Brandeburgo, Alemania
– Ese Palacio de Charlottenburg donde Scholl piensa dar su guateque, ¿qué es? -preguntó McVey inclinándose desde el asiento trasero mientras Remmer seguía al primer coche por un bulevar de magníficos árboles de colores otoñales y frente a los edificios oficiales de la ciudad de Brandeburgo del siglo XV. Se dirigían hacia el este rumbo a Berlín bajo un sol esplendoroso.
– ¿Qué es? -Dijo Remmer, y miró a McVey por el retrovisor-. Un tesoro del barroco, un museo, un mausoleo propiedad de varias familias adineradas muy apreciadas por los alemanes. Ha sido la residencia de verano de casi todos los emperadores prusianos desde Federico I hasta Federico Guillermo IV. Si el canciller viviera ahí, sería una especie de Casa Blanca y todos los museos de Estados Unidos reunidos en uno solo.
Osborn desvió la mirada. El sol de la mañana se elevaba en el cielo y un puñado de lagos de aguas púrpuras se teñían de un azul intenso. Los hechos vertiginosos, brutales que se habían sucedido en el transcurso de los diez últimos días después de tantos años, lo habían aturdido. La idea de lo que iba a suceder en Berlín magnificaba el efecto. Osborn se sentía como barrido por una marea que no lograba controlar. A la vez experimentaba la peculiar y apacible sensación de que había llegado hasta allí porque una mano invisible lo había conducido y que por oscuros, peligrosos y horrendos lances que le deparara el futuro, había llegado allí por alguna razón. En lugar de luchar contra ello, debía confiar. Se preguntaba si los demás pensaban lo mismo. McVey, Remmer y Noble eran hombres fuera de lo común, mundos distintos, marcados por más de treinta años de experiencia. ¿Acaso sus vidas habían confluido gracias a la misma fuerza que sentía él ahora? ¿Cómo era posible, cuando no los conocía sino hacía una semana? Y, sin embargo, ¿qué otra explicación podía haber?
En medio de estas meditaciones, Osborn volvió a mirar el paisaje del campo. Tierras suaves, cuidadosamente deforestadas, pastizales, parajes sembrados de pequeños lagos. De pronto y por un instante apareció ante su vista una gran mancha de coníferas. Desaparecieron con la misma rapidez y en la distancia vio que la luz del sol llegaba a los capiteles más altos de una catedral del siglo XV. De pronto tuvo la percepción fugaz de que no se equivocaba, que todos, McVey, Noble, Remmer y él mismo, estaban allí reunidos por un designio mayor, porque los tres seguían un designio que no podía percibir su entendimiento.
Nancy, Francia
El sol asomó por encima de las colinas iluminando la granja blanca y marrón como una pintura de Van Gogh.
Fuera, Alain Cotrell y Jean Claude Dumas, agentes del servicio secreto, se relajaban en el porche. Dumas llevaba un tazón de café en una mano y un fusil de nueve milímetros en la otra. Unos cuatrocientos metros más abajo', siguiendo hacia la entrada de la propiedad, a medio camino entre la carretera y la casa, el agente Jacques Montand, con un subfusil de asalto francés Famas en bandolera, estaba reclinado contra un árbol y observaba una fila de hormigas que entraban y salían de un agujero en la base.
En el interior de la casa, Vera estaba sentada ante un tocador antiguo cerca de la ventana de la habitación principal. Tenía en sus manos cinco largas páginas de una carta de amor que acababa de escribir a Paul Osborn. En esas páginas intentaba darle un sentido a todo lo que sucedía y había sucedido desde que se habían conocido y al mismo tiempo las usaba como distracción contra el final abrupto de su llamada telefónica la noche anterior.
Al principio había pensado que se trataba de un fallo del sistema telefónico y que Osborn volvería a llamar. Pero no había llamado y a medida que pasaban las horas, Vera supuso que habría sucedido algo pero se negó a pensar en ello.
