– ¡Vera…!
– ¡Dios mío, Paul!
Osborn sentía alivio y entusiasmo en su voz. A pesar de todo, Vera no había estado ausente de su pensamiento en ningún momento. Tenía que encontrar un medio para ponerse en contacto con ella, hablarle, oírla decir que se encontraba bien.
Osborn sabía que no podía usar el teléfono de la habitación y por eso había bajado a la recepción. A McVey no le habría gustado de haberlo sabido, pero en lo que a él respectaba, no le quedaba más remedio.
Bajó a la recepción y encontró los teléfonos cerca de la entrada. Se acercó al mostrador y preguntó si había más. Un empleado lo condujo a un pasillo detrás del bar donde encontró una hilera de cabinas telefónicas individuales a la antigua.
Entró y sacó una pequeña agenda donde había escrito el número de la abuela de Vera en Calais. La vieja madera barnizada y la puerta abierta le daban sensación de seguridad. Oyó que en la cabina de al lado alguien terminaba de hablar, colgaba y salía. Miró por la ventanilla y vio pasar a una pareja joven hacia los ascensores. El pasillo quedó vacío. Se volvió, cogió el auricular, marcó el número y cargó la llamada a la tarjeta de crédito de su despacho.
Oyó el tono de la llamada en el otro extremo. Estaba a punto de colgar cuando la abuela contestó. Sólo pudo entender, al final de la conversación, que Vera no estaba allí ni había estado. Osborn sintió que sus emociones se le desbocaban y supo que se volvería loco si no lograba controlarlas. Luego pensó que tal vez Vera estaba en el hospital, que no había salido de París. Usó la misma tarjeta para llamar a su número particular. El número comenzó a sonar y de pronto escuchó su voz.
– Vera -dijo, y el corazón le dio un vuelco al oírla. Pero ella siguió hablando y Osborn cayó en la cuenta de que hablaba en francés y que aquello era un contestador automático. Luego escuchó un «clic» y una grabación le dijo que marcara el «0». Contestó una mujer.
– Parlez-vous anglais? -preguntó. Sí, la mujer hablaba algo de inglés. Le dijo que Vera había tenido que marcharse dos días antes por una urgencia de familia. No se sabía cuándo volvería. ¿Quería hablar con otro médico?
– No, no, gracias -dijo Osborn, y colgó. Se quedó mirando la pared un rato largo. Sólo quedaba un lugar donde probar. Tal vez, por alguna razón, Vera había vuelto a su apartamento.
Usó su tarjeta de crédito por tercera vez. Pensó que debería ir a otro teléfono, fuera del edificio. Antes de que pudiera colgar, ya había sonado dos veces. Contestó una voz masculina.
– Residencia Monneray, bonsoir.
Era Philippe que contestaba desde la centralita. Osborn no dijo nada. ¿Por qué estaba controlando Philippe las llamadas de Vera sin dejar que contestara ella? Tal vez tenía razón McVey y era Philippe quien había alertado a la Organización respecto a Vera y su paradero. Luego lo había ayudado a escapar a él de las narices de la policía, pero después de haber avisado al hombre alto.
– Residencia Monneray -repitió Philippe. Esta vez la voz era hueca, de pronto suspicaz ante la llamada. Osborn esperó un segundo y decidió jugársela.
– Philippe, soy el doctor Osborn.
La reacción de Philippe no fue en absoluto cauta. Se mostró entusiasmado y se alegró de saber de él. Daba la impresión de que estaba sumamente preocupado por lo que le había sucedido.
– Ooh, señor, el tiroteo de La Coupole. Salió todo en la televisión. Dijeron que eran dos americanos. ¿Está usted bien? ¿Dónde está?
«Claro -se dijo Osborn-, no le digas nada.»
– ¿Dónde está Vera? ¿Sabe algo de ella?
– Sí, sí. -Vera había llamado por la tarde y le había dejado un número. Era para dárselo únicamente a él si llamaba y a nadie más.
Un ruido fuera de la cabina hizo que Osborn mirara a su alrededor.
Una mujer negra bajita vestida con el uniforme del hotel pasaba la aspiradora en el pasillo. Era una mujer vieja y el pelo enroscado bajo un pañuelo azul brillante le daba aspecto de haitiana. El zumbido de la aspiradora creció al acercarse la mujer.
– El número, Philippe -dijo, y se volvió de espaldas al pasillo.
