzó un grito. Allí donde debía encontrarse la salida había una enorme puerta metálica, estanca y sólidamente cerrada.
Dortmund no tardó en bajar del estrado.
– ¿Was ist es? ¿Qué pasa?
Se acercó a la puerta y la empujó. Todo siguió igual. Un murmullo de inquietud recorrió la sala.
Eric se incorporó de un salto y pasó junto a la angustiada señora Dortmund. Subió al podio y cogió el micrófono de manos de Lybarger.
– Mantened la calma. Se ha cerrado una puerta de seguridad por accidente. Debéis caminar hasta la puerta principal y salir ordenadamente.
Pero la entrada principal de la galería estaba sellada de la misma manera. Lo mismo sucedía con todas las puertas de la habitación.
– Was geht hier vor? ¿Qué está pasando aquí? -chilló Dabritz.
El general Matthias Noli se levantó de la silla y se dirigió a la puerta más próxima. Intentó moverla empujando con el hombro, pero no tuvo más suerte de la que Dortmund había tenido un momento antes. Henryk Steiner se sumó con su gran corpulencia. Juntos, él y Noli se lanzaron contra la puerta. Otros dos los imitaron, pero la puerta no cedió.
Y luego se sintió ese vago olor a almendras quemadas. Los invitados se miraban unos a otros. ¿Qué era aquello? ¿De dónde provenía?
– Ach mein Gott! -Gritó Konrad Peiper, cuando del conducto de ventilación del techo cayó una lluvia fina de cristales de color azul amatista-. ¡Es gas cianuro!
El olor se volvió más penetrante cuando los cristales siguieron cayendo por el entramado metálico de la ventilación, mezclados con el agua destilada y ácido que disolvía los cristales y los convertía en el fatídico gas cianuro.
Los invitados empezaron a apartarse de las rejillas de la ventilación. Apretados contra las paredes y unos contra otros e incluso contra las puertas de acero, miraban con expresión de incredulidad los orificios tan elegantemente camuflados entre los frisos dorados y las paredes de mármol verde que configuraban aquella majestuosa obra dieciochesca de Jorge Wenceslao von Knobelsdorff.
Estaban esperando morir. Pero nadie podía creerlo. ¿Cómo era posible que todos esos ciudadanos, los más ilustres de Alemania, portadores de joyas y prendas cuyo valor habría bastado para alimentar a la mitad del mundo durante medio año, y protegidos por un verdadero ejército de guardias de seguridad, se encontraran irremisiblemente atrapados en uno de los monumentos históricos más conocidos del país, esperando que se acumulara suficiente gas cianuro para matarlos a todos?
Era un atropello. Imposible. Debía de ser una broma.
– Es ist eine streich! ¡Debe de ser una farsa! -gritó Hans Dabritz y luego rió-. Eine Streich!
Otros también reían. Edward se acercó a su silla en el estrado y cogió su copa.
– Zu Elton Lybarger! -exclamó-. Zu Elton Lybarger!
– Zu Elton Lybarger! -gritó Uta Baur y elevó su copa.
Elton Lybarger seguía de pie ante el podio y vio a Konrad y Margarete Peiper, Gertrude Biermann, Rudolf Kaes, Henryk Steiner y Gustav Dortmund volver a sus mesas y levantar sus respectivas copas.
– Zu Elton Lybarger! -La galería dorada se estremeció con el brindis.
Entonces comenzó todo.
De pronto, Uta Baur dejó caer la cabeza hacia atrás y luego hacia delante, los bíceps y la parte superior del torso le temblaban violentamente. En el otro extremo de la habitación, Margarete Peiper también sucumbió. Cayó al suelo en medio de un grito revolcándose en su agonía, con los músculos y nervios reaccionando en espasmos violentos, como si le estuvieran aplicando cincuenta mil voltios o como si miles de insectos de pronto se hubieran despertado bajo su piel y ahora se devoraran mutuamente en una carrera loca para sobrevivir.
De pronto, todos los que aún eran capaces, se dirigieron en estampida hacia la puerta principal. Clavándose las uñas y rugiendo unos encima de otros, intentaban desgarrar la puerta de acero y los marcos de madera que la rodeaban luchando por un poco de aire, lanzando aullidos de socorro y clamando piedad. Hundían los dedos y las uñas en el metal implacable de las puertas y hasta golpeaban con sus relojes de oro con el fin de aflojarlas. Los golpes de puños, de los tacones de los zapatos, y los que se propinaban unos a otros resonaban una y otra vez contra su superficie hasta que finalmente todos se vieron presa de las mismas horribles contorsiones y espasmos.
De todos los presentes, Elton Lybarger fue el último en morir y lo hizo sentado en una silla en el centro de la habitación, observando la muerte que lo rodeaba. Finalmente entendió, al igual que todos los demás, que se estaba saldando una cuenta. Habían dejado que sucediera porque nunca habían creído que pudiera suceder. Y cuando se habían dado cuenta, era demasiado tarde. Lo mismo había sucedido en los campos de exterminio.
– Treblinka, Ghelno. Sobibor -musitó Lybarger cuando el gas comenzó a atacarle el organismo-. Belzec, Maidanek… -De pronto sus manos se sacudieron y entonces respiró hondo. La cabeza se aflojó a un lado y sus ojos quedaron en blanco-. Auschwitz, Birkenau… -murmuró-. Auschwitz, Birkenau…