Mientras el Cessna se elevaba a las nubes por encima de Meaux y perdían de vista tierra, McVey contó cómo habían escapado de la colisión y pasado la noche en el bosque junto a la pista de aterrizaje. Llegaron a la terminal minutos antes de las siete y media. Simulando ser un turista, McVey compró un gorro y una camiseta y algunos objetos de aseo. Luego fue al baño donde lo esperaba Osborn y se cambió de ropa. McVey se afeitó y se desprendió de su chaqueta. Osborn había cambiado su aspecto peinándose hacia atrás. Con su barba crecida y su chaqueta de bombero parecía un miembro de los equipos de rescate agotado por su trabajo esperando a un pasajero de alguno de los vuelos. Sólo les quedaba esperar.
Noble sacudía la cabeza y sonreía.
– McVey, es usted un tipo asombroso. Realmente asombroso.
– Aja -dijo McVey, negando con la cabeza-. Sólo cuestión de suerte.
– Es lo mismo.
Noble le dio a McVey unos minutos para relajarse y luego le enseñó una copia escrita de la conversación con Benny Grossman. Cuando aterrizaron dos horas más tarde, McVey la había leído dos veces y después de reflexionar quiso sentar los hechos y comentarlos con Noble.
Los hechos eran los siguientes:
El padre de Paul Osborn había diseñado y construido un prototipo de bisturí capaz de conservar su filo incluso sometido a las temperaturas más improbables, sobre todo al frío extremo. Sección: Material de soporte.
Según Benny Grossman, había que considerar los datos siguientes: Alexander Thompson de Sheridan, Wyoming, diseña un programa informático para que un ordenador maneje una máquina con el bisturí en intervenciones de microcirugía avanzada. Sección: Material de soporte.
David Brady de Glendale, California, diseña y construye un mecanismo manejado por medios electrónicos, dotados de una capacidad de articulación similar a la muñeca de un hombre y capaces de sostener y controlar el bisturí en una intervención quirúrgica. Sección: Material de soporte.
Mary Rizzo York de Nueva Jersey, experimenta con gases que pueden producir bajas temperaturas y enfriar el entorno hasta aproximadamente 269 grados centígrados bajo cero. Sección: Investigación y desarrollo.
Todo esto había sucedido entre 1962 y 1966. Todos los científicos trabajaban aisladamente. Cada vez que uno de los proyectos alcanzaba su estadio final, Álbert Merriman liquidaba a su autor, ya fuera inventor o científico.
Según lo que Merriman había confesado a Osborn, la persona que lo había contratado y le pagaba por su trabajo era Erwin Scholl. Erwin Scholl era el emigrante capitalista que para entonces había adquirido los medios y conocía los negocios con que financiar proyectos experimentales con empresas fantasmas. El mismo Krwin Scholl que, según el FBI, era actualmente y había sido durante décadas amigo personal y confidente de los presidentes sucesivos de Estados Unidos, lo cual lo hacía un individuo virtualmente intocable. Sin embargo, en el sótano de la Morgue en Londres tenían siete cuerpos decapitados y una cabeza. Se había confirmado que cinco de ellos habían sido congelados a temperaturas próximas al cero absoluto, un dato curioso y paradójicamente cercano a los resultados del trabajo de Mary Rizzo York.
McVey había planteado al doctor Stephen Richman, el eminente micropatólogo, la siguiente pregunta: Suponiendo que el estado de cero absoluto pudiera lograrse por algún medio, ¿por qué congelar unos cuerpos decapitados y una cabeza a esa temperatura?»
La respuesta de Richman había sido tajante: «Para unirlos.»
¿Era posible que, casi treinta años antes, Erwin Scholl-hubiera financiado investigaciones sobre criocirugía con la idea de unir una cabeza congelada a baja temperatura a un cuerpo congelado con idénticos métodos? Si la respuesta era afirmativa, ¿cuál era el secreto que justificaba liquidar a sus investigadores?
¿Las patentes?
Era una posibilidad.
La información de que disponían, no obstante, incluyendo las investigaciones de la Sección Especial de la Policía de Londres en Gran Bretaña y las recientes conversaciones telefónicas de Noble con el doctor Edward L. Smith, presidente de la Sociedad Criogénica de Estados Unidos y con Akito Sato, presidente del Instituto Criogénico de Oriente Medio, indicaban que ninguno de los expertos en la materia sabía de la existencia de experimentos quirúrgicos en el campo de la criogenia en ningún lugar del mundo.
