Capítulo 116

Menos de diez minutos más tarde, al entrar a Borggrevestrasse, el taxi se detuvo bruscamente. La calle estaba cerrada por barreras y coches de la policía, camiones de bomberos y ambulancias. En la distancia, Von Holden veía las llamas elevándose hacia el cielo de la noche.

Era exactamente lo que tendría que haber visto si todo hubiera resultado como lo habían planeado. Pero al no poder entrar en contacto con el grupo de la operación, era imposible tener ninguna certeza sobre lo que había sucedido.

De pronto, a Von Holden le comenzó a palpitar aceleradamente el corazón y sintió que lo bañaba un sudor húmedo. El pulso se le agitó aún más, como si le estuvieran apretando un nudo en el pecho. Aterrado, se debatió para respirar y apartó las manos a los lados pensando que se desmayaba y se desplomaría. En algún momento creyó oír al taxista preguntándole adónde querría ir entonces porque la policía estaba evacuando la zona.

Von Holden se llevó las manos al cuello y hurgó nerviosamente en el nudo de la corbata.

Finalmente logró sacársela y respiró agitadamente en busca de aire.

– ¿Qué le pasa? -preguntó el chofer volviéndose hacia él y mirándolo por encima del hombro.

En ese momento, un vehículo de urgencia se detuvo a su lado y los destellos de las luces le hirieron los nervios ópticos como navajazos. Von Holden dejó escapar un grito y se desvió a un lado buscando la oscuridad.

De pronto sintió que se avecinaban.

Eran las monstruosas franjas verdes y rojas entrelazadas que ondulaban de arriba abajo en un ritmo perfecto… Como pistones gigantescos y demoníacos que le horadaban el centro del ser. A Von Holden se le pusieron los ojos en blanco y la lengua se le hundió en la garganta como si quisiera estrangularlo. No había tenido nunca la pesadilla durante la vigilia y jamás había sido tan violenta.

Seguro de que moriría si no salía del taxi, se abalanzó a la puerta. La abrió de un manotazo, se arrastró sobre el asiento y logró salir a respirar el aire de la noche.

– ¡Ey! ¿Adónde va? -Gritó el taxista-. ¿Se cree que es gratis? -El joven sonriente que mascaba chicle se había convertido de repente en un capitalista feroz e indignado. Sólo entonces Von Holden se percató de que el taxista era en realidad una mujer. Llevaba el pelo bajo la gorra y una cazadora ancha de la que no se había percatado.

– ¿Conoces la Behrenstrasse? -preguntó Von Holden respirando ruidosamente.

– Sí.

– Llévame al número cuarenta y cinco.


Los faros en dirección contraria iluminaban a los hombres en el interior del coche. Schneider conducía y Remmer iba a su lado. Osborn y McVey iban sentados atrás. Éste tenía el pómulo derecho y la mayor parte del labio inferior quemado en carne viva y le habían aplicado una pomada protectora. Remmer se había chamuscado el pelo hasta el cuero cabelludo y la mano izquierda se le había roto en varios puntos al desplomarse una parte del techo con la explosión. Osborn se la vendó cuando Remmer insistió en que mientras le quedaran fuerzas para caminar, la noche aún no había terminado. Uno de los enfermeros se llevó a Noble y lo trasladaron a una ambulancia. El fuego le había afectado las dos terceras partes del cuerpo y le habían inyectado un gota a gota intravenoso. Tenía que haber estado inconsciente y al borde de la muerte. Pero había abierto los ojos y con voz ronca, a pesar de la máscara de oxígeno, había logrado hablar.

– Explosivo plástico. Somos unos estúpidos… -murmuró. Y luego la voz se le transformó y habló con fuerza, indignado-. Cójanlos. -La mirada se le volvió vidriosa-. Cójanlos y destrócenlos.

Remmer se sujetó cuando Schneider giró bruscamente en una esquina, y miró a McVey.

– No lograremos coger a Scholl por sorpresa, ya lo sabes. Los de seguridad le avisarán en cuanto lleguemos.

McVey miraba hacia otro lado y no respondió. Noble tenía razón. Habían actuado como unos estúpidos cayendo en la trampa de aquella manera. Se habían dejado llevar por la impaciencia, sometidos a la presión del tiempo, intentando dar con Cadoux antes que la Organización. Mirándolo retrospectivamente, McVey pensaba que la situación era propia para responder con un destacamento de marines y no de policías, o al menos obtener la colaboración de un comando de operaciones estratégicas de la policía de Berlín. Pero no lo habían hecho, y de los cuatro, era Noble quien había pagado el precio más alto. Las muertes de los polis alemanes también lo indignaban. Pero no había nada que hacer en ese momento. El único consuelo, si es que lo había, era que la Organización también había tenido cuatro bajas. Era de esperar que la identificación de los cuerpos abriera nuevas puertas.

Remmer insistía en lo suyo.

– No sólo le informarán a Scholl sobre nosotros, sino que además no nos dejarán entrar. Nuestra orden de arresto sólo concierne a Scholl y ellos dirán que no incluye el recinto. No podemos ejecutar la orden de arresto si no llegamos hasta él.

