Osborn se mantenía cerca del mostrador de la farmacia del hospital intentando leer en francés unos folletos sobre la salud, mientras Vera iba con su receta al laboratorio del fondo. En un momento, levantó la mirada y vio que el farmacéutico hablaba y gesticulaba con ambas manos mientras Vera esperaba, una mano apoyada en la cadera, a que el hombre acabara. Osborn desvió la mirada. Tal vez había cometido un error al implicarla. Si llegaban a descubrirlo y se conocía la verdad, podían acusarla a ella de complicidad. Debería decirle que se olvidara de todo y pensar en algún otro plan para coger a Henri Kanarack. Dejó nerviosamente el folleto que estaba leyendo y se disponía a dirigirse hacia ella cuando la vio venir.
– Más fácil que comprar condones, y más raro, también -dijo cuando pasó junto a él y le lanzó un guiño.
Dos minutos más tarde, caminaban por el bulevar Saint Jacques, y Osborn llevaba ya la sucinilcolina y un paquete de jeringas hipodérmicas en el bolsillo del abrigo.
– Gracias -dijo, suavemente, levantando el paraguas y sosteniéndolo para que ambos pudieran protegerse. Luego cayó una lluvia más gruesa y Osborn sugirió que cogieran un taxi.
– ¿Te parece bien si caminamos, simplemente? -preguntó ella.
– Si a ti no te importa, a mí tampoco.
Él la cogió por el brazo y cruzaron la calle sin esperar el cambio de luz. Al llegar al otro lado, Osborn la soltó deliberadamente. Vera sonrió, y durante los siguientes quince minutos caminaron sin decir nada.
Osborn estaba sumido en sus pensamientos. En cierto modo, podía respirar con alivio. Había sido más fácil conseguir la sucinilcolina de lo que había imaginado. Pero le remordía la conciencia haberle mentido y utilizado, y eso le molestaba mucho más de lo que había pensado. De todas las personas que conocía, Vera sería la última que utilizara, o a quien no le dijera toda la verdad. Pero, recordó, la verdad es que no había tenido otra alternativa.
Hoy no era un día como los demás, ni él estaba dedicado a su quehacer de todos los días. Habían surgido antiguos y oscuros asuntos. Asuntos trágicos, que sólo él y Kanarack conocían. Y que sólo él y Kanarack podían solucionar. Volvió a inquietarle la idea de que si las cosas fallaban, Vera podía verse implicada, y acusada de complicidad involuntaria. Era muy probable que no terminara en la cárcel, pero su carrera y todo aquello por lo cual había trabajado podía verse perdido. Debería haber pensado en eso antes, incluso antes de comentárselo. Debería haberlo hecho, pero no había sido así, y el mal ya estaba hecho. Ahora tenía que pensar en lo que quedaba por hacer. Asegurarse de que las cosas no fallaran, de que él y Vera estuvieran protegidos.
De pronto ella le cogió la mano y lo hizo volverse para que la mirara. Al hacerlo, se dio cuenta de que ya no se encontraban en el bulevar Saint Jacques y que cruzaban el Jardín des Plantes, los antiguos jardines del Museo de Historia Natural, y que casi habían llegado al Sena.
– ¿Qué pasa? -preguntó él, intrigado.
Vera vio que Osborn la fijaba con la mirada, y supo que lo había sacado de una ensoñación.
– Quiero que vengas a mi piso -dijo.
– ¿Que quieres qué? -preguntó él, a todas luces desconcertado. La gente pasaba de prisa por todos lados y los jardineros, a pesar de la lluvia, comenzaban a preparar su trabajo del día.
– Decía que quiero que vengas a mi piso.
– ¿Por qué?
– Quiero darte un baño.
– ¿Un baño? '
– Sí.
A Osborn se le pintó una sonrisa en el rostro.
– Primero no querías que te vieran conmigo, y ¿ahora me quieres llevar a tu piso?
– ¿Qué hay de malo en eso?
– ¿Sabes lo que estás haciendo? -preguntó Osborn, que la había visto sonrojarse.
– Sí, resulta que me he propuesto darte un baño, y en esa cosa que tienes por bañera en el hotel no podrías bañar ni a un perrito.
– ¿Y que pasa con… el franchute?
– No lo llames así.
– Si me dices cómo se llama, no lo llamaré así.
Vera guardó silencio durante un momento.
– Se acabó -dijo.
– ¿Sí? -Osborn pensaba que bromeaba.
– Sí.
– ¿Estás hablando en serio? – preguntó Osborn, cauteloso.
Ella asintió con la cabeza, definitivamente.
– ¿Desde cuándo?
– Desde… no sé cuando. Desde que lo decidí, y ya está -sentenció. No tenía ganas de analizarlo, y su voz se apagó.
Osborn no sabía qué pensar, no sabía qué sentir. El lunes le había dicho que no quería volver a verlo. Que tenía un amante, un hombre influyente en Francia. Hoy era jueves. Hoy, el hombre era él y no el otro. ¿Realmente lo quería tanto como para eso? ¿O tal vez el asunto del amante no había sido más que un cuento para alejarlo, una manera conveniente de terminar con una aventura pasajera?
Se levantó una brisa del río que a Vera le revolvió el pelo y ella se lo recogió detrás de la oreja. Sí, sabía lo que se jugaba pero no le importaba. Lo único que sabía era que en ese momento tenía ganas de hacer el amor con Paul Osborn, en su propio piso y en su propia cama.
Disponía de cuarenta y ocho horas antes de que comenzara su próximo turno. Francois, el «franchute» de Osborn, estaba en Nueva York y no la había llamado desde hacía varios días. En lo que a ella respectaba, tenía libertad para hacer lo que se le antojara, cuando y donde se le antojara.
– Estoy cansada. ¿Quieres venir o no? ¿Sí o no?
– ¿Estás segura?
– Estoy segura -dijo ella. Faltaban cinco minutos para las diez de la mañana.