Capítulo 3

Osborn los observaba mientras hablaban en el pasillo.

Suponía que hablaban de él, pero no estaba seguro. De pronto el más pequeño dio media vuelta y se alejó, y el otro volvió a entrar por la puerta de vidrio, con un cigarrillo en una mano y una carpeta en la otra.

– ¿Quiere tomar una taza de café, doctor Osborn? -preguntó. El inspector Maitrot era joven, seguro de sí mismo, su tono de voz era suave y era respetuoso. También era rubio y alto, rasgos poco comunes en un francés.

– Lo que quiero saber es cuánto tiempo piensa retenerme. -Osborn había sido detenido por la Police Urbaine por violar una ordenanza municipal que prohibía saltar las barreras de los metros. Cuando le preguntaron, Osborn había mentido, diciendo que el hombre lo había asaltado e intentaba robarle la billetera. Debido a una pura coincidencia, dijo, un rato después lo había visto en la cervecería. La policía lo relacionó entonces con el hombre que habían denunciado en la cervecería con llamada de alerta y lo habían llevado a la Prefectura Central para interrogarlo.

– Usted es médico -leyó Maitrot en una hoja grapada en el interior de la carpeta-. Es cirujano ortopédico, americano, y está de visita en París después de asistir a una convención médica en Ginebra. Vive en Los Ángeles.

– Sí -dijo Osborn, desganado. Ya le había contado la historia a un policía en la estación de metro, luego a otro poli uniformado en una celda de prevención en alguna parte del mismo edificio, y a un policía de civil que lo había escoltado a través de una serie de pruebas dactilares, fotos para el fichero y un interrogatorio preliminar. Ahora, en la pequeña célula de vidrio de la sala de interrogatorios, Maitrot volvía a preguntarlo todo desde el principio, detalle por detalle.

– No tiene mucha pinta de médico.

– Usted no tiene pinta de policía -respondió Osborn, displicente, intentando no crisparse.

Maitrot no reaccionó. Tal vez no lo entendió, porque no le era nada fácil comunicarse en inglés, pero tenía razón, Osborn no tenía pinta de médico. Metro ochenta y cinco, pelo oscuro y ojos castaños, ochenta kilos, una mirada infantil y la constitución de un atleta.

– ¿Cómo se llamaba la convención a la que asistió?

– No asistí a ella. Presentaba una ponencia. El Congreso Mundial de Cirugía. -Osborn habría querido decir: «¿Cuántas veces tengo que repetiros lo mismo? ¿Acaso no os comunicáis entre vosotros?» Debería haber tenido miedo, y tal vez lo tenía, pero aún estaba demasiado agitado para darse cuenta. Su víctima había escapado, pero lo más importante era que ¡finalmente lo había encontrado! Estaba aquí, en París. Y, con algo de suerte, seguiría aquí, en su casa o en cualquier bar, curándose las heridas y preguntándose qué le había sucedido.

– ¿Y de qué trataba su ponencia? ¿Cuál era el tema?

Osborn cerró los ojos y contó lentamente hasta cinco.

– Ya se lo he dicho.

– A mí no me ha dicho nada.

– Mi ponencia versaba sobre las lesiones de los ligamentos cruzados anteriores. Tiene que ver con la rodilla. -Osborn tenía la boca seca. Pidió un vaso de agua. Maitrot no lo entendió o decidió ignorarlo.

– ¿Qué edad tiene?

– Eso ya lo sabe.

Maitrot miró al techo.

– Treinta y ocho.

– ¿Casado?

– No.

– ¿Homosexual?

– Inspector, estoy divorciado. ¿Le parece eso suficiente?

– ¿Desde cuándo es cirujano?

Osborn no dijo nada. Maitrot repitió la pregunta, mientras el humo del cigarrillo se elevaba en espiral hacia un ventilador en el techo.

– Seis años.

– ¿Piensa usted que es relativamente bueno como cirujano?

– No entiendo por qué me hace estas preguntas. No tienen nada que ver con las razones por las que me han detenido. Llamen a mi despacho para verificar todo lo que he dicho. -Osborn estaba agotado y comenzaba a perder los estribos. Pero al mismo tiempo sabía que si quería salir de allí, tendría que cuidar sus palabras.

»Mire -dijo, con toda la calma y respeto que le era posible-, he cooperado con ustedes. He hecho todo lo que me han pedido. Huellas dactilares, fotos, he contestado a las preguntas. Ahora, por favor, quisiera que me dejasen en libertad o reclamaré al cónsul de Estados Unidos.

– Ha agredido usted a un ciudadano francés.

– ¿Cómo sabe usted que es un ciudadano francés? -inquirió Osborn, sin pensarlo.

Maitrot no hizo caso de su reacción.

– ¿Por qué lo ha hecho?

– ¿Por qué? -dijo Osborn, con mirada incrédula. No había día en que, en algún momento, no oyera, una vez más, el cuchillo de carnicero hundiéndose en el vientre de su padre. Que no oyera la horrible sorpresa de su respiración entrecortada. Que no viera el terror en sus ojos cuando levantaba la mirada para preguntar ¿qué ha pasado? y, sin embargo, sabiendo perfectamente lo que había ocurrido. Que no viera las rodillas flaquearle antes de que se desplomara lentamente en la acera. Que no escuchara el grito escalofriante de un extraño. Que no hubiera visto a su padre girarse e intentar levantarse, sabiendo que estaba muriendo, pidiéndole a su hijo, sin hablar, que le cogiera la mano y que no tuviera miedo, diciéndole, con su silencio, que siempre lo amaría.

