Al escapar, Bernhard Oven había tomado la decisión más acertada. El primer disparo del americano, desviado a causa del cuchillo clavado en la mano, le había abierto un surco sangriento en la base de la mandíbula. Había tenido suerte. Sin el cuchillo, Osborn le habría dado entre ceja y ceja. Si Oven hubiera tenido la Walther a mano en lugar del cuchillo, le habría hecho lo mismo a Osborn y luego habría matado a la chica.
Pero no había sido así. Tampoco había decidido quedarse y enfrentarse al americano porque al oír los disparos, los policías que esperaban fuera habrían llegado rápidamente como de hecho lo hicieron. Lo último que Oven deseaba era enfrentarse a un hombre furibundo armado y a la policía entrando por la puerta a su espalda.
Aunque hubiera matado a Osborn, existía una gran probabilidad de que la policía lo atrapara o lo hiriera. Si hubiera sucedido eso, tal vez habría sobrevivido un día en la cárcel hasta que la Organización hubiera encontrado un medio para eliminarlo. Ésa era otra razón por la que su retirada había sido oportuna y bien pensada.
Pero su huida le creaba otro problema. Por primera vez lo habían visto con toda claridad. Los testigos eran Osborn y Vera Monneray, que más tarde lo describirían a la policía como muy alto, al menos un metro noventa, pelo y cejas rubios.
Eran casi las nueve y media, poco más de dos horas después del tiroteo. Oven se levantó de la silla de respaldo alto donde se había quedado cavilando y entró en el dormitorio del piso de dos habitaciones en la rué de l'Église, abrió la puerta del armario y sacó unos vaqueros recién planchados. Los dejó sobre la cama, se sacó los pantalones de franela gris, los colgó cuidadosamente y los dejó en el armario.
Se puso los vaqueros, se sentó en el borde de la cama y soltó las tiras de velero que unían las prótesis de veintitrés centímetros de piernas y pies a los muñones de sus piernas en el punto de amputación entre el tobillo y la rodilla.
Abrió una maleta de tapa plástica dura y sacó un segundo par de prótesis idénticas a las otras pero doce centímetros más cortas. Las fijó a los muñones de cada pierna, volvió a ajustar las tiras de velero, se colocó unos calcetines blancos de deporte y luego unas Reebook de caña alta.
Se levantó, dejó la maleta con las prótesis en un cajón y fue al baño. Se colocó una peluca negra y se oscureció las cejas con rimel de color negro.
A las nueve y cuarenta y dos minutos, con una pequeña gasa cubriéndole la huella de la bala en la mandíbula, el Bernhard Oven de un metro ochenta, de pelo y cejas negros, salió de su piso en la rué de l'Église y caminó media manzana hasta el restaurante Jo Goldenberg en el número 7 de la rué Rosiers. Escogió una mesa junto a la ventana, pidió una botella de vino israelí y el plato especial de la cena, hojas de parra rellenas con carne picada y arroz.
Paul Osborn estaba acurrucado en la oscuridad encima de la vieja caldera en el sótano del número 18 del Quai de Bethune en un espacio de un metro cuadrado que no se podía ver desde abajo, con la cabeza a escasos centímetros del polvoriento techo de cemento plagado de telarañas.
Encontró el escondrijo sólo momentos antes de que los primeros policías invadieran la zona y ahora, casi tres horas después, aún permanecía allí. Hacía ya bastante rato que había dejado de contar las veces que las ratas se acercaban furtivamente a husmearlo y mirarlo con sus horribles ojos púrpura. Si algo agradecía era la noche cálida y que nadie en el edificio hubiera encendido aún la calefacción.
Durante las dos primeras horas parecía que la policía anduviera en todos los rincones del sótano. Policías uniformados y de civil con las tarjetas de identificación sujetas a la chaqueta. Iban y venían hablando en francés riendo de vez en cuando con algún chiste que no | entendía. Era una suerte que no hubieran traído perros.
Su mano había dejado de sangrar pero el dolor era insoportable. Osborn estaba entumecido, tenía sed y el cansancio lo agobiaba. Se había dormido unas cuantas veces para volver a despertar cuando los policías buscaban por todos lados, salvo donde él se encontraba.
Ahora, desde hacía un rato, todo estaba en silencio y se preguntó si aún permanecerían en el edificio. Seguro que no se habían marchado porque Vera habría venido a verlo. Y luego se le ocurrió que tal vez no podía y que la policía habría dejado un par de hombres para protegerla en caso de que volviera el hombre alto. ¿Qué pasaría entonces? ¿Cuánto tiempo permanecería allí hasta que se decidiera a salir?
De pronto, oyó una puerta que se abría en la planta de arriba. ¡Vera! El corazón le dio un vuelco y se incorporó. Unos pasos bajaban por la escalera. Quería decir algo pero no se atrevía. Luego oyó que la persona que bajaba se detenía en el rellano. Tenía que ser Vera. ¿Por qué bajaría un policía solo cuando la zona ya había sido rastreada tan profusamente? Tal vez fuera alguien que se aseguraba que la puerta de servicio estuviera bien cerrada. En ese caso volvería a subir.
De pronto uno de los peldaños emitió un crujido agudo. No era una mujer la que bajaba.
¡El hombre alto!
¿Qué pasaría si habría logrado eludir a la policía igual que él y aún estaba ahí? ¿O si había encontrado un medio para regresar? Aterrorizado, Osborn miró a su alrededor buscando algo con que defenderse pero no encontró nada.
La escalera volvió a crujir y alguien bajó un peldaño más. Osborn aguantó la respiración y estirando el cuello alcanzó a ver los peldaños de más abajo.
Un paso más y apareció el pie de un hombre y luego el otro. Alguien entró en el sótano.
McVey.
Osborn se echó hacia atrás y se mantuvo agazapado contra la tapa de la caldera. Oyó los pasos de McVey que se acercaban y se detenían. Luego volvió a avanzar alejándose de la caldera en dirección al fondo del sótano con forma de ataúd.
Durante varios segundos no oyó nada más. Luego un «clic» y se encendió la luz. Un momento después, con un segundo «clic» el sótano se iluminó aún más. Lo poco que Osborn podía ver ya lo había visto antes cuando la policía francesa había inspeccionado el lugar. El sótano parecía un pequeño almacén. A ambos lados de la pared se alineaban los antiguos depósitos para el carbón, ahora repletos de muebles y pertenencias de los inquilinos. Osborn pensó que, de haber llegado más lejos donde no había más luz, podría haberse ocultado en cualquier parte. Tal vez incluso habría encontrado una salida al otro lado.
De pronto se produjo un revoloteo por encima de su cabeza y algo le cayó sobre el pecho. Era una rata gorda y tibia. Osborn sintió las garras que se le hundían en la piel por debajo de la camisa cuando el animal dio unos pasos sobre su pecho y se detuvo a oler el pañuelo de Vera alrededor de la mano herida, pegajoso con la sangre semiseca.
– ¡Doctor Osborn!
La voz de McVey resonó entre las paredes del sótano. Osborn se sobresaltó, la rata resbaló y cayó al suelo. McVey oyó el golpe sordo y la vio desaparecer en la oscuridad de la escalera.
– A mí las ratas no me gustan nada -dijo-. ¿A usted qué le parecen? ¿Se ha dado cuenta de que cuando se sienten acorraladas, muerden?
Adelantándose un palmo, Osborn vio a McVey parado a medio camino entre la caldera y la oscuridad. A ambos lados había montones de baúles polvorientos y muebles de aspecto fantasmagórico cubiertos con telas protectoras, algunos tan altos que a su lado McVey parecía una miniatura.
– Con la excepción de unos cuantos policías de a pie al frente y detrás del edificio, la policía se ha ido y la señorita Monneray con ellos. A la Prefectura de Policía. Quieren ver si puede identificar al hombre alto en las fotos de archivo. Le advierto que si París se parece en algo a Los Ángeles, estará ocupada mucho tiempo porque hay muchos papeles.
McVey se volvió y miró los muebles a su espalda.
– Déjeme contarle lo que sé, doctor -dijo, volvió a girarse y empezó a caminar lentamente en dirección a él con un leve eco acompañando sus pasos. Vio que McVey estaba atento a cualquier amago de movimiento.
– La señorita Monneray mentía cuando le dijo a la policía francesa que había sido ella quien había disparado contra el hombre alto. Se trata de una mujer sumamente culta, muy bien relacionada y además médico residente. Aunque fuera capaz de manejar algo tan grande como una pistola automática del cuarenta y cinco contra un agresor, aunque le hubiera disparado, dudo que hubiera tenido el ánimo para perseguirlo por una vieja escalera de servicio. O que lo hubiera seguido a la calle para dispararle cuando escapaba. -McVey se detuvo y miró por encima del hombro y luego siguió caminando por donde venía. Se acercó lentamente al escondrijo de Osborn hablando en voz alta para hacerse oír en los dos extremos del sótano.