Sacó una pluma del bolsillo, miró y no encontró nada donde escribir, así que lo apuntó en la palma de la mano. Se lo repitió para asegurarse.
– Gracias, Philippe -dijo, y sin darle la oportunidad de hacer más preguntas, colgó.
Con la sordina de la aspiradora por detrás, Osborn cogió el auricular, volvió a pensar en cambiar de teléfono y luego se dijo que daba igual. Marcó el número que tenía en la mano y esperó a que sonara.
– Sí -le sorprendió la voz de un hombre, fuerte y tajante.
– Mademoiselle Monneray, por favor -pidió Osborn.
Luego oyó que Vera decía algo en francés nombrando a Jean Claude. Colgaron el primer teléfono y Vera pronunció su nombre.
– ¡Dios mío, Vera! -suspiró-. ¿Qué diablos está pasando? ¿Dónde estás?
De todas las mujeres que había conocido, ninguna lo había afectado tanto como Vera, ni mental, ni emocional ni físicamente. Ahora, todo lo que se había acumulado en él fluyó de pronto, libre de trabas, como en un adolescente, sin pensarlo ni medir sus consecuencias.
– Llamo a tu abuela porque me tenías preocupadísimo y el inglés que habla ella es peor que mi francés, y lo único que he podido entender es que no sabe nada de ti. Me pongo a pensar en los policías de tu escolta, que tal vez estén implicados en esto, y me digo que te he dejado en sus manos… Vera, ¿dónde diablos estás? Dime que te encuentras bien…
– Estoy bien, Paul, pero… -vaciló-, no puedo decirte dónde estoy. -Vera dejó vagar la mirada sobre la pequeña habitación pintada de colores alegres en amarillo y blanco y hacia la ventana que daba sobre un camino inundado de luz. Más allá había árboles y oscuridad. Abrió la puerta y vio a un tipo corpulento con jersey negro que grababa la llamada. Llevaba una pistola en la cintura y a su lado había un fusil de asalto apoyado contra la pared. El hombre levantó la mirada y vio a Vera con la mano cubriendo el auricular que lo miraba fijamente.
– Jean Claude, por favor -dijo en francés. Él vaciló un momento y luego apagó el aparato.
– ¿Con quién estás hablando? No son policías. ¿Quién es el hombre que contestaba? -le espetó de pronto Osborn. Sentía que los celos lo invadían como una ola implacable. Fuera de la cabina, el ruido de la-aspiradora parecía más fuerte. Se volvió enfadado y vio a la anciana que lo observaba. Cuando se encontraron las miradas, ella bajó bruscamente la cabeza y se alejó y con ella el zumbido de la aspiradora-. ¡Joder, Vera! -Volvió al teléfono. Estaba irritado, dolido y confundido-. ¿Qué diablos está pasando?
Vera no decía nada.
– ¿Por qué no me puedes decir dónde estás? -insistió él.
– Porque…
– ¿Porqué…?
Osborn miró por la ventanilla. El pasillo estaba vacío ahora. De pronto, brutalmente y sin ambages, cayó en la cuenta.
– ¡Estás con él! Estás con el franchute, ¿no?
Vera podía oír la ronca ira de Osborn y lo odiaba por ello. Le estaba diciendo que no confiaba en ella.
– No, no es verdad. Y no lo llames así -saltó ella.
– ¡Al diablo, Vera! No me mientas. Ahora no. Si está ahí, ¡dímelo!
– Paul, ¡basta! ¡O te diré que te vayas al infierno y se acabó nuestra relación!
De pronto, Osborn se dio cuenta de que no estaba escuchando, ni siquiera pensando y que, al contrario, estaba haciendo lo que hacía siempre, desde el día del asesinato de su padre, reaccionando ante su propio miedo paralizante de perder al ser amado. La rabia, la ira y los celos era su manera de mantener el dolor a raya, de protegerse. Al mismo tiempo, obligaba a alejarse a quienes podían demostrarle su amor, reduciendo los sentimientos a poco más que tristeza y compasión. Luego, él los culparía y se escabulliría, como siempre lo había hecho, al lado oscuro de su propio exilio interior, destrozado y dolido, ajeno a todo lo que hubiera de humano en el mundo.
Como un adicto que de pronto cae en la cuenta de su mal, supo que si algún día había de detener su auto-destrucción, tenía que ser ahora, en ese preciso momento. Difícil como era, su única salida era exorcizar esa reacción y creer a Vera.
