En comparación a la bulliciosa recepción en el aeropuerto de Kloten, la cena ofrecida a Elton Lybarger fue tranquila e íntima y los invitados ocuparon cuatro mesas grandes alrededor de una pista de baile. Más qué verse introducida a un mundo completamente diferente, lo que Joanna encontraba extraordinario, incluso increíble, era el decorado. Sentada en el salón privado de un crucero de lujo, navegando apaciblemente por las aguas del Zúrichsee, se sentía como el personaje de una obra clásica y fascinante de fines de siglo.
En una mesa para seis, Joanna estaba sentada junto a Pascal Von Holden, resplandeciente y elegante con su esmoquin azul marino y su cuello de puntas impecablemente almidonado. Aunque Joanna sonreía y conversaba con el resto de los comensales prestando toda la atención posible, le era casi imposible dejar de admirar el paisaje. Era la hora antes del crepúsculo y hacia el este, por encima de una pintoresca aldea y de grandes villas construidas a la orilla del agua, se erguían los montes y bosques perdiéndose en la magnificencia de los Alpes. Al poniente, el sol teñía de rosa dorado la nieve de los picos más altos.
– Romántico, ¿no? -Von Holden sonrió al mirarla.
– ¿Romántico? Sí, supongo que es una palabra adecuada. Yo diría bello. -Joanna sostuvo la mirada de Von Holden durante una fracción de segundo y luego miró hacia el grupo.
A su lado había una joven pareja muy atractiva y por lo visto, muy afortunada. Eran Konrad y Margarete Peiper. Konrad Peiper, según sabía Joanna, era presidente de una gran empresa comercial alemana y Margarete, su mujer, estaba relacionada con el mundo del espectáculo. Joanna no sabía exactamente en qué consistían esas relaciones y resultaba difícil preguntarle porque la mayor parte del tiempo se mantuvo apartada de la mesa hablando por un teléfono inalámbrico.
Frente a ella se sentaban Helmuth y Berta Salettl, hermano y hermana. Ambos, según calculó Joanna, bordearían los setenta años y habían llegado en un vuelo aquella tarde desde su Austria natal.
El doctor Helmuth Salettl era el médico de cabecera de Elton Lybarger y Joanna lo había visto en cuatro de las seis ocasiones en que había visitado a Lybarger en el Rancho del Piñón. El médico, al igual que su hermana, era sombrío y austero, hablaba poco y sólo hacía preguntas puntuales relacionadas con el estado general y el régimen de Lybarger. La verdad era que, si bien Joanna trataba a diario con los ricos y famosos que acudían al Rancho del Piñón para recuperarse en secreto de cualquier cosa desde la adicción a las drogas o al alcohol o para una operación de cirugía estética, jamás había conocido a nadie como Salettl. Su presencia y su inexpresiva arrogancia le provocaban cierto temor. Sin embargo, había descubierto que si contestaba a sus preguntas y actuaba como una profesional, todo funcionaba sobre ruedas porque el médico jamás se quedaba más de veinticuatro horas.
Dos mesas más allá, Elton Lybarger conversaba con la mujer rolliza que lo había colmado de besos llamándolo «tío», en el aeropuerto. Los primeros temores sobre su familia parecían haberse disipado y ahora se lo veía relajado y cómodo, sonriente y dejando que lo agasajaran todos los que, a lo largo de la cena, se habían acercado para saludarlo y darle palabras de aliento.
Junto a Lybarger se sentaba una mujer muy grande y de aspecto corriente de cerca de cuarenta años. Joanna supo que se llamaba Gertrude Biermann y que era militante de los Verdes, un movimiento ecologista y pacifista de izquierdas. Al parecer, Gertrude se divertía interrumpiendo las conversaciones de Lybarger con los demás para obligarlo a hablar con ella. A medida que pasaban las horas, Joanna habría deseado que la mujer no fuera tan insistente e incluso consideró la posibilidad de decírselo porque se daba cuenta de que el señor Lybarger empezaba a cansarse. Le picaba la curiosidad de saber por qué el señor Lybarger tenía como amiga a una activista política tan poco atractiva. Parecía ajena a Lybarger y al resto de los presentes, en su mayoría pertenecientes a uno u otro tipo de gran empresa.
La atracción de la tercera mesa era Uta Baur, definida como la «más alemana de todos los diseñadores de moda alemanes» que, después de obtener grandes elogios en las muestras de Munich y Dusseldorf a comienzos de los años setenta, era actualmente una institución internacional entre París, Milán y Nueva York. Uta era delgada como un palillo, vestía siempre de negro con poco o nada de maquillaje y el pelo, cortado casi al cero, era de raíces rubias blanquecinas. De no ser por sus animados gestos y el brillo de sus ojos cuando hablaba con los demás, Joanna la habría confundido con la personificación de la muerte. Todo el mundo sabía y Joanna se enteró más tarde que Uta tenía setenta y cuatro años.
Más allá, junto a la puerta, había dos hombres de esmoquin que Joanna había visto antes vestidos de chófer en el aeropuerto. Eran dos sujetos altos de pelo corto y parecían vigilar constantemente la sala. Joanna estaba segura de que eran guardaespaldas y cuando estaba a punto de preguntárselo a Von Holden, un camarero le preguntó si podía retirarle el plato. Joanna asintió con un gesto de agradecimiento. Habían comido un Berner Platte de primero, choucroute guarnecida generosamente con chuletas, beicon guisado y ternera, salchichas, lengua y jamón. Con su metro sesenta y sus diez kilos de sobrepeso, Joanna había tenido que cuidar especialmente su dieta. Sobre todo en los últimos tiempos, cuando comenzaba a observar que todos sus amigos aficionados a la bicicleta, aunque se los viera algo demacrados, conseguían colocarse un body elástico con toda naturalidad. La parte de arriba, la del medio y la de abajo.
