Una hora y media después, a las cuatro menos cinco de la tarde, Osborn se encontraba junto a la ventana de una amplia habitación en el antiguo hotel Meineke mirando la ciudad. Como sus compañeros, intentaba apartar la imagen de la horrorosa escena para que no interfiriera en el desarrollo de su misión. Tenían que concentrarse en Scholl nada más. Pero le era imposible apartar las imágenes de su mente.
¿Quién era Karolin Henniger en realidad? ¿Quién querría hacerles algo así a ella y a su hijo? Tal vez el asesino pensaba que aquella mañana había ido con el cuento a la policía. En ese caso, ¿qué sabía o podría haber delatado? También había otra pregunta, que Osborn podía leer en la mirada de McVey. Si ellos no hubieran ido a ver a Karolin Henniger, tal vez ella y su hijo aún estarían vivos. Tendría que cargar con el peso de esas muertes y lo sabía. Más muertes por su causa. Tenía que olvidarse de todo eso.
Entró al baño y se lavó las manos y la cara. Habían trasladado la operación al hotel Meineke después de descubrirse un cadáver en el cuarto de baño de una habitación en la sexta planta del ala «Casino» del Hotel Palace. La habitación gozaba de una vista casi perfecta de la 6132, situada en el edificio principal. Un equipo técnico especial vendría de Bad Codesburg para ocuparse de las huellas.
Decidieron instalarse en el Meineke porque sólo constaba de un edificio y el único medio para subir o bajar era un antiguo ascensor que servía para todas las dependencias del hotel. Un extraño e incluso un amigo, tendría muchas dificultades para burlar la vigilancia de los agentes de la BKA en la recepción o a la pareja Schneider-Littbarski apostados junto al ascensor. Aquella protección permitiría que McVey y los otros atendieran a una grave complicación que acababa de surgir.
Cadoux.
Aparecido repentinamente de la nada, Cadoux había dejado un mensaje para Noble en su despacho de Scotland Yard. Por muy extraño que pareciera, ahora se encontraba en Berlín. Insistió en que tenía problemas y dijo que era sumamente importante hablar con Noble o McVey lo más pronto posible y que volvería a llamar al cabo de una hora.
McVey no sabía qué pensar. Vio que Osborn lo observaba mientras sacaba un puñado de nueces de una bolsa de plástico.
– Ya lo sé. Demasiada grasa y demasiada sal. Me los comeré igual. -Escogió deliberadamente una nuez de Brasil, la sostuvo estudiándola y luego se la metió en la boca-. Si Cadoux dice la verdad y la Organización lo persigue, no cabe duda de que tiene problemas -se explicó masticando-. Si está mintiendo, es probable que trabaje para ellos. Y si trabaja para ellos, sabe que estamos en Berlín. Lo suyo consistirá en llevarnos a algún lugar donde nos puedan…
Llamaron a la puerta y McVey se detuvo en medio de la frase. Remmer se levantó, sacó la automática de su cartuchera y se acercó a la puerta.
– Ja…?
– Schneider.
Remmer abrió la puerta y entró Schneider seguido de una bella mujer morena de unos cuarenta años. Era más alta que Schneider y más corpulenta. La pintura de labios le acentuaba las comisuras entornadas en una sonrisa perpetua. Bajo el brazo sostenía una carpeta grande.
– Les presento a la teniente Kirsch -dijo Schneider, y explicó que formaba parte del equipo de la BKA que había trabajado en la ampliación informática de las fotos. La mujer asintió mirando a Remmer y habló en inglés.
– Me alegro de poder comunicarles la identidad del hombre que conducía el BMW. Se llama Pascal von Holden y es el jefe de Seguridad de las operaciones de Scholl en Europa. Estamos recopilando información sobre él en este momento -explicó, abrió la carpeta y sacó dos fotos brillantes en blanco y negro de 20 por 25 centímetros, provenientes de la ampliación de las imágenes del vídeo de la casa del 72 de la Hauptstrasse. La primera era de Von Holden al bajar del coche. Era muy granulosa, pero lo bastante clara para distinguir sus facciones. La segunda también tenía mucho grano y era menos clara. Pero era suficiente para identificar a una mujer joven de pelo oscuro, de pie junto a la ventana mirando hacia fuera.
