Berlín, 11.00
Una camarera rubia vestida con el traje típico bávaro sonrió a Osborn, dejó una jarra de café caliente en la mesa y se marchó. Habían llegado a Berlín por la Autobahn y se habían dirigido sin tardar a un restaurante en la Waisenstrasse, reputado como uno de los mejores de Berlín. El propietario, Gerd Epplemann, un hombre calvo con un delantal blanco almidonado los condujo directamente a un comedor privado donde los esperaba Diedrich Honig.
Honig tenía pelo oscuro y rizado y una barba entrecana pulcra y rasurada. Era casi tan alto como Remmer, pero su constitución delgada y sus brazos, que le asomaban de las mangas demasiado cortas de la chaqueta, le hacían parecer más alto. Eso, además de su manera de permanecer de pie levemente encorvado con la cabeza colgándole del cuello, le daba un aspecto de réplica alemana de Abraham Lincoln.
– Quiero que consideren detenidamente el riesgo, Herr McVey, Herr Noble -dijo Honig mientras se paseaba dando zancadas por la habitación con la mirada clavada en los hombres a quienes se dirigía-. Erwin Scholl es uno de los personajes más influyentes de todo Occidente. Si se acercan a él, corren el riesgo de meterse en asuntos que van mucho más allá de su trabajo como policías. Y se arriesgan a sufrir una horrible humillación que recaería tanto sobre ustedes como sobre sus respectivas instituciones hasta tal punto que los despedirían o los obligarían a dimitir. Y no terminaría ahí, porque una vez desprovistos de la protección de sus gremios se verán acosados por una horda de abogados que los demandarán por violación de leyes de las que ni siquiera han oído hablar y con métodos que ni se imaginan. Los harán añicos. Encontrarán una manera de quitarles sus casas, sus coches, lo que sea. Si después de que acaben con ustedes, consiguen una pensión de jubilación, es que han tenido suerte. Ése es el poder del hombre que buscan.
Con ese discurso, Honig volvió a sentarse ante la larga mesa y se sirvió una taza del café que había traído la camarera.
El ex superintendente de la policía de Berlín era un hombre cortejado por ricos y poderosos en los círculos más altos del mundo empresarial alemán. Las últimas etapas de la guerra fría no habían acabado con las actividades asesinas del terrorismo internacional. El resultado era que la seguridad personal de los altos ejecutivos europeos y sus familias se había convertido en un asunto a la orden del día. En Berlín era Honig quien se ocupaba de la protección de los poderosos. Si alguien sabía cómo se protegían mutuamente aquellos, sobre todo allí, era el ex jefe de policía Diedrich Honig.
– Con todo respeto, Herr Honig -McVey reaccionó irritado-. Me han amenazado antes y hasta ahora he sobrevivido. Lo mismo se puede decir de los inspectores Noble y Remmer. De modo que olvidemos esa parte y hablemos del motivo por el qué hemos venido. Se trata de asesinatos. Estoy hablando de una serie de asesinatos que comenzó hace treinta años y aún continúa hoy. Uno de ellos ha tenido lugar en Nueva York en las últimas veinticuatro horas. La víctima ha sido un judío bajito que se llamaba Benny Grossman. También era policía y gran amigo mío. -La voz de McVey cobraba un tono pausado de irritación-. Hemos estado trabajando en esto desde hace algún tiempo, pero sólo ayer llegamos a tener una idea del origen. Cuantas más vueltas le damos al asunto, cada vez aparece con más frecuencia el nombre de Erwin Scholl. Asesinato por contrato, Herr Honig. Se trata de un crimen en primer grado que no prescribe prácticamente en ningún país del mundo.
Justo por encima de sus cabezas oyeron risas acompañadas del crujido de las vigas del techo cuando un grupo de personas entró a comer. El aire se llenó de un penetrante olor a sauerkraut.
– Quiero hablar con Scholl -insistió McVey.
Honig vacilaba.
– No sé si será posible, inspector. Usted es americano y en Alemania no goza de ninguna autoridad. A menos que tenga pruebas tangibles de que aquí se ha cometido un crimen…
McVey no hizo caso de sus reticencias.
– Se trata de lo siguiente -dijo-. Se extiende una orden de arresto ejecutada por el inspector Remmer exigiéndole a Scholl que se entregue a la Policía Federal para ser extraditado a Estados Unidos. Se le acusará de sospechoso de haber firmado un contrato de asesinato. Luego se informará al consulado americano.
– Una orden como ésa no significa nada para un hombre como Scholl -dijo Honig pensativo-. Sus abogados son capaces de despachársela a la hora del almuerzo.
– Ya lo sé -contestó McVey-, pero quiero que la extiendan de todos modos.
Honig cruzó las manos sobre la mesa y se encogió de hombros.
– Señores, lo único que puedo prometer es que haré todo lo posible.
McVey se incorporó en su asiento.
– Si no puede hacerlo dígalo ahora y ya encontraré a quien lo haga. Hay que llevarlo a cabo hoy, cueste lo que cueste.