Hurgó en su interior y volvió a acercarse el auricular.
– Lo siento… -dijo.
Vera se pasó la mano por el pelo y se sentó frente a una pequeña mesa de madera. Encima vio la estatuilla de un burro moldeada en barro, a todas luces obra de manos infantiles. Tenía una forma curiosa y primitiva y sin embargo era pura. Vera la cogió y la miró, luego la estrechó cálidamente contra su pecho.
– Tenía miedo de la policía, Paul. No sabía qué hacer. En un momento de desesperación, llamé a François. ¿Sabes lo difícil que fue para mí después de haber roto con él? Me trajo aquí, a un lugar en el campo y luego regresó a París. Dejó a tres agentes del servicio secreto para protegerme. Nadie debe saber dónde estoy. Por eso no te lo puedo decir. En caso de que haya alguien a la escucha-De pronto, la nebulosa de Osborn se despejó y los celos desaparecieron. Sólo quedaba la grave preocupación de antes.
– ¿Estás bien protegida, Vera?
– Sí…
– Creo que deberíamos colgar -propuso Osborn-. Déjame que te vuelva a llamar mañana.
– Paul, ¿estás en París?
– No, ¿por qué?
– Sería peligroso.
– El hombre alto está muerto. McVey lo mató.
– Ya lo sé. Lo que tú no sabes es que era un miembro de la Stasi, la policía política de la ex Alemania del Este. Dicen que ha sido disuelta, pero creo que no es verdad.
– ¿Eso te contó François?
– Sí.
– ¿Y por qué habría querido la Stasi matar a Albert Merriman?
– Paul, escúchame por favor -suplicó Vera, con un dejo de urgencia en la voz. Ella también tenía miedo y estaba confundida-. François piensa dimitir. Su decisión se hará pública mañana. La ha tomado porque lo están presionando en el interior del propio partido. Está relacionado con la Comunidad Económica Europea, con la nueva política europea.
– ¿Qué insinúas? -Osborn no entendía.
– François piensa que están todos bajo el yugo de Alemania y que ésta terminará controlando la economía de toda Europa. No le gusta ese panorama y piensa que Francia está demasiado implicada en algo que no le conviene.
– ¿Me estás diciendo que lo están forzando a dimitir?
– Sí… muy en contra de su voluntad, pero no tiene alternativa. Es un asunto muy oscuro.
– Vera, ¿François teme por su vida si no dimite?
– No me ha hablado de eso.
Osborn había dado en el blanco. Puede que no lo hubieran discutido, pero ella había pensado en esa posibilidad. Probablemente no dejaba de pensar en ello. François Christian la tenía secuestrada en algún lugar en el campo bajo la custodia de tres agentes del servicio secreto. ¿Acaso había alguna conexión entre el hecho de que el hombre alto fuera un agente de la Stasi y lo que estaba sucediendo en los pasillos de la política en Francia? ¿Y que François temiera por la suerte de Vera, como si pudieran hacerle daño a ella como amenaza si él se negaba a dimitir? O finalmente, tal vez ella se había ocultado y protegido debido a su relación con Osborn y McVey, y por lo que les había sucedido a Lebrun y a su hermano en Lyón.
– Vera, me da igual que nos estén escuchando, me importa un bledo -dijo Osborn-. Quiero que pienses detenidamente. Por lo que te comentó François, ¿existe alguna conexión entre Albert Merriman, yo y la situación en que se encuentra él?
– No lo sé -contestó Vera. Miró la diminuta figura del burro y luego la dejó suavemente sobre la mesa-. Recuerdo que mi abuela me contaba cómo fueron las cosas durante la guerra en Francia. Cuando llegaron los nazis y se instalaron -dijo, con la voz quebrada-. Se sentía el miedo por todas partes. A la gente se la llevaban sin dar ningún tipo de explicaciones y no volvían más. Todos se espiaban unos a otros, hasta en la propia familia, y contaban todo lo que veían a las autoridades. Había hombres armados por todas partes. Paul… -balbuceó vacilante, y Osborn notaba que se había puesto muy nerviosa-, siento esa misma sombra ahora…
De pronto Osborn oyó un ruido a su espalda. Se volvió bruscamente. McVey estaba junto a la cabina. Lo acompañaba Noble. McVey abrió la puerta de un tirón.
– ¡Cuelgue! -dijo-. ¡Ahora mismo!