Capítulo 59

Eran las nueve y veinte cuando McVey se enteró de lo que sucedía. Su visita a la cervecería Stella en la rué Saint Antoine había comenzado dos horas antes bajo el signo del fracaso, estuvo a punto de convertirse en un fiasco y terminó con un golpe de suerte.

Al llegar a las siete y cuarto, el lugar estaba repleto y los camareros corrían de un lado a otro como hormigas. El maitre, que al parecer era el único que hablaba algo de inglés, le informó a McVey que si quería una mesa tendría que esperar al menos una hora, tal vez más. Cuando McVey explicó que no quería una mesa sino hablar con el administrador, el maitre miró al techo y levantó unos brazos implorantes para advertirle que esa noche ni siquiera el administrador podía conseguirle una mesa porque el propietario celebraba una fiesta que ocupaba la sala principal. Luego desapareció.

McVey se quedó parado y se guardó en el bolsillo el retrato que había dibujado la policía de Albert Merriman. Tenía que intentar otra manera de establecer contacto. Tal vez tenía aspecto de solitario o de perdido, o de las dos cosas porque de pronto apareció una mujer pequeña ligeramente intoxicada, vestida de rojo brillante y, cogiéndolo del brazo, lo llevaba hasta la mesa que ocupaba en la sala grande y comenzaba a presentarlo como su «amigo americano». Mientras él intentaba librarse de la situación con cierto decoro, alguien le preguntó, hablando un inglés rudimentario, de qué parte de Estados Unidos era. Cuando él respondió «Los Ángeles», otras dos personas empezaron a preguntar por los Rams y los Raiders. Una tercera persona habló de la Universidad de California. De pronto, una joven delgada con aspecto de top model, y vestida como tal, se sentó a su lado. Sonrió, seductora, y le preguntó si conocía a alguno de los Dodgers. Un negro le tradujo a McVey y se lo quedó mirando esperando una respuesta. Lo único que McVey deseaba en ese momento era largarse de allí, pero por algún motivo había dicho que conocía a Lasorda. Era la verdad porque Tommy Lasorda, el técnico de los Dodgers, había trabajado en varias campañas benéficas para la policía y a lo largo de los años se había entablado cierta amistad entre los dos. Al oír el nombre de Lasorda, otro hombre se volvió.

– Yo también lo conozco -confesó hablando un inglés impecable.

El hombre resultó ser el dueño de la cervecería Ste11a. Quince minutos más tarde, dos de los tres camareros que habían impedido a Osborn atacar al francés estaban reunidos en la oficina del administrador estudiando el esbozo de Albert Merriman.

– Oui -dijo el primero que lo miró, y se lo entregó a su compañero. Éste lo estudió un momento y se lo devolvió a McVey.

– Ése es el hombre -dijo-. C'est l'bomme.

Los Ángeles.

– Robos y Homicidios, Hernández -contestó la voz. Rita Hernández era joven y sexy. Demasiado sexy para ser policía. A sus veinticinco años tenía tres hijos y su marido estudiaba Derecho en la facultad. Acababa de integrarse al equipo y era probablemente la inspectora más inteligente de todo el Cuerpo de Policía.

– Buenas tardes, Rita.

– ¡McVey! ¿Dónde diablos te has metido? -preguntó Rita reclinándose en su silla y sonriendo.

– Estoy en París, Francia -dijo McVey. Se sentó en la cama de la habitación y se sacó un zapato. Las nueve menos cuarto de la noche en París eran las doce cuarenta y cinco de la mañana en Los Ángeles.

– ¿París? ¿No quieres que vaya a hacerte compañía? Dejaré a los crios, al marido, haré cualquier cosa, McVey, ¡te lo rueeeego!

– No, no te gustaría.

– ¿Por qué no?

– No he encontrado ni una sola tortilla decente como las que haces tú, en todo caso.

– Al diablo las tortillas. Me comeré un brioche.

– Hernández, necesito un informe completo sobre un cirujano ortopedista de Pacific Palisades. ¿Tienes tiempo?

– Si me traes un brioche de París…

A las ocho cincuenta y tres McVey colgó, utilizó la llave para abrir el mueble «bar» de la habitación y encontró lo que buscaba, la media botella de Sancerre degustada la última vez que había ocupado la habitación. Quisiera o no, el vino francés empezaba a gustarle.

Abrió la botella y se sirvió media copa, se sacó el otro zapato y estiró los pies en la cama.

¿Qué estaban buscando? ¿Por qué perseguía Osborn a Merriman con tanta pertinacia? ¿Por qué, después del primer ataque y de la fuga de Merriman, se había tomado la molestia de contratar a un detective privado para dar con él?

Era posible que Merriman hubiera provocado a Osborn en París de un modo u otro. La historia de Osborn acerca del intento de robo de Merriman en la estación podía ser verdad. Pero McVey lo dudaba porque el ataque de Osborn en la cervecería había sido demasiado repentino y violento. Por mucho que a Osborn se le calentara la cabeza era un médico, alguien lúcido, lo suficiente para saber que no se podía viajar por el mundo agrediendo a la gente en público sin arriesgar todo tipo de consecuencias, sobre todo si lo único que el hombre había pretendido era robarle a uno la cartera.

Así, a menos que Merriman hubiese cometido un acto demasiado indignante como para provocar la ira de Osborn aquel mismo día, parecía razonable buscar otros motivos. Eso le decía su intuición a saber, que si algo había sucedido entre ambos pertenecía al pasado.

Pero ¿cuál podía ser la relación entre un médico de Los Ángeles con Henri Kanarack, un asesino profesional que había fingido su propia muerte para luego esfumarse durante más de tres décadas viviendo los últimos diez años en Francia con un nombre falso? Lebrun había averiguado que bajo el nombre de Kanarack, Merriman no tenía ningún tipo de antecedentes criminales. Eso quería decir que cualquier relación que se hubiese tejido entre los dos tenía que corresponder a la época en que Merriman vivía en Estados Unidos.

McVey se incorporó, se acercó a la mesa de escritorio y abrió su maletín. Encontró las notas que había tomado durante la conversación con Benny Grossman sobre Merriman y miró la fecha de la supuesta muerte de éste en Nueva York.

– ¿1967? -se preguntó, en voz alta. McVey bebió un sorbo del Sancerre y se sirvió otro poco en el vaso. Osborn no tenía más de cuarenta años y seguro que menos. Si conoció a Merriman en 1967 o antes, tenía que ser un niño.

McVey hizo una mueca y se preguntó acerca de la posibilidad de que Merriman fuera el padre de Osborn. Un padre que había abandonado a su familia y desaparecido. Pero descartó la idea con suma rapidez. Merriman habría sido un tierno adolescente el año que engendró a Osborn. No, tenía que ser otra cosa.

Pensó en la droga que los hombres de Lebrun habían encontrado -la sucinilcolina- y se preguntó qué tenía que ver con la historia entre Osborn y Merriman.

Recordó que no había tenido noticias del inspector Noble. Era verdad que llevaba menos de veinticuatro horas fuera de Londres; tiempo suficiente, sin embargo, para que la Policía Metropolitana investigara los hospitales y las facultades de medicina en el sur de Inglaterra que experimentaran con nuevas técnicas de cirugía. La segunda tarea, buscar a las personas desaparecidas en años anteriores con el fin de encontrar la que coincidía con la cabeza cercenada con placas en el cerebro, era algo que podía tardar una vida y aun así tal vez no encontraran nada.

¿Y qué había sucedido con sus instrucciones para que los doctores Richman y Michaels examinaran los cadáveres buscando marcas de jeringas que habrían pasado inadvertidas debido al grado de descomposición de los cuerpos? Marcas provocadas por una inyección de sucinilcolina.

Ese era el tipo de cosas que a McVey le fastidiaba.

Prefería trabajar solo, tomarse el tiempo necesario para digerir los datos y actuar luego en consecuencia. De todos modos no podía quejarse del equipo con que contaba. Noble y su gente, además de los especialistas en Londres, seguían sus instrucciones al pie de la letra. En París, Lebrun hacía lo mismo. Desde Nueva York, Benny Grossman le había proporcionado una ayuda inestimable. Ahora, en el mejor de los casos, Rita Hernández en Los Ángeles haría lo mismo con los antecedentes de Osborn, lo cual podría darle una clave de lo que había sucedido, algo que pudiera explicar su vínculo con Merriman.

Pero ahí estaba el problema. Osborn y Merriman, Jean Packard, el detective privado, el hombre alto y su reguero de asesinatos, además de la trama secreta que involucraba a la oficina de Interpol en Lyón, ése era uno de los casos. Los cadáveres decapitados hallados en distintos lugares de Europa del norte y la cabeza sin cuerpo de Londres, todos congelados a bajas temperaturas con extraños fines experimentales, ése debería constituir otro caso.

Pero algo le decía que no era así, que de alguna manera aquellas dos situaciones tan dispares entretejían sus tramas. Sospechaba que, si bien no disponía de ningún tipo de pruebas, el eslabón tenía que ser Osborn.

A McVey no le gustaba. Parecía que todo se le escapaba de las manos.

– Soluciona el asunto Osborn/Merriman y encontrarás la clave de todo -dijo en voz alta. Se dio cuenta de que el dedo gordo del pie comenzaba a perforarle el calcetín. De pronto, por primera vez en muchos años se sintió verdaderamente solo.

En ese momento llamaron a la puerta. McVey, intrigado, se levantó a abrir.

– ¿Quién es? -preguntó abriendo la puerta hasta la cerradura de la cadena. Un policía esperaba en el pasillo.

– Prefectura Central de la Policía de París, señor. Soy el agente Sicot. Ha habido un tiroteo en al apartamento de Vera Monneray – dijo.


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