– Diles que si intentan obstaculizarnos -dijo McVey, levantando la mirada-, le diremos al jefe de Bomberos que cierre el edificio. Si no da resultado, usa tu imaginación. Tú eres poli, ellos sólo son de seguridad. -Se volvió bruscamente a Osborn y se inclinó hacia él. Las quemaduras del rostro eran graves y dolorosas, pero en los ojos tenía un brillo vivaz e intenso. Hablaba rápidamente y con determinación-. Puede que Scholl lo niegue o que no le dé importancia, pero sabrá quién es usted y sabrá que toda la historia empezó con el asunto de Albert Merriman en París. Supondrá que Merriman le habló a usted de él, y usted a mí. Lo que no sabrá o al menos no creo que sepa, es hasta dónde alcanzan nuestros conocimientos. Aunque su gente de seguridad lo ponga sobre alerta, se sorprenderá al vernos, porque nos cree muertos. También es lo bastante arrogante como para mostrarse molesto porque le estamos interrumpiendo la fiesta. Y yo cuento con eso. Por razones que no conocemos cabalmente, éste es un asunto muy importante para él y por eso intentará deshacerse de nosotros lo más rápido posible para volver a ocuparse de los invitados. Pero no lo dejaremos. Eso lo irritará aún más. Y luego, cuando hablemos cara a cara, se enfurecerá todavía más.

Osborn lo miró con expresión de duda.

– No le entiendo.

– Le diremos todo lo que sabemos sobre el asesinato de su padre, y el bisturí de su invención, y sobre los trabajos y los asesinatos de quienes murieron el mismo año que su padre. Le diremos unas cuantas cosas que no sabemos con certeza, aunque actuaremos como si así fuera. Tendremos que presionarlo lo suficiente para que se quiebre en algún punto. Apretarle tan fuerte que al final lo suelte todo y confiese haber contratado a un asesino. -McVey le lanzó una mirada a Remmer-. ¿Cuántas unidades de apoyo has pedido?

– Seis. Y hay otras seis más esperando instrucciones nuestras. Y tenemos un contingente uniformado si se da un motivo para una detención masiva.

– McVey -dijo Osborn-, cuando dice usted que le diremos incluso lo que no sabemos, ¿qué quiere decir?

– Supongamos que le decimos a Herr Scholl que hemos buscado por cielo y tierra los antecedentes de su invitado de honor, Herr Lybarger, y que no hemos encontrado nada. Que tenemos curiosidad por conocerlo. El se negará por varias razones. Y entonces nosotros diremos, bueno, si no nos facilita los antecedentes, tendremos que suponer que no hemos encontrado nada porque el tipo ya ha muerto hace tiempo.

– ¿Muerto? -preguntó Remmer desde delante.

– Sí. Muerto.

– ¿Entonces quién está suplantando a Lybarger y por qué?

– Yo no he dicho que no fuera Lybarger. Sólo digo que la razón por la que no sabemos nada de él es que está muerto. Al menos, en su mayor parte…

Osborn sintió un escalofrío en la columna.

– ¿Quiere decir que cree que es el resultado de un experimento con éxito? ¿Que se trata de la cabeza de Lybarger unida al cuerpo de otra persona, operado con técnicas de cirugía atómica en temperaturas de cero absoluto?

– No sé si lo creo, pero es una buena teoría, ¿no les parece? Aunque hubiera mentido, Cadoux nos aclaró la conexión cuando dijo que tenía información sobre la relación entre Scholl y Lybarger, y éste último con los cuerpos decapitados. ¿Por qué, si no, todo el misterio que rodea el infarto de Lybarger y su aislamiento con el doctor Salettl en Carmel y su larga recuperación en Nuevo México? Richman, el micropatólogo, dijo que si la operación se llevara a cabo tendría suturas invisibles, indetectables, como un injerto en un árbol. Ni siquiera su fisioterapeuta americana lo sabría. No tendría ni la más mínima idea, aunque desplegara toda la imaginación del mundo.

– McVey, creo que has visto demasiadas películas -dijo Remmer, encendiendo un cigarrillo y sosteniéndolo entre los dedos vendados-. ¿Por qué no le vendes el guión a un productor de cine?

– Me juego lo que quieras que eso es lo que dirá Scholl, pero de todos modos creo que deberíamos intentar probarlo o verificar que no es verdad.

– ¿Cómo?

– Con las huellas dactilares de Lybarger.

Remmer lo miraba fijo.

– McVey, eso no es una teoría. De manera que así lo crees.

– No lo considero imposible, Manfred. Ya soy demasiado viejo. Puedo creer cualquier cosa.

– En caso de que consigamos las huellas dactilares de Lybarger, lo cual no será nada fácil, ¿de qué nos servira? Si tu teoría de Frankenstein funciona y su cuerpo, desde los hombros hasta abajo, está enterrado quién sabe dónde, no tendríamos nada con qué compararlo.

– Manfred, si decidieras unir tu cabeza a otro cuerpo, ¿no elegirías un cuerpo mucho más joven?

– Este lado oscuro tuyo no lo conocía -dijo Remmer sonriendo.

– Piensa que no se trata de algo raro, sino de lo más común del mundo.

– Bueno… si yo… Sí, claro, un cuerpo más joven. Con mi experiencia, imagínate a todas las jovencitas guapas que me ligaría -dijo Remmer sin dejar de sonreír.

– Bueno, ahora permíteme que te diga que tenemos la cabeza congelada de un hombre de poco más de veinte años en una morgue de Londres. Se llama Timothy Ashford y es de Clapham South. En una ocasión se lió a hostias con unos polis de Londres, de modo que la policía tiene las huellas dactilares en sus archivos.

A Remmer se le borró la sonrisa de los labios.

– ¿Crees que las huellas de este Timothy Ashford podrían coincidir con las de Lybarger?

McVey se llevó una mano al rostro y se palpó la pomada que le cubría las quemaduras. Hizo una mueca de dolor y al retirar la mano vio una mezcla oscura de piel chamuscada y crema antiséptica.

– Esta organización se ha tomado mucho trabajo para que nadie se entere de lo que está sucediendo y ha muerto mucha gente a causa de ello. Sí, es una suposición, Manfred. Pero Scholl no lo sabrá, ¿no crees?


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