Sucinilcolina: relajante muscular depolarizante de acción rápida. Se inhibe la transmisión neuromuscular siempre y cuando se mantenga una concentración adecuada de sucinilcolina en los receptores. Una inyección intramuscular puede inducir una parálisis cuya duración fluctuará entre setenta y cinco segundos y tres minutos. La relajación total se alcanza en el curso del primer minuto.
La sucinilcolina, una especie de curare sintético, no tiene ningún efecto en el estado consciente ni en el umbral de dolor. Funciona como un simple relajante muscular, comenzando por los músculos elevadores de los párpados, de la mandíbula, de las extremidades, del abdomen, del diafragma y otros músculos del cuerpo, hasta los músculos de los pulmones.
Se emplea en operaciones para relajar los músculos, lo cual permite administrar dosis leves de anestésicos más delicados.
Un gota a gota compuesto de sucinilcolina mantiene constante el nivel de anestesia a lo largo de una operación. Una sola inyección de 0,3 a 1,1 miligramos (la dosis varía según el individuo) produce el mismo efecto y tiene una duración de entre cuatro a seis minutos. Inmediatamente después, la droga se descompone en el organismo sin causar ningún daño ni producir manifestaciones patológicas porque los ingredientes de la sucinilcolina -el ácido sucínico y la colina- están normalmente presentes en el organismo.
Así, una dosis cuidadosamente medida de sucinilcolina administrada por inyección causaría una parálisis temporal, lo necesario, por ejemplo, para que un sujeto se ahogue y luego el producto se disuelva en el organismo sin ser detectado.
En ese caso, un médico forense, a menos que analizara todo el cuerpo del fallecido con lupa, esperando encontrar un diminuto orificio provocado por una jeringa, no tendría otra posibilidad que declarar ahogo por inmersión accidental.
Desde el comienzo, en su primer año de residencia, al ver cómo se usaba la droga y observar los efectos en la mesa de operaciones, Osborn había jugado con su fantasía sobre lo que haría si algún día llegaba el momento y el asesino, por obra de algún milagro, se materializaba ante sus ojos. Había experimentado con ratones de laboratorio, y luego en sí mismo. Cuando se instaló en su despacho particular, conocía la dosis exacta de sucinilcolina que debía inyectarle a un hombre para inmovilizarlo durante seis o siete minutos. Y, sin control sobre los músculos del esqueleto o respiratorios, seis o siete minutos en un agua lo bastante profunda eran más que suficientes para que ese mismo hombre se ahogara.
El ataque contra Henri Kanarack había sido iluso, y lo había perpetrado llevado por la pura emoción, por el golpe del reconocimiento exacerbado por años de ira contenida. Al hacerlo, se había expuesto ante
Kanarack y ante la policía. Pero ahora eso se había.najado. Sólo debía tener cuidado de que las emociones no volvieran a aflorar, como había ocurrido poco antes cuando le había hecho aquella propuesta a Jean Packard. No entendía por qué lo había hecho, excepto, tal vez, por miedo. El asesinato no era algo fácil, pero esta vez no se trataba de un asesinato, se dijo a sí mismo, sino de lo que habría sucedido si un jurado hubiera condenado a Kanarack a la cámara de gas. Que es lo que seguramente habría hecho si las cosas hubieran sucedido de otra manera. Pero no había sido así, y reconociéndolo tal como Osborn lo había hecho, con calma y seguridad, pensó en lo íntimo que se había vuelto ese asunto entre él y Henri Kanarack, y que ahora la responsabilidad no podía ser más que suya.
Sabía cómo encontrar a Kanarack. Y aunque éste sospechara que aún lo perseguían, no podría saber cómo lo encontrarían. Se trataba de sorprenderlo, llevarlo a un callejón o algún rincón apartado, inyectarle la sucinilcolina y meterlo en un coche que lo estaría esperando.
Kanarack se resistiría, desde luego, y Osborn tendría que tenerlo en cuenta. La inyección era la clave. Una vez que se la pusiera, tendría que permanecer alerta durante sesenta segundos y Kanarack se relajaría. No más de tres minutos después, se paralizaría y estaría físicamente indefenso.
Si actuaba de noche y lo planeaba correctamente, Osborn podía usar esos primeros minutos para meter a Kanarack en el coche y conducir desde el punto del secuestro a un lugar apartado, a un lago, o mejor, a un río caudaloso.
Sacaría a Kanarack del coche, impedido pero vivo, y no tenía más que hundirlo en la corriente. Si tenía tiempo suficiente, incluso le haría tragar un poco de whisky. Así, cuando eventualmente sacaran el cuerpo del agua, tanto la policía como el forense pensarían que su víctima había bebido, que por algún motivo había caído al agua y se había ahogado.
Y para entonces, el doctor Osborn ya estaría en su casa de Los Ángeles, o volando en esa dirección. Y si la policía lograba atar los cabos sueltos y llegaba a interrogarlo por ello, ¿que podrían avanzar como hipótesis? ¿Que era algo más que una coincidencia que el hombre que había atacado él en la cervecería de París era el mismo que se había ahogado unos días más tarde?
Parecía difícil.
Osborn no sabía cuánto había caminado -desde el bulevar de Montparnasse hasta la torre Eiffel y al otro lado del Sena en el Pont d'Iena, más allá del palacio de Chaillot y hasta su hotel en la avenida Kléber. Tampoco sabía qué hora era y cuánto tiempo había pasado ante la barra de caoba del bar de la primera planta de su hotel, con la mirada perdida en la copa de coñac que tenía ante sí. Miró el reloj y vio que pasaban unos minutos de las once. De pronto, se sintió agotado. No podía recordar la última vez que se había sentido tan cansado. Se levantó, firmó el recibo del bar y cuando se disponía a salir, recordó que no le había dado propina al camarero de la barra. Volvió y dejó un billete de veinte francos en la barra.
– Mera beaucoup -dijo el camarero.
– Bonsoir-dijo Osborn, y asintió con un gesto de la cabeza, sonrió levemente y salió.
El camarero vio a un cliente alzar el dedo y caminó hacia su mesa. El hombre había estado tranquilamente sentado, medio absorto en su copa a medio vaciar, la tercera que bebía en la hora y media que llevaba allí. Era un hombre gris de pelo cano, banal y solitario, el tipo de gente que se sienta en los bares de los hoteles en todo el mundo sin ser apercibido, esperando encontrar ese poco de acción que casi nunca se produce.
– Oui, monsieur.
– Póngame otra -dijo McVey.