Ahora, mientras el crepúsculo caía sobre Londres, Noble, McVey y Osborn se encontraban cara a cara en el despacho de Noble en Scotland Yard. McVey tiró la gorra de Mickey Mouse pero conservó la camiseta de Eurodisney y Osborn le cambió a Noble su chaqueta de bombero por un jersey azul oscuro con el emblema de la Policía Metropolitana de Londres cosido en el bolsillo izquierdo.
Una búsqueda de patentes en RDI International de Londres no arrojó ningún resultado sobre las patentes de materiales de soporte ni instrumental diseñados para el tipo de microcirugía de punta de que habían hablado.
A través de la Oficina de Fraudes Mayores, solicitaron una revisión combinada de los archivos de Moody's y Dun & Bradstreet sobre los antecedentes de las empresas que habían empleado a las víctimas de Albert Merriman, pero aún no lo habían completado.
Se oyeron unos golpes discretos en la puerta y entro la señorita Elizabeth Welles, la secretaria solterona de Noble, una mujer de cuarenta y tres años y un metro ochenta y cinco de estatura. Traía una bandeja con tazas y cucharas, un platillo con terrones de azúcar y tres jarras, una de té, otra de café y otra pequeña de leche.
– Gracias, Elizabeth -dijo Noble.
– De nada, comandante -dijo ella, e incorporándose cuan alta era, le lanzó una mirada de reojo a Osborn antes de salir.
– Piensa que es usted atractivo, doctor Osborn. Ella también es una mujer muy sexy. ¿Té o café?
Osborn sonrió y pidió té.
McVey, apenas enterado del pequeño intercambio de bromas a su espalda, miraba por la ventana abstraído a un hombre pequeño que bajaba por la calle paseando a dos perros enormes.
– ¿Café, McVey? -preguntó Noble.
McVey se volvió bruscamente y regresó a su asiento. La mirada se le había hecho penetrante y caminaba con pasos enérgicos.
– Ha habido ocasiones a lo largo de los años en que, en un punto u otro de la investigación, me he sentido como un condenado idiota porque de pronto me he dado de narices con lo que debía haber visto desde el principio. Pero le digo una cosa, lan, esta vez puede que hayamos perdido completamente de vista el asunto y con eso quiero decir, usted, yo, el doctor Michaels e incluso Richman.
– ¿De qué está hablando? -dijo Noble, que sostenía un terrón de azúcar sobre su taza de té.
– La vida. Joder. -McVey le lanzó una mirada a Osborn como para incluirlo-. ¿No cree usted que si todos estos años alguien hubiese trabajado perfeccionando un método para unir una cabeza a un cuerpo, el fin último no sería únicamente la operación en sí misma sino el hecho de devolverlo a la vida? ¿Para que esta criatura, este Frankenstein, pudiera respirar y cobrar vida?
– Sí, pero ¿por qué? -Noble dejó caer el terrón en su taza.
– No tengo la más mínima idea. Pero ¿qué otro sentido tendría? -McVey volvió a mirar a Osborn-. Imagínese todo el proceso médico. ¿Cómo sería?
– Sencillo, al menos en teoría -dijo Osborn, reclinándose en el respaldo de la silla de cuero rojo-. Habría que devolver el cuerpo congelado a una temperatura normal. Desde 269 grados centígrados bajo cero a 36,8 sobre cero. Para llevar a cabo esta operación, habría que extraer la sangre. A medida que el cuerpo se descongela, se reintroduce la sangre. Lo difícil sería descongelarlo uniformemente.
– Pero ¿se podría lograr? -preguntó Noble.
– Yo diría que si han encontrado el método para conseguir la primera fase, ya habrían solucionado la segunda.
Se oyó el ruido del fax activado sobre el viejo secretaire detrás de la mesa de Noble.
Se encendió la luz y un momento después comenzó la impresión.
Era el informe combinado de Moody y Dun & Bradstreet solicitado a la Oficina de Fraudes Mayores.