»Por lo demás, dice que oyó escapar un coche pero que no lo vio. Yo me pregunto, si no lo vio, ¿cómo es que acertó al espejo retrovisor y luego, con un segundo disparo, voló la punta de la verja al otro lado de la calle?
McVey debía de saber que la policía había buscado en todo el sótano sin encontrar nada. Eso significaba que se la estaba jugando a que Osborn estaba ahí. Pero era sólo eso, una apuesta.
– Había manchas frescas de sangre en el pasillo junto a la puerta de arriba, en el piso de la cocina y en el rellano de la puerta de servicio que da a la calle. El equipo técnico de la Prefectura de París es bastante bueno. No tardaron mucho en constatar que se trataba de dos grupos distintos de sangre. Tipo O y B. La señorita Monneray no estaba herida ni sangraba. De modo que me atrevería a apostar que entre usted y el hombre alto, uno es del grupo O y otro del B. No sabemos si sus heridas son graves pero ya lo descubriremos.
McVey estaba ahora exactamente debajo de Osborn. Se había detenido y miraba a su alrededor. Osborn sonrió sin saber por qué. Si McVey hubiera llevado un sombrero como los inspectores de homicidios en los años cuarenta, podría haber estirado la mano para cogérselo. Se imaginó la expresión de McVey si hubiera sucumbido a la tentación.
– A propósito, doctor, la policía de Los Ángeles está elaborando un completo perfil de sus antecedentes. Cuando vuelva al hotel estará esperándome un fax con los primeros datos. Uno de esos datos es su grupo sanguíneo.
McVey esperó, el oído alerta. Luego volvió por donde había venido, lenta y pausadamente, esperando que Osborn cometiera el error que lo delatara si se encontraba allí.
– Si usted no lo sabe, yo tampoco sé quién es el hombre alto y qué es lo que trama. Pero creo que debería saber que ese individuo es directamente responsable de otros asesinatos en relación a un hombre llamado Albert Merriman que usted seguramente conoció como Henri Kanarack. La amiga de Merriman, Agnés Demblon, murió quemada en un incendio que provocó el hombre alto en el edificio donde vivía. En el incendio murieron otros diecinueve adultos y dos niños y sospechamos que ninguno de ellos había conocido a Albert Merriman.
» Luego, el hombre alto se dirigió a Marsella y dio con el paradero de la mujer de Merriman, con su hermana, el marido de su hermana y sus cinco hijos. A todos los liquidó de un disparo en la cabeza.
McVey guardó silencio y apagó una hilera de luces.
– Era a usted a quien perseguía, doctor Osborn, no a la señorita Monneray. Pero, desde luego, puesto que esta noche su amiga lo ha visto, también tendrá que ocuparse de ella.
Cuando McVey apagó la segunda hilera de luces, Osborn oyó un «clic» sordo. Luego sintió que McVey se volvía hacia él en la oscuridad.
– Sinceramente, doctor Osborn, se ha metido usted en un buen lío. Yo lo estoy buscando. La policía de París también. Y el hombre alto también. Si lo coge la policía, le apuesto lo que quiera que el hombre alto encontrará un medio para despacharlo a usted en la cárcel. Y después irá a por la señorita Monneray. No en seguida porque durante un tiempo estará protegida. Pero en algún momento, un día que ella vaya de compras o en el metro, tal vez en la peluquería o en la cafetería del hospital, a las tres de la mañana…
McVey se acercó. Cuando se situó justo debajo de Osborn, se volvió una vez más hacia el sótano a oscuras.
– Nadie más sabe que está aquí, sólo usted y yo. Tal vez si habláramos, podría ayudarle. Piénselo, ¿vale?
Luego volvió el silencio. Osborn sabía que McVey esperaba un leve ruido y contuvo la respiración. Pasaron unos cuarenta largos segundos hasta que Osborn lo oyó volver sobre sus pasos, llegar a la escalera y comenzar a subir. Pero de pronto volvió a detenerse.
– Me hospedo en un hotel barato que se llama Le Vieux París en la calle de Git le Coeur. Las habitaciones son pequeñas pero tienen el encanto de antigualla francesa. Déjeme un mensaje para saber dónde podemos hablar usted y yo. Vendré solo. Sólo usted y yo. Si le pone nervioso, no use su nombre. Diga que llama Tommy Lasorda. Dígame dónde y cuándo.
McVey subió por la escalera y desapareció. Al cabo de un rato, Osborn oyó que la puerta de servicio que daba a la calle se abría y luego se cerraba. Después todo volvió a quedar en completo silencio.