Había pasado el resto de la noche estoicamente leyendo dos revistas médicas que había traído consigo al salir con tanta prisa de París. La ansiedad y el miedo eran compañeros difíciles de sobrellevar y Vera tenía miedo de que en el viaje en que se habían embarcado abundaran las dos cosas.
Hacia el amanecer, cuando aún no había recibido noticias, decidió hablar con Paul. Quería ponerlo todo por escrito como si él estuviera allí con ella y tuvieran tiempo para los dos. Como si nada de aquello hubiera sucedido y ellos fueran individuos normales viviendo circunstancias normales y corrientes. Se trataba de evitar, desde luego, que su imaginación la desbordara y le jugara una mala pasada.
Dejó la pluma y se detuvo a leer lo escrito. De pronto dejó escapar una risa, porque aquello que supuestamente venía del corazón no era más que un laberíntico, interminable y seudointelectual tratado sobre el significado de la vida. Vera había querido escribir una carta de amor, pero aquello se parecía más a la composición de una candidata a profesora de inglés en un colegio privado de chicas. Sin dejar de sonreír, rasgó las hojas en pedazos y las echó a la papelera. Entonces vio el coche que salía de la carretera y entraba por el largo camino que conducía a la casa.
Al acercarse, Vera vio que era un Peugeot negro y que en el techo llevaba los faros azules de la policía. A medio camino, vio que el agente Montand avanzaba con las manos alzadas para detener el coche. Montand se acercó a la ventana del conductor. Un segundo después habló por radio, esperó una respuesta, asintió con la cabeza y el coche continuó.
Al acercarse a la casa, Alain Cotrell salió a recibirlo y al igual que Montand, hizo señas al conductor para que se detuviera. Jean Claude Dumas se acercó por detrás deslizándose la carabina del hombro.
– Oui, madame -dijo Alain cuando se abrió la ventanilla del coche y una mujer muy atractiva de pelo negro miró hacia fuera.
– Soy Avril Rocard -se presentó la mujer en francés, y sacó una credencial-. De la Prefectura Central de París. Estoy aquí para llevar a París a la señorita Monneray a petición del inspector McVey. Ella sabe de quién se trata -dijo, y sacó una orden escrita con los membretes oficiales del gobierno-. Orden del capitán Cadoux, de Interpol. Por mandato del Primer Ministro, François Christian.
El agente Cotrell cogió la hoja, la miró y la devolvió. En ese momento, Jean Claude Dumas se dirigió al otro lado del coche y miró hacia dentro. Con excepción de la mujer, estaba vacío.
– Un momento -dijo Cotrell. Dio un paso atrás y sacó su propia radio del bolsillo de la chaqueta y se apartó. Dumas volvió al lado del conductor.
Avril miró por el retrovisor y vio al agente Montand a su espalda, unos treinta metros más abajo en el camino. Toda la actitud de su cuerpo había cambiado y Avril observó que metía la mano en la chaqueta.
– ¿No le importa que abra el bolso para coger un cigarrillo? -dijo Avril mirando a Dumas.
– No -dijo Dumas, y vio que Avril metía la mano derecha en la cartera. Fue la mano izquierda la que le cogió por sorpresa. Se oyeron dos rápidos estallidos sordos y Dumas cayó contra Cotrell. Este perdió el equilibrio y en una fracción de segundo pudo ver la Beretta en manos de Avril. El arma se sacudió una vez y Cotrell se llevó las manos al cuello. El segundo disparo entre ceja y ceja lo mató instantáneamente.
Montand subía corriendo hacia ella mientras apuntaba el fusil Famas para disparar, entonces, ella preparó la Beretta. El primer disparo le dio en la pierna lanzándolo al suelo y arrancándole el Famas de las manos, que saltó hacia el otro lado del camino. Montand yacía en el suelo, con los dientes apretados por el dolor e intentando arrastrarse, cuando ella se acercó. Lo miró y levantó la pistola lentamente. Le dio un momento para pensar y disparó. El primer disparo bajo el ojo izquierdo y el segundo en el corazón.
Se alisó la chaqueta, se volvió y comenzó a caminar hacia la casa.