Capítulo 50

París, 3.30

El mismo hotel, la misma habitación

y el mismo reloj que la última vez

Clic


3.31

Siempre eran las tres y media, veinte minutos más, veinte minutos menos. McVey estaba agotado pero no lograba conciliar el sueño. Le dolía incluso pensar, pero su cerebro no tenía interruptor para desconectarse. Lo había perdido el día en que le tocó ver el primer cadáver abandonado en un callejón con la cabeza destrozada por un disparo. Al pensar en los miles de detalles que llevaban de la víctima al asesino, se mantenía pendiente y alerta.

Los agentes de Lebrun peinaron la estación Montparnassse en busca de Osborn. La operación era una pérdida de tiempo, le advirtió McVey a Lebrun. Vera Monneray había mentido al declarar que había dejado a Osborn en la estación. Lo habría llevado a otro lugar y sabía dónde se ocultaba.

McVey insistió para que volvieran por la mañana y le dijeran a Vera Monneray que continuarían la conversación en la prefectura. Al fin y al cabo, una sala de interrogatorios obraba maravillas cuando se trataba de que la gente dijera la verdad, quisiéranlo o no.

Lebrun contestó con un ¡no! enfático.

Puede que a Osborn se le tuviera por sospechoso de asesinato pero desde luego no se podía decir lo mismo de la amiga del Primer Ministro de la República francesa.

McVey había llegado al final de su umbral de tolerancia y tuvo que contar lentamente hasta diez antes de proponer como solución alternativa una prueba con el detector de mentiras. Puede que una persona que no dijera la verdad no lo confesara todo pero era un buen montaje emocional para allanar el camino a un segundo interrogatorio. Sobre todo si el encargado del detector de mentiras era excepcionalmente prolijo y la persona interrogada estaba algo nerviosa, lo cual solía suceder.

Lebrun volvió a negarse y lo único que McVey pudo arrancarle fue una vigilancia de treinta y seis horas. Incluso eso había resultado una tarea difícil debido a los gastos que implicaba y Lebrun tuvo que organizar tres turnos de dos agentes cada uno para seguir los movimientos de Vera durante un día y medio.

Clic.

Esta vez McVey no se molestó en mirar el reloj.

Apagó la luz y se recostó en la oscuridad a observar las sombras ondulando en el techo de la habitación preguntándose si realmente aquello le importaba. Vera Monneray, Osborn, el «hombre alto» si es que existía y que había supuestamente asesinado a Albert Merriman y herido a Osborn. O los cadáveres decapitados y congelados o la cabeza que algún doctor Frankenstein de la alta tecnología pretendía unir a un cadáver. La posibilidad de que ese doctor fuera Osborn tampoco tenía importancia porque a esa hora lo único que McVey quería de verdad era dormir y se preguntaba si finalmente lo lograría. Clic.

Cuatro horas más tarde, al volante del Opel beis, McVey se dirigía al parque junto al río. Había amanecido y tuvo que bajar el visor para protegerse del sol mientras bordeaba el Sena buscando la salida del parque. Si había dormido no lo recordaba.

Cinco minutos más tarde reconoció la arboleda que marcaba la entrada al parque. Entró y se detuvo ante un terreno cubierto de espesa hierba rodeado por un camino con árboles a ambos lados, algunos de los cuales ya comenzaban a teñirse de colores. Miró el suelo y vio las huellas de un único vehículo que había entrado en el parque y que había salido luego en la misma dirección.

Tuvo que suponer que pertenecían a las huellas del Ford de Lebrun porque él y el inspector habían llegado después de que parara de llover. Cualquier otro vehículo que hubiera entrado en el parque habría dejado un segundo trazado de neumáticos.

McVey aceleró un poco y recorrió el parque hasta donde los árboles lindaban con la parte superior de la rampa que bajaba hasta la orilla. Se detuvo y bajó del coche.

Justo frente a él vio dos pares de huellas desleídas por la lluvia que llegaban hasta el río. Eran las suyas y las de Lebrun. Examinó la rampa que se hacía plana al llegar abajo, se imaginó dónde habría quedado el Citroen blanco de Agnés Demblon cerca de la orilla e intentó dilucidar por qué Osborn y Albert Merriman habían llegado hasta allí. ¿Acaso trabajaban juntos? ¿Por qué llevar el coche hasta abajo? ¿Acaso llevaban algo que quisieran descargar en el agua? ¿Tal vez drogas? Quizás intentaban lanzar al agua el mismo coche. ¿Deshacerse de él? ¿Desguazarlo? ¿Pero con qué motivo? Osborn era un médico respetable que gozaba de una holgada situación. Nada de aquello tenía sentido.

Si el lodo rojo de aquel lugar era hipotéticamente el mismo que Osborn llevaba en el calzado la noche antes del asesinato, supuso McVey que ese día el médico había estado allí. Si a eso se añadía el hecho de que había tres tipos de huellas digitales en el coche, las de Osborn, las de Merriman y las de Agnés Demblon, McVey estaba casi seguro de que Osborn había escogido el lugar junto al río y que luego había llevado a Merriman.

A Lebrun le habían informado que Agnés Demblon había trabajado en la panadería el viernes todo el día y que aún estaba allí por la tarde cuando Merriman fue asesinado.