McVey y Osborn se situaron detrás de Noble para leer la información que llegaba:
Microtab. Waltham Massachusetts, Estados Unidos. Disuelta en julio, 1966. Propiedad de Wentworth Products Ltd., Ontario, Canadá. Integran el consejo directivo de Microtab: Earl Samuels, Evan Hart, John Harris. Todos de Boston, Massachusetts. Todos fallecidos en 1966.
Wentworth Products, Ontario, Canadá. Disuelta en agosto, 1966. Wentworth Products. Empresa privada. Propiedad de James Tallmadge de Windsor, Ontario. Tallmadge, fallecido en 1967.
Alama Steel Ltd., Pittsburg, Pensilvania. Disuelta en 1966. Subsidiaria de Wentworth Products Ltd., Ontario, Canadá. Consejo directivo: Earl Samules, Evan Hart, John Harris.
Standard Technologies, Perth Amboy, Nueva Jersey. Subsidiaria de T.L.T. International, 10 Park Avenue, Nueva York, Nueva York. Consejo directivo: Earl Samules, Evan Hart, John Harris.
T.L.T. International, subsidiaria propiedad de Omega Shipping Lines, 17 Hanover Square, May-fair, Londres, R.U. Principal accionista, Harald Erwin Scholl, 17 Hanover Square, Mayfair, Londres, R.U.
– ¡Ahí está! -exclamó Noble triunfante cuando apareció el nombre de Scholl y el fax continuó.
T.L.T. International, Disuelta en 1967.
Omega Shipping Lines, adquirida por Goltz Development Group S.A., Dusseldorf, Alemania, 1966. Goltz Development Group -GDG-. Asociado con Harald Erwin Scholl, 17 Hanover Square, Londres, R.U., Gustav Dortmund, Fredrighstadt, Dusseldorf, Alemania. Presidente desde 1978, Konrad Peiper, 52 Reichstrasse, Charlottenburg, Berlín, Alemania (nota: GDG adquirió el holding de Lewsen International, Bayswater Road, Londres, R.U., en 1981.)
Fin de Transmisión.
Noble giró sentado en su silla y miró a McVey.
– Bien, puede que nuestro estimado Scholl no sea tan intocable como piensan sus amigos del FBI. Ya sabe quién es Gustav Dortmund.
– El presidente del Banco Central de Alemania -dijo McVey.
– Correcto. Y Lewsen International fue un importante proveedor de acero, armas y cerebros a Irak durante los años ochenta. Apostaría a que los señores Scholl, Dortmund y Peiper ganaron una buena fortuna en aquellos años si es que ya no la tenían.
– Si me permiten -dijo Osborn acercándose con un ejemplar de la revista People que había cogido de entre varias que había sobre la mesa de Noble. McVey observó perplejo porque Osborn apartó la taza de té de Noble en la mesa y abrió la revista en un anuncio a doble página. Era un provocativo anuncio sobre el último disco de una joven y famosa cantante de rock. En la foto, aparecía empapada y con un ceñido vestido transparente montada a lomos de una ballena asesina que evolucionaba sobre el agua.
Noble y McVey miraron a Osborn con semblante inexpresivo.
– ¿No lo saben? -preguntó Osborn.
– ¿Saber qué?-preguntó McVey.
– Ese tal Konrad Peiper -dijo Osborn.
– ¿Qué ocurre? -McVey no tenía ni idea a qué se refería Osborn.
– Su mujer se llama Margarete Peiper, una de las figuras más poderosas del mundo del espectáculo. Es propietaria de una gigantesca agencia artística y gestora y promotora de esa chica a lomos de la ballena, al igual que de una docena de los más famosos del rock y de los videoclips. -Osborn hizo una leve pausa-. Lo maneja todo desde la oficina del ático de su mansión restaurada del siglo diecisiete, en Berlín.
– ¿Y cómo diablos sabe usted eso? -inquirió Noble, sorprendido.
Osborn retiró la revista, la dobló y la volvió a dejar en la mesa de Noble.
– Comandante, soy cirujano ortopedista en Los Ángeles. Por lo general, la mitad de mis pacientes son chicos que no llegan a los veinte años y se han lesionado haciendo deporte. No tengo esas revistas de sociedad en la sala de espera sólo porque sí.
– ¿Quiere decir que se las lee? -Ya lo creo -dijo Osborn, con un amago de sonrisa.