– Sí -dijo Maitrot, y aplastó un cigarrillo en el cenicero de la mesa a la que estaban sentados-. ¿Por qué lo ha hecho?

Osborn se incorporó en su silla y contó la misma mentira.

– Llegué al aeropuerto Charles de Gaulle desde Londres. -Debía tener cuidado y no dar una versión diferente de lo que había dicho en los interrogatorios anteriores-. El tipo me asaltó en un lavabo e intentó llevarse mi cartera.

– Usted tiene un aspecto muy sano. ¿Era un hombre grande?

– No especialmente. Sólo quería mi cartera.

– ¿Y la consiguió?

– No. Se escapó.

– ¿No lo denunció a las autoridades del aeropuerto?

– No.

– ¿Por qué?

– No me robó nada, y yo no hablo muy bien francés, como se habrá dado cuenta.

Maitrot encendió otro cigarrillo y lanzó la cerilla consumida al cenicero.

– Y luego, por mera casualidad, se lo encontró en la misma cervecería donde se había detenido a tomar una copa.

– Sí.

– ¿Qué pretendía hacer? ¿Cogerlo hasta que llegara la policía?

– Para ser franco, inspector, no tengo idea de qué diablos pensaba hacer. Me volví loco. Perdí la cabeza.

Osborn se levantó y miró hacia otro lado mientras Maitrot anotaba algo en la carpeta. ¿Qué iba a decirle? ¿Que el hombre contra el que se había lanzado había apuñalado mortalmente a su padre en Boston, Massachusetts, en Estados Unidos de América, el 12 de abril de 1966? ¿Que él lo había visto cometer el crimen y que no había vuelto a verlo hasta hacía unas cuantas horas? ¿Que la policía de Boston había oído con gran interés el cuento de terror del chico y que luego se había pasado años intentando dar con el asesino hasta que finalmente reconocieron que no podían hacer nada más? Sí, los procedimientos habían sido correctos. La escena del crimen y el análisis técnico, la autopsia, las entrevistas. Aquel chico, sin embargo, no había visto nunca a aquel hombre en su vida, y la madre no lograba identificarlo a partir de la descripción de su hijo. Dado que el arma del crimen no tenía huellas dactilares, y que el arma misma no era más que un vulgar cuchillo de supermercado, la policía tuvo que fiarse de lo único que tenían, a saber, las declaraciones de otros dos testigos presenciales: Katherine Barnes, una vendedora de edad mediana que trabajaba en Jordan Marsh, y Leroy Green, un guardia de la Biblioteca Pública de Boston. Ambos testigos se encontraban en la acera en el momento del ataque y los dos habían contado versiones que presentaban ligeras variaciones con respecto a la del chico. Sin embargo, al final la policía tenía exactamente los mismos elementos que al principio. Nada. Finalmente, Kevin O'Neil, el joven y diligente inspector de Homicidios que había entablado amistad con Paul, fue asesinado por un sospechoso contra el que había declarado en un juicio, y el caso George Osborn dejó de ser una investigación asumida personalmente por un inspector y se convertía en un caso más sin resolver, enterrado en los archivos con otros cientos de casos similares. Ahora, tres décadas más tarde, Katherine Barnes, senil y retirada en un hogar de ancianos en Maine, tenía cerca de ochenta años, y Leroy Green había muerto. A todos los efectos, Paul Osborn era el último testigo vivo. Y ningún fiscal, treinta años después de los hechos, iba a esperar que un jurado condenara a un hombre basándose en la declaración del hijo de la víctima, que en aquel entonces sólo tenía diez años y que sólo había visto al sospechoso en el lapso de dos o tres segundos. La verdad lisa y llana era que el asesino había escapado. Esa noche, en una comisaría de París, aquella verdad seguía vigente, porque aunque Osborn llegara a convencer a la policía para que le siguiera la pista y lo detuviera, jamás sería llevado a juicio. Ni en Francia, ni en Estados Unidos, ni ahora ni en un millón de años. ¿Para qué decírselo a la policía? No serviría de nada y sólo complicaría las cosas si después, gracias a un golpe de fortuna, Osborn volvía a encontrarlo.

– Hoy estaba en Londres. Esta mañana.

De pronto, Osborn se percató de que Maitrot seguía hablándole.

– Sí.

– Dijo que había llegado usted a París procedente de Ginebra.

– Vía Londres.

– ¿Para qué había ido a Londres?

– Turismo. Pero caí enfermo. Un bicho de ésos que duran veinticuatro horas.

– ¿Dónde se hospedó?

Osborn se reclinó en el asiento. ¿Qué esperaban de él? Que lo encerraran o que lo soltaran. ¿Qué les importaba a ellos lo que había hecho en Londres?

– Le he preguntado dónde se hospedaba en Londres. -Maitrot lo miraba fijo.

Osborn había estado en Londres con una mujer, también médica, residente de un hospital en París y, según descubriría más tarde, amante de un importante político francés. En aquella ocasión, ella le había dicho que debían ser discretos y le rogó que no preguntara por qué. El accedió, buscó y eligió un hotel celoso con la intimidad de sus clientes. Se registró a su nombre.

– El Connaught -dijo Osborn, esperando que el hotel hiciera honor a su reputación.

– ¿Estaba solo?

– Bueno, basta -dijo Osborn. Se separó con un gesto brusco de la mesa y se levantó-. Quiero ver al cónsul de Estados Unidos. -Al otro lado de la ventana, vio que un agente uniformado, metralleta al hombro, se volvía y lo miraba fijo a los ojos.

– ¿Por qué no se relaja, doctor Osborn?… Por favor. Póngase cómodo -dijo Maitrot, tranquilo, y luego se inclinó para anotar algo en la carpