El vuelo 38 de American Airlines procedente de Chicago aterrizó en el aeropuerto de Kloten a las ocho y treinta y cinco minutos de la mañana, veinte minutos antes de lo esperado. La línea aérea había preparado una silla de ruedas pero Elton Lybarger quiso salir del avión por su propio pie. Estaba a punto de reencontrar a la familia que no había visto en un año, el tiempo transcurrido desde su infarto, y quería que vieran a un hombre rehabilitado, no a un impedido considerado un lastre.
Joanna recogió el equipaje de mano y esperó detrás de Lybarger cuando los últimos pasajeros salían del avión. Luego, entregándole su bastón, le advirtió que tuviera cuidado al bajar y él se preparó para salir.
Al llegar a la entrada ignoró la sonrisa y los saludos de la azafata y plantó con firmeza su bastón junto a la puerta. Respiró profundamente, cruzó el umbral y comenzó a caminar por el pasillo techado.
– Se lo agradezco. Lo que pasa es que está un poco nervioso -se disculpó Joanna al pasar para alcanzarlo.
Dentro de la terminal esperaron un momento para pasar por la oficina de aduana suiza. Luego Joanna buscó un carro, retiró las maletas y se dirigieron por un pasillo hacia la policía de inmigración. De pronto Joanna se preguntó qué harían si nadie venía a buscarlos. No tenía idea de dónde vivía El-ton Lybarger ni a quién podía llamar. Cuando ya habían salido de Inmigración y cruzaban una puerta de vidrio hacia la terminal principal, una orquesta de fanfarria de media docena de músicos comenzó a tocar una versión suiza de «Porque es un tipo excelente» y una veintena de hombres y mujeres sumamente elegantes aplaudieron. A su espalda, cuatro hombres con uniforme de chófer se sumaron jovialmente al aplauso.
Lybarger se detuvo y los miró. Joanna no sabía si reconocía a alguien o no. De pronto, una mujer gorda con abrigo de piel con el rostro velado y un gran ramo de rosas amarillas se acercó a Lybarger y lo abrazó efusivamente cubriéndolo de besos.
– Ay, tío, ¡tío! ¡Cómo te hemos echado en falta! Bienvenido a casa -repetía.
Los demás no tardaron en acercarse y rodearon a Lybarger sin ocuparse de Joanna, intrigada por esa gran manifestación. Durante cinco meses de terapia física intensiva, Elton Lybarger jamás le había insinuado nada sobre la fortuna que, al parecer, poseía. ¿Dónde se había metido toda esa gente hasta entonces? Aquello resultaba difícil de creer. Pero, claro, nada de eso era de su incumbencia.
– ¿Señorita Marsh? -Preguntó un hombre sumamente atractivo que se apartó del grupo-. Me llamo Von Holden. Trabajo en la empresa del señor Lybarger. ¿Me permite acompañarla hasta su hotel?
Von Holden, de aproximadamente treinta años, era delgado, tenía espaldas de nadador y medía casi un metro noventa. Tenía el pelo trigueño y corto. Vestía una chaqueta cruzada de corte impecable, camisa blanca y corbata negra con un escudo bordado.
– Muchas gracias -sonrió Joanna. Miró hacia el grupo y vio que alguien había traído una silla de ruedas y que dos chóferes ayudaban al señor Lybarger a sentarse-. Debería hablar con el señor Lybarger.
– Él ya comprenderá -dijo Von Holden, muy amable-. Además, lo verá a la hora de la comida. Si quiere seguirme… pase por aquí, por favor.
Von Holden cogió el equipaje de Joanna y cruzó una puerta hacia un ascensor. Cinco minutos más tarde estaban en el asiento trasero de una limusina Mercedes Benz en dirección a Zúrich por la autopista N1B.
Joanna jamás había visto tanto verde. Las espesas arboledas y prados que abundaban reflejaban un verde esmeralda intenso. Más allá, como fantasmas en el horizonte, se divisaban los Alpes ya cubiertos de nieve. Su Nuevo México era una tierra desierta que, a pesar de sus ciudades y rascacielos y sus centros comerciales, seguía siendo un territorio nuevo e indómito bullente con la actividad de la frontera. Los coyotes, los leones de montaña y las serpientes aún eran los dueños de la tierra y entre sus desiertos y cañones algunos hombres habían optado por vivir en soledad. Sus montañas y praderas tapizadas de flores silvestres al comienzo de la primavera, en esta época del año eran un paisaje de tierra parda, polvorienta y seca como la yesca.
Suiza era totalmente diferente. Joanna había visto el paisaje por la ventanilla desde el avión y ahora lo gustaba más intensamente cuando la limusina entró en Zúrich a través de la ciudad vieja. Aquél era un lugar fecundo en la historia de romanos y Habsburgos, un mundo de callejones medievales flanqueado por construcciones de piedra gris de arquitectura pregótica que existía siglos antes de que en las barracas de Nuevo México se encendiera la primera lámpara de aceite de petróleo.
Joanna se había imaginado la recepción al llegar. Una familia pequeña pero afectuosa esperaría a Elton Lybarger. Él le daría un abrazo de despedida, tal vez un beso en la mejilla. Luego, una agradable habitación en un motel del Holiday Inn, y tal vez una visita a la ciudad antes de regresar el día siguiente. Sería poco tiempo, pero ella haría todo lo posible para aprovecharlo. ¡No debía olvidar los recuerdos y regalos! Para sus amigos en Taos, y para David, el logopeda de Santa Fe con quien salía desde hacía dos años pero con quien jamás se había acostado.
– ¿No había estado nunca en nuestro país? -dijo Von Holden, que la miraba sonriendo.
– No, nunca.
– Después de registrarse en el hotel y antes de la cena, si me lo permite, le mostraré algo de Suiza -dijo él, amable-. A menos que usted prefiera lo contrario, desde luego.
– No, por favor, sería estupendo. Quiero decir, me encantaría.
– Muy bien.
La limusina giró a la izquierda por la Bahnhofstrasse y dejaron atrás varias manzanas de tiendas elegantes y exclusivos cafés que se sumaban a aquella atmósfera de fortunas inmensas pero nunca ostentosas. Al final de la Bahnhofstrasse brillaban las aguas turquesas de un inmenso lago.
– Es el lago Zúrich -dijo Von Holden. Los cruceros lo surcaban en todos los sentidos dejando una estela de espuma blanca y reluciente bajo el sol.
Joanna se sintió transportada a un mundo mágico. Suiza, les diría a todos sus amigos, era un país exuberante, generoso y ancestral. Sentía que todo era cálido y hospitalario y parecía un lugar sumamente seguro. Además, se veía que había dinero.
De pronto se volvió hacia Von Holden.
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó.
– Pascal.
– ¿Pascal? No había oído ese nombre. ¿Es español o italiano?
Von Holden se encogió de hombros.
– Ambos -dijo-. O ninguno de los dos. Nací en Argentina.