– Fue algo más difícil en el caso de la mujer, pero el FBI nos envió unos datos cuando yo salía para traerles las fotos -explicó la teniente Kirsch-. Es americana y fisioterapeuta. Se llama Joanna Marsh y vive en Taos, Nuevo México.
– Ya veo que se las arreglan bien con los procedimientos elementales de investigación aquí, McVey -advirtió Noble levantando un ceño de admiración.
– Sólo suerte -precisó McVey, y sonrió. La BKA había enviado faxes de la ampliación de las fotos a la policía de Berlín y Zúrich. McVey les había pedido que enviaran copias también a Fred Hanley de la Oficina del FBI en Los Ángeles. Era una posibilidad remota, pero el inspector tenía la corazonada de que si Lybarger estaba en Berlín en la casa de Hauptstrasse, era probable que lo acompañara su fisioterapeuta. Ahora que habían confirmado quién era, se podía aplicar el mismo principio al revés. Si estaba ella en la casa, Lybarger no estaría lejos.
– Danke -dijo Remmer, y la teniente Kirsch y Schneider salieron de la habitación.
Se oyó un claqueteo sordo cuando se puso en marcha la calefacción del edificio. McVey miró una foto y luego la otra, memorizándolas, y luego se las entregó a Noble y se dirigió a la ventana. Intentó imaginarse en la posición de Joanna Marsh. ¿Qué estaría pensando mientras miraba por la ventana? ¿Qué sabría ella de lo que estaba sucediendo? ¿Y qué podría o querría decirles si conseguían hablar con ella?
McVey estaba de acuerdo con Osborn en que Lybarger era la clave. Sin embargo, lo paradójico y desconcertante a la vez era que, si bien tenían una foto de la fisioterapeuta de Lybarger ampliada a partir de un vídeo, identificada literalmente en cuestión de minutos por una agencia de inteligencia al otro lado del planeta, la única foto que Bad Godesburg había conseguido del propio Lybarger era una foto de pasaporte en blanco y negro de cuatro años de antigüedad. Nada más. Ni siquiera una instantánea. Y eso era increíble. Un hombre tan importante o al menos supuestamente tan importante como Lybarger, tendría que haber aparecido en alguna foto en alguna parte. En las revistas, en los periódicos o al menos en una publicación financiera. Sin embargo, por lo que sabían, eso no había sucedido. Parecía que mientras más buscaban, más se desvanecía el perfil de Lybarger. Las huellas dactilares habrían sido un regalo del cielo, aunque no fuera más que para verificarlas y, al tenor de cómo iban las cosas, descartarlas. Era evidente que Elton Lybarger debía de ser el hombre más secreto y protegido del mundo civilizado.
McVey miró su reloj. Eran las cuatro y veintisiete minutos.
Quedaban sólo treinta minutos para reunirse con Scholl. La gran baza que tenían o que esperaban tener era Salettl, a quien McVey quería desesperadamente interrogar antes de la reunión con Scholl. Tal vez Karolin Henniger les habría ayudado a llegar hasta él. Nadie lo sabía. Pero Salettl, de todos los de su entorno, era el que más datos podría aportar sobre Lybarger, el personaje. Aquello no descartaba la posibilidad de que el propio Salettl estuviera implicado en el asunto de los cuerpos decapitados. Sin embargo, a menos que las cosas cambiaran de forma drástica en muy pocas horas, la entrevista no tendría lugar y ellos tendrían que seguir adelante con lo que tenían, que lamentablemente era muy poca cosa.