Por el momento y antes de que balística le entregara a Lebrun el informe sobre el proyectil que Vera Monneray le había supuestamente extraído a Osborn, McVey estaba dispuesto a creer que un hombre alto había disparado. Y a menos que aquel hombre, amigo o no, llevara guantes y tuviera a Merriman y Osborn neutralizados y bajo su control, era razonable suponer que no había venido al parque en el mismo coche que ellos. Ya que el Citroen había quedado ahí, el hombre alto habría venido en un segundo coche. En el caso menos probable de que hubiera venido con Osborn y Merriman, alguien habría pasado a recogerlo en otro coche. No había transporte público en aquella zona y tampoco era probable que el hombre alto hubiera regresado a la ciudad caminando. Era posible pero muy poco probable que hubiera hecho autoestop. Un tipo que acaba de disparar contra dos hombres con una Heckler & Koch, no era el tipo de individuo que viaja de ese modo corriendo el riesgo de dejar un testigo que lo identifique.

Y luego, siguiendo el rastro desde Interpol, Lyón, a los archivos de policía de Nueva York, era posible pensar que el verdadero blanco del hombre alto fuera Merriman, no Osborn. En ese caso, ¿acaso se podía pensar que hubiera una conexión entre Osborn y el hombre alto? Si fuera así, después de despachar a Merriman el desconocido tal vez había traicionado a Osborn y había intentado liquidarlo a él también. O puede que el hombre alto hubiera seguido a Merriman desde la panadería hasta encontrar a Osborn y luego los hubiera seguido a ambos.

Proyectando esa teoría y suponiendo que el incendio del edificio donde vivía Agnés Demblon iba destinado sobre todo a eliminarla a ella, parecía razonable suponer que las órdenes del hombre alto consistieran en despachar no sólo a Merriman sino a todo aquel que estuviera relacionado con él.

– ¡Su mujer! -exclamó de pronto McVey.

Dio media vuelta y comenzó a caminar bajo los árboles hacia el Opel.

No sabía dónde encontraría el teléfono más cercano y maldijo a Interpol por haberle proporcionado un coche sin radio o teléfono. Debía avisarle a Lebrun que la mujer de Merriman, donde quiera se encontrase, corría grave peligro.

McVey estaba en la linde del bosque a unos metros del coche cuando se detuvo bruscamente y se volvió. Desde el lugar del crimen había recorrido el camino a toda prisa entre los árboles. Precisamente lo que habría hecho un asesino que abandonara la escena del tiroteo. Anoche, él y Lebrun habían llegado hasta la rampa siguiendo el camino que contorneaba la arboleda, no a través de ella. Los inspectores y técnicos de Lebrun no habían encontrado huellas que indicaran la presencia de un tercer hombre aquella noche. Por lo tanto suponían que era Osborn quien había disparado. Pero ¿habían buscado ahí, bajo los árboles, a esa distancia de la rampa?

Era un resplandeciente domingo después de casi una semana de lluvia. McVey se encontraba ante un dilema. Si iba a prevenirle a Lebrun sobre el peligro que corría la mujer de Merriman, se arriesgaba a que el parque fuera invadido por visitantes que destruyeran, las pruebas sin proponérselo.

Aunque lo lamentaría más tarde, supuso que si la policía francesa aún tenía que encontrar a la mujer, el hombre alto tendría el mismo problema. McVey decidió utilizar el tiempo del que disponía y se quedó donde estaba.

Volvió cuidadosamente sobre sus pasos hacia la rampa a través de los árboles. El suelo estaba cubierto por una gruesa y húmeda capa de agujas de pino. Al pisarlas, McVey vio que se apartaban como una alfombra de modo que era necesario algo bastante más pesado que un hombre para estampar cualquier tipo de huella.

Llegó hasta la rampa y se volvió. No había encontrado nada. Caminó unos diez metros hacia el este desde donde estaba y volvió a cruzar. Esta vez tampoco encontró nada.

Caminó hacia el oeste hasta situarse a medio camino entre el trayecto de la primera y la segunda inspección y volvió a cruzar. Al cabo de no más de diez metros, lo vio. Un mondadientes plano, quebrado por la mitad, casi camuflado por las agujas de pino. Sacó el pañuelo y lo recogió. Al observarlo a la luz, vio que la sección de la rotura era de un color más claro que el exterior, lo cual significaba que se había quebrado recientemente. Lo envolvió en el pañuelo y se dirigió al coche.

Caminó lento escudriñando el terreno. Casi al llegar al final de la arboleda, algo le llamó la atención. Se detuvo y se agachó a mirar.

Las agujas de pino frente a él tenían un tono más claro que las de su alrededor. Bajo la lluvia habrían tenido el mismo color pero secas por el sol de la mañana daban la impresión de que hubieran sido esparcidas deliberadamente. McVey cogió una rama caída y la separó suavemente. Al principio no vio nada, y se sintió decepcionado. Y al avanzar descubrió algo que se parecía a la huella de un neumático. Se levantó y la siguió, y al llegar al final de los árboles encontró unas estrías visiblemente marcadas en la tierra arenosa. Un coche había penetrado bajo los árboles y había aparcado. Posteriormente, al retroceder, el conductor había visto las huellas. Se había bajado y con las agujas de pino recién caídas las había cubierto aunque olvidando el punto donde había aparcado. Más allá de los árboles, la lluvia había borrado el resto de las huellas. Pero bajo los árboles, las ramas caídas habían protegido el suelo dejando en la tierra una impresión leve pero distinguible. No más de diez centímetros de largo y un centímetro de profundidad, lo cual no era gran cosa. Para un equipo técnico de la policía sería suficiente.


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