En privado y después de conversar con su único amigo de verdad, Henry, el San Bernardo, Joanna había comenzado a mirar entrepiernas, las entrepiernas de los hombres aficionados a la bicicleta.
Joanna era hija única de una pareja devota y sencilla de un pequeño pueblo del oeste de Tejas. Su madre, bibliotecaria, tenía casi cuarenta y dos años cuando ella nació. Su padre, cartero, tenía cincuenta. Ambos habían dado por supuesto, de una manera en que sólo los padres dan por supuesto, que su hija única crecería y sería igual a ellos, trabajadora, agradecida de lo que tenía, una persona común' y corriente. Durante un tiempo era lo que Joanna había hecho, primero como exploradora y miembro del coro de la iglesia, después como alumna regular en el instituto y luego, siguiendo el ejemplo de su mejor amiga, estudiando la carrera de enfermería. Sin embargo, banal y trabajadora como Joanna parecía e incluso se veía a sí misma, en su interior era una mujer rebelde, incluso caprichosa.
Había tenido su primera experiencia sexual a los dieciocho años con el ayudante del reverendo. Horrorizada y segura de haberse quedado embarazada, escapó a Colorado y les contó a todos, amigos, padres y al propio asistente del reverendo, que habían aceptado su acceso a una escuela de enfermería en la Universidad de Denver. Era todo mentira porque ni la habían aceptado en la escuela de enfermería ni estaba embarazada. De todos modos, permaneció en Colorado y trabajó duro hasta obtener su título de quinesióloga. Cuando su padre enfermó, volvió a Tejas a ayudar a su madre. Y cuando sus padres murieron, literalmente uno después del otro, Joanna hizo sus maletas y se marchó a Nuevo México.
El sábado 1 de octubre una semana antes de la cena de recepción de Elton Lybarger, Joanna había cumplido treinta y cuatro años. No había hecho el amor ni le habían hecho el amor a ella desde aquella noche con el ayudante del pastor en Tejas. Desde entonces había transcurrido exactamente la mitad de su vida.
Una repentina salva de aplausos estalló cuando dos camareros entraron por un lado de la sala trayendo un pastel enorme rebosante de velas que colocaron ante Elton Lybarger. Pascal Von Holden apoyó la mano en el brazo de Joanna.
– ¿Se puede quedar? -preguntó.
Joanna desvió la mirada del jolgorio en torno a la mesa de Lybarger y se volvió.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó.
Von Holden sonrió y las arrugas de su rostro bronceado se hicieron blancas.
– Quiero decir, ¿se puede quedar aquí en Suiza para continuar su trabajo con el señor Lybarger?
Joanna deslizó una mano nerviosa por el pelo que acababa de lavarse.
– ¿Yo, quedarme aquí?
Von Holden asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto tiempo?
– Una semana, tal vez dos. Hasta que el señor Lybarger se encuentre físicamente más cómodo en su casa.
Joanna estaba totalmente desconcertada. Durante toda la noche había estado mirando su reloj preguntándose en qué momento volvería a su habitación para guardar los regalos y chucherías que le había ayudado a comprar Von Holden para sus amigos durante el paseo por Zúrich aquella tarde. ¿A qué hora se dormiría? ¿De cuánto tiempo dispondría para levantarse y salir al aeropuerto para coger su vuelo al día siguiente?
– Mi… Mi perro -balbuceó. No se le había ocurrido quedarse en Suiza. La idea de pasar unos días fuera del nido que se había construido le parecía abrumadora.
Von Holden sonrió.
– Cuidaremos de su perro mientras esté ausente, desde luego. Mientras permanezca aquí, tendrá sus propias dependencias en casa del señor Lybarger.
Joanna no sabía qué pensar, qué responder o cómo reaccionar. Hubo una ronda de aplausos en la mesa de Lybarger cuando éste apagó las velas. Una vez más, salida de la nada, apareció la orquesta de fanfarria y tocaron Porque es un muchacho excelente.
Sirvieron café y digestivos, acompañado de unos dados de chocolate suizo. La señora rolliza ayudó a Lybarger a cortar el pastel y los camareros llevaron los platos a las mesas.
Joanna probó el café y bebió un sorbo de un excelente coñac. El licor le calentó el cuerpo y se sintió bien.
– Sin usted se sentirá incómodo, inseguro, Joanna. Quédese, por favor. -La sonrisa de Von Holden era generosa y sincera. Además, por la manera en que le había pedido que se quedara, parecía que fuera él y no Lybarger quien la necesitaba. Bebió otro poco de coñac y sintió que se sonrojaba.
– Bueno, de acuerdo -oyó que decía-. Si es tan importante para el señor Lybarger, por supuesto que me quedaré.
La orquesta había comenzado a tocar un vals vienes y la joven pareja de alemanes se levantó a bailar. Joanna vio que se levantaban también otros.
– ¿Joanna?
Se volvió y vio a Von Holden de pie detrás de su silla.
– ¿Me permite? -preguntó.
Una gran sonrisa se le dibujó en el rostro.
– Sí, ¿por qué no? -dijo. Se incorporó y él le retiró la silla. Un momento después pasaron junto a Elton Lybarger y se unieron a los demás en la pista de baile. Siguiendo los divertidos compases de la orquesta, Von Holden la cogió en sus brazos y bailaron.