Un timbre de carrillones despertó a Benny Grossman de un sueño profundo. Eran las tres y cuarto de la tarde. ¿Por qué diablos sonaba el timbre? Estelle aún estaba en el trabajo. Matt estaría a esa hora en clase de lengua hebrea y David en su entrenamiento de rugby. Benny no estaba de ánimo para atender a nadie, sobre todo si era alguien que se había equivocado de puerta. Empezaba a dormirse cuando volvió a sonar el timbre.
– Hostia -gruñó. Se levantó y miró por la ventana. No había nadie en el jardín y no alcanzaba a ver la puerta de entrada, que se encontraba justo debajo.
– ¡Vale, vale! -exclamó cuando volvió a sonar. Se puso el pantalón del chándal y bajó las escaleras hasta la puerta de entrada. Abrió el mirador. Vio a dos rabinos, uno de ellos joven y sin barba, el otro anciano, con una larga barba entrecana.
«¡Dios mío! -pensó-. ¿Qué habrá pasado?»
Con el corazón en la boca, abrió la puerta de un golpe.
– ¿Sí? -preguntó.
– ¿Inspector Grossman? -preguntó el rabino anciano.
– Sí, soy yo. -A pesar de sus largos años como policía y después de todo lo que había visto, Benny Grossman se volvía frágil como un niño cuando se trataba de su propia familia-. ¿Qué sucede? ¿Pasa algo? ¿Le ha ocurrido algo a Estelle? ¿Matt? ¿Ó David…?
– Se trata de usted mismo, inspector -dijo el rabino viejo.
Benny no tuvo tiempo para reaccionar. El rabino joven levantó la mano izquierda y le descargó un disparo entre ceja y ceja. Benny cayó hacia atrás como una losa. El rabino joven entró y le disparó por segunda vez, para asegurarse. Entretanto, el rabino viejo recorrió la casa. Arriba, en la cómoda, encontró las notas que Benny había usado en su llamada a Scotland Yard. Las dobló cuidadosamente y volvió a bajar.
En el jardín de al lado, a la señora Greenfield le pareció raro ver salir a dos rabinos de casa de los Grossman y cerrar la puerta a su espalda, sobre todo a esa hora de la tarde.
– ¿Ocurre algo? -preguntó cuando los vio abrir la verja de la calle y caminar por la acera.
– No, no sucede nada. Shalom -dijo el rabino más joven con una sonrisa gentil.
– Shalom -respondió la señora Greenfield y vio que el rabino joven le abría al mayor la puerta del coche. El joven le volvió a sonreír, se puso al volante y un instante después se alejaron.
El Cessna de seis plazas atravesó un espeso manto de nubes y sobrevoló la campiña francesa.
Clark Clarkson, antiguo piloto de bombarderos de la RAF, un atractivo hombre de pelo castaño, manos enormes y sonrisa sardónica, mantuvo estabilizado el pequeño aparato a través de las turbulencias que se producían durante el descenso. Junto a él, en el asiento de copiloto, Ian Noble viajaba con el cinturón de seguridad ajustado y apoyaba la cabeza contra la ventana mientras miraba hacia abajo. Detrás de Clarkson, vestido de civil, viajaba el mayor Geoffrey Avnel, cirujano militar y miembro de los comandos especiales de la RAF. Además, Avnel hablaba bien el francés. Ni Inteligencia Militar de los ingleses ni Avril Rocard, la agente que Cadoux había enviado a la escena de la catástrofe, habían logrado dar con el paradero de McVey y Osborn. Puede que hubiesen viajado en el tren, pero ahora habían desaparecido.
Noble manejaba la teoría de que uno de los dos o ambos habían resultado heridos, y temiendo las represalias de los autores del atentado, se habían alejado del lugar del siniestro. Ambos sabían que el Cessna volvería a buscarlos al día siguiente, lo cual significaba, si Noble no se equivocaba, que tal vez se encontraban en algún punto entre el lugar del atentado y la pista de aterrizaje a tres kilómetros de allí. Por eso los acompañaba el mayor Avnel.
Abajo veían la ciudad de Meaux y a la derecha la pista de aterrizaje. Clarkson se comunicó por radio con la torre de control y recibió permiso para aterrizar. Cinco minutos después, a las ocho y diez de la mañana, el Cessna ST95 tocó tierra.
Rodaron lentamente hasta las proximidades de la torre de control y Noble y Avnel bajaron del avión para dirigirse al pequeño edificio que servía de terminal.
Noble no tenía la más mínima idea de lo que iba a encontrar. A los policías se les inculcaba el sentido del azar en su trabajo desde el día de su primera patrulla. Londres no era diferente de Detroit o de Tokio y la muerte de cualquier poli en el cumplimiento del deber era como la muerte de cualquier agente uniformado, que podía ser hombre o mujer. Le podía suceder a cualquiera, cualquier día y en cualquier ciudad del mundo. Si al final del día un poli conservaba su integridad física, podía considerarse afortunado. Así había que tomarse las cosas día a día. Si uno llegaba al final, se jubilaba y pasaba a la vejez intentando no pensar en todos los policías del mundo que no tenían igual suerte.
Así era la vida de los policías y así era el riesgo al que se entregaban hombres y mujeres. Pero no era el caso de McVey. El era diferente, el tipo de poli que viviría más que todos y que todavía estaría trabajando a los noventa y cinco años. Eso era un hecho. Así lo consideraban todos y era lo que él mismo creía, por mucho que gruñera y dijera lo contrario. El problema era que esta vez Noble tenía un presentimiento y en el ambiente se respiraba un aire pesado y trágico. Tal vez por eso había acompañado a Clarkson y al mayor Avnel, porque pensaba que era su deber estar allí con McVey.
Los pies le pesaban como dos plomos cuando se acercó al mostrador de Inmigración y le mostró su chapa de policía de Londres al agente de guardia. Le pesaron aún más al cruzar con Avnel, con semblante serio, las puertas de cristal que daban a la terminal.
Por eso, lo último que esperaba era ver a McVey sentado frente a él con una gorra de béisbol de Mickey Mouse y una camiseta de Eurodisney, leyendo el periódico de la mañana.
– ¡Dios mío! -exclamó.
– … nos días, Ian -dijo McVey, y sonrió. Se puso de pie, dobló el periódico debajo del brazo y le tendió la mano a Noble.
A diez metros estaba Osborn, el pelo engominado hacia atrás, vestido aún con chaqueta de bombero. Levantó la mirada de la edición de Le Figuro y vio a Noble estrechándole la mano a McVey, luego vio a Noble mover la cabeza de un lado a otro y apartarse para presentar a un tercer hombre. En ese momento McVey lo miró y le hizo una seña con la cabeza. Sin tardar un segundo, Noble, McVey y el mayor Avnel se dirigieron a la puerta que daba a los hangares.
Osborn los alcanzó y caminaron juntos los veinte metros hasta el Cessna. Clarkson encendió los motores y pidió permiso para despegar. A las ocho y veintisiete, sin haber sufrido percance alguno, volaban a Inglaterra.