De pronto surgió la idea de hablar con Joanna Marsh por teléfono e intentar sonsacarle todo lo posible antes de que colgara o de que alguien colgara por ella. Valía la pena intentarlo. A esas alturas, valía la pena cualquier cosa y McVey estaba a punto de pedirle a Remmer el número de teléfono de la casa de Hauptstrasse cuando sonó uno de los dos teléfonos de seguridad que había en la habitación. Remmer le lanzó una mirada a McVey y descolgó.
– Cadoux. Llama a través de la oficina de Noble en Londres -dijo.
McVey le hizo una seña a Noble para que lo cogiera en la habitación, le quitó el auricular a Remmer y lo cubrió con una mano.
– Que le sigan la pista a la llamada -dijo.
Remmer asintió y entró en el dormitorio, donde podía ocupar la segunda línea.
– Cadoux, soy McVey. Noble está en el otro teléfono. ¿Dónde está usted?
– En un teléfono público, una pequeña tienda de comestibles en la parte norte de la ciudad -contestó Cadoux, que no se sentía cómodo hablando en inglés y vacilaba. Parecía cansado y atemorizado y hablaba muy bajo en algo más que un murmullo-. Klass y Halder son los topos en Interpol -dijo-. Fueron ellos los que tramaron el asesinato de Albert Merriman, de Lebrun y de su hermano en Lyón.
– Cadoux, ¿para quién trabajan? -McVey quiso presionarlo desde el principio para que revelara de qué lado estaba.
– No… no se lo puedo decir.
– ¿Qué diablos significa eso? ¿Lo sabe o no?
– McVey, por favor, comprenda mi situación. Esto es muy difícil para mí.
– Muy bien, cálmese.
– Ellos… Klass y Halder… me obligaron a participar en el asesinato de Lebrun debido a viejas conexiones con mi familia. Me trajeron a Berlín porque saben que está usted aquí. Querían utilizarme para tenderle una encerrona. Ya colaboré con ellos una vez, pero no quiero seguir y se lo he dicho… No quiero volver a hacerlo.
– Cadoux -dijo McVey con tono más comprensivo-. ¿Saben ellos dónde está usted?
– Tal vez, pero creo que no. Al menos por el momento. Tienen soplones por todas partes. Así es como descubrieron a Lebrun en Londres. Por favor, escúcheme -precisó más nervioso ahora-. Ya sé que tienen una reunión con Erwin Scholl antes de la recepción en el palacio de Charlottenburg esta noche. Tengo que hablar con ustedes antes de que lo vean. Tengo información que puede serles útil. Tiene que ver con un hombre llamado Lybarger en relación con los cuerpos decapitados.
McVey y Noble se miraron con asombro.
– Cadoux, dígame de qué se trata…
– No puedo quedarme aquí más tiempo, es poco seguro.
– Cadoux, soy Noble. ¿Sabe si hay un tal doctor Salettl implicado en el asunto de los cuerpos decapitados?
– Estoy en el hotel Borggreve, en el número 17 de la Borggrevestrasse. Habitación 412, el piso de arriba, al fondo. Tengo que colgar ahora. Estaré esperándolos.
Noble colgó y miró a McVey.
– ¿Estaremos viendo un rayo de luz al final del túnel o cree que se trata de la luz de un tren que viene en sentido contrario? -preguntó.
– Ni idea. Pero al menos parte de lo que nos ha dicho es verdad.
Remmer volvió del dormitorio.
– Ha llamado desde una tienda de ultramarinos próxima a la estación de metro de Schonholz. La policía ya está en camino.
McVey desvió la mirada.
– Pues ha dicho la verdad acerca de eso también.
– ¿Piensas que es una trampa? -inquirió Remmer.
– Sí, claro que puede ser una trampa. Pero esa preocupación se compensa con otra. La misma que he tenido desde el principio. Que aparte del testimonio de Osborn, no tenemos nada para incriminar a Scholl.
– Lo que está diciendo es que Cadoux puede despejar muchas incógnitas -dijo Noble en voz baja-. Y que haya o no riesgos, deberíamos ir a buscarlo.
McVey esperó un momento largo.
– Creo que no tenemos alternativa.