Michéle Kanarack miró el reloj cuando el tren salía de la estación de Lyón hacia Marsella. Eran las seis cincuenta y cuatro de la mañana. No había traído maleta, sólo un bolso de mano. Había cogido un taxi en el apartamento quince minutos después de haber visto el Citroen de Agnés Demblon esperando fuera. En la estación, compró un billete de segunda clase a Marsella y luego se sentó en un banco. Iba a esperar cerca de nueve horas, pero no le importaba.
No quería nada de Henri, ni siquiera ese hijo concebido en el amor hacía menos de ocho semanas. Lo repentino de los acontecimientos era abrumador. Y tanto más cuanto todo había parecido surgir de la nada.
Después de abandonar la estación, el tren cobró velocidad y París se transformó en una nebulosa. Veinticuatro horas antes, su mundo había parecido cálido y vivo. Cada día que pasaba, el embarazo la colmaba con más y más felicidad, y entonces Henri había llamado para decir que viajaba a Rouen con el señor Lebec para mirar una nueva panadería, tal vez, pensó ella, con la posibilidad de un trabajo administrativo. Y luego, de un manotazo, todo había desaparecido. Todo. La habían engañado y le habían mentido. No sólo eso, es que era tonta. Debería haber comprendido el poder que esa puta de Agnés Demblon tenía sobre su marido. Tal vez siempre lo había sabido y se había negado a aceptarlo. Sólo ella era la culpable de todo. ¿Qué mujer dejaría que a su marido lo recogiera y llevara al trabajo, día tras día, una mujer soltera, por muy poco atractiva que fuera? Sin embargo, cuántas veces Henri le había asegurado: «Agnés es una vieja amiga, mi amor, una solterona. ¿Qué interés podría tener yo por ella?»
«Mi amor.» La manera en que lo decía la ponía enferma. Tal como se sentía en ese momento, los habría matado a los dos sin la menor contemplación. Fuera, la ciudad se transformaba en campos. Un tren pasó rugiendo en dirección contraria. Michéle Kanarack jamás volvería a París. Henri y todo lo que él significaba se había acabado. Definitivamente. Su hermana tendría que entenderlo y no intentar convencerla de que volviera.
– Vuelve a usar tu nombre de soltera. – ¿Eso es lo que había dicho?
Eso es lo que haría. No bien hubiese encontrado un empleo y consiguiera un abogado. Se echó hacia atrás, cerró los ojos y escuchó el ruido del tren deslizándose por la vía rápida hacia el sur de Francia. Era el 7 de octubre. Exactamente dentro de un mes y dos días, ella y Henri habrían cumplido ocho años de casados.
En París, Henri Kanarack estaba enroscado como un feto, durmiendo en un sillón en el salón de Agnés Demblon. A las cuatro cuarenta y cinco había llevado a Agnés al trabajo y luego había regresado a su piso con el Citroen. Su propio piso, en el 175 de la avenida Verdier, estaba vacío. Si alguien entraba, no encontraría a nadie en casa, ni encontraría ninguna pista que indicara dónde podían haber ido. Las bolsas de plástico de basura verdes con su ropa de trabajo, su ropa interior, zapatos y calcetines habían desaparecido en la caldera del sótano en cuestión de segundos.
Hasta la última prenda de ropa que llevaba puesta en el momento de matar a Jean Packard se había esfumado por los filtros hacia el aire y ahora estaba suspendida en partículas microscópicas sobre el barrio de Montrouge.
A quince kilómetros de allí, al otro lado del Sena, Agnés Demblon estaba sentada a su mesa de trabajo en la panadería, ocupada con las facturas que siempre enviaba el 7 de cada mes. Ya le había advertido al señor Lebec y a sus empleados que Henri Kanarack se había ausentado de la ciudad debido a problemas familiares, y que no se presentaría a trabajar al menos durante una semana.
A las seis y media ya había colocado unas notas escritas a mano sobre la mesa del teléfono y en el mostrador de la tienda, pidiendo que cualquier pregunta sobre Henri Kanarack fuera dirigida a ella.
A casi la misma hora, McVey recorría minuciosamente el parque del Campo de Marte frente a la torre Eiffel. La luz bajo la lluvia fina revelaba los mismos jardines rectangulares que había visto la noche anterior. Más allá, McVey vio otras zonas del camino en trabajos de remodelación. Más allá había los senderos, aún no removidos, paralelos unos a otros, intersectando con las líneas a intervalos de cincuenta metros. Caminó por todo el largo del parque por un lado, cruzó y volvió por el lado opuesto, estudiando el suelo al caminar. Sólo vio la tierra grisácea que nuevamente le ensuciaba los zapatos. Volvió sobre sus pasos para ver si había algo más. Vio venir hacia él a uno de los vigilantes. El hombre no hablaba inglés y el francés de McVey era imperdonable. Pero lo intentó de todas maneras.
– Tierra roja. ¿Me entiende? Tierra roja. ¿Hay tierra roja por aquí? -preguntó McVey y señaló el suelo.
– Tie-rroja -contestó el hombre.
– No. ¡Roja! El color ro-jo -deletreó Mc Vey.
– Ro-jo -repitió el hombre, y miró a McVey como si estuviera loco.
Era demasiado temprano para aquello. Buscaría a Lebrun y lo traería para hacer las preguntas.
– Perdón -dijo, con el mejor acento que tenía, y estaba a punto de irse cuando vio el pañuelo rojo que colgaba del bolsillo trasero del hombre-. Rojo -dijo, señalándolo.
El hombre entendió, se sacó el pañuelo y se lo ofreció a McVey.
– No, no -dijo éste, y lo rechazó-. ¡El color!
– ¡Ah! -Al hombre se le iluminó la cara-. La couleur!
– La couleur -repitió McVey, triunfante.
– -Rouge -dijo el hombre.
– Rouge -repitió McVey, intentando imitar el sonido de la «r» como el parisino. Luego se inclinó, cogió un puñado del lodo gris en la mano-. ¿Rouge? -preguntó.
– Le terrain}
McVey asintió.
– Rouge terrairñ -preguntó, y con un gesto del brazo abarcó los terrenos del parque.
El hombre lo miró.
– Rouge terran -dijo, y señaló con el brazo como McVey.
– ¡Sí! -se alegró el inspector.
– Non -replicó el hombre.
– ¿No?
– No.
De regreso en el hotel, McVey llamó a Lebrun y le comunicó que estaba preparando su equipaje para volver a Londres, y que tenía el sentimiento cada vez más acuciante de que Osborn quizá no era tan legal como había pensado al principio, y que tal vez valiera la pena vigilarlo hasta el día siguiente, cuando debía recoger su pasaporte y volver a Los Ángeles.
– Ah, me olvidaba -dijo-. Tiene las llaves de un Peugeot.
Treinta minutos más tarde, a las ocho y cinco de la mañana, un coche de policía camuflado se estacionó en la acera frente al hotel de Paul Osborn en la avenida Kléber. En el interior, un inspector de civil se desabrochó el cinturón y se sentó a observar. Si Osborn salía -ya fuera a pie o a esperar que le trajeran el coche-, el inspector lo vería. Gracias a una llamada de teléfono y excusándose por haberse equivocado de número, había confirmado que Osborn aún estaba en su habitación. Una búsqueda de las empresas de alquiler de coches había proporcionado el año, color y placa del Peugeot que Osborn había alquilado.
A las ocho y diez, un segundo coche camuflado recogía a McVey en su hotel para llevarlo al aeropuerto. Era una cortesía del inspector Lebrun y de la Prefectura Central de Policía de París. Quince minutos más tarde, aún estaban en medio del tráfico. McVey, que a esas alturas conocía bien la ciudad, se dio cuenta de que su chofer no había elegido la vía más rápida para llegar al aeropuerto. Tenía razón. Cinco minutos más tarde entraron en el garage del cuartel de policía.
A las ocho y cuarenta y cinco, siempre con el mismo traje gris arrugado que lamentablemente comenzaba a ser su distintivo, McVey estaba sentado frente a Lebrun en su mesa de trabajo estudiando la ampliación de quince por veinte centímetros de una huella dactilar. Era un dedo entero y la imagen clara, recogida de una mancha en el trozo del vaso roto que el equipo técnico de Homicidios había encontrado en el piso de Jean Packard. Habían enviado el vaso al laboratorio de huellas dactilares de Interpol en Lyón, donde un experto en informática pudo extraer de la mancha una huella perfectamente identificable. La huella había pasado por un escáner, ampliada, fotografiada y devuelta a Lebrun en París.
– ¿Conoce usted al doctor Hugo Klass? -preguntó Lebrun, y encendió un cigarrillo y volvió a mirar la pantalla en blanco del ordenador.
– Especialista alemán en cuestiones de huellas dactilares -dijo McVey, y devolvió la foto a la carpeta y la cerró-. ¿Por qué?
– Usted tenía la intención de preguntar acerca de la precisión de esta huella, ¿no es así?
McVey asintió.
– Klass trabaja ahora fuera de la oficina de Interpol. Con el experto informático, trabajaron a partir de la mancha original hasta encontrar un patrón más o menos legible. A continuación, Rudolf Halder, de Interpol en Viena, realizó una prueba de verificación con un nuevo instrumento óptico de comparación que él y Klass han desarrollado en equipo. Un misil inteligente no podría ser más preciso.
Lebrun volvió a mirar la pantalla que permanecía en blanco. Esperaba una respuesta de una información que había solicitado a la base de datos del archivo criminal de Interpol en Lyón. Su primera solicitud le había sido devuelta como «no se encuentra en archivo», Europa. La segunda volvió con un «no se encuentra en archivo», América del Norte. Un tercer intento de «búsqueda automática» y el ordenador empezó a buscar «datos anteriores».
McVey se inclinó y cogió una taza de café. A pesar de que intentaba tenazmente actuar como un poli moderno y de utilizar el amplio espectro de tecnologías punta que tenía a su disposición, seguía sin poder desprenderse de la vieja escuela. Para McVey, el trabajo se cubría cuando se tenía al hombre y las pruebas para respaldarlo. Luego, se iba tras él, poco a poco, hasta que se derrotaba. De todos modos, sabía que tarde o temprano tendría que acostumbrarse y tomarse las cosas con más calma.
Se incorporó, dio unos pasos hasta situarse detrás de Lebrun y observó la pantalla.
En ese momento, apareció un archivo de Interpol, Washington. Siete segundos más tarde, se leyó: Merriman, Albert John, buscado por asesinato, intento de asesinato, robo a mano armada, extorsión… Florida, Nueva Jersey, Rhode Island, Massachusetts.
– Un tipo simpático -dijo McVey. Luego la pantalla volvió a quedar en blanco, con la excepción de una sola línea: Fallecido, Nueva York, 22 de diciembre, 1967.
– ¿Fallecido? -preguntó Lebrun.
– Su ordenador de última generación tiene un muerto matando a gente en París. ¿Cómo le va a explicar eso a la prensa? -preguntó McVey, inexpresivo.
Lebrun se lo tomó como una afrenta.
– Es evidente que Merriman ha falseado su muerte y se ha procurado una nueva identidad.
McVey volvió a sonreír.
– O eso o Klass y Halder no son los genios que parecen ser.
– ¿Le molestan los europeos, McVey? -preguntó Lebrun, serio.
– Sólo cuando hablan una lengua que no conozco -dijo McVey, y se alejó, se detuvo mirando el techo y volvió sobre sus pasos-. Suponga que Klass y Halder tienen razón y es Merriman. ¿Por qué habría de salir de su escondite después de tantos años para cargarse a un detective privado?
– Porque algo lo obligó. Probablemente algo en lo que estaba trabajando el tal Jean Packard.
En la pantalla apareció la orden: Descripción física-Foto-Huellas dactilares-S/N.
Lebrun pulsó la S en su teclado.
La pantalla quedó en blanco, y luego apareció una segunda orden: Sólo fax-S/N.
Lebrun volvió a pulsar el Sí. Dos minutos más tarde, apareció una foto de la ficha policial, la descripción física y las huellas de Albert Merriman. En la foto aparecía Henri Kanarack, casi treinta años más joven.
Lebrun la miró y se la pasó a McVey.
– No lo conozco -dijo el inspector.
Lebrun se sacudió una ceniza de la manga, levantó el auricular del teléfono y le dijo a alguien que volvieran al piso de Jean Packard y a su despacho en Kolb International y lo revisaran todo más minuciosamente que la primera vez.
– También sugeriría que un técnico de la policía vea si pueden elaborar un esbozo del aspecto que tendría Merriman si aún viviera hoy -dijo McVey. Cogió un viejo bolso de cuero marrón que le servía de maleta y de equipo de homicidios portátil y le agradeció a Lebrun el café-. Ya sabéis dónde encontrarme en Londres -dijo-, en caso de que nuestro amigo Osborn hiciera algo que no debiera antes de volver a Los Ángeles. -Se dirigió a la puerta.
– McVey -dijo Lebrun-. Albert Merriman murió en Nueva York.
McVey se detuvo y se volvió lentamente, justo a tiempo para ver una sonrisa pintada en el rostro de Lebrun.
– Por el gremio, McVey, por favor, haga la llamada.
– Por el gremio.
Lebrun asintió y se incorporó para dejarle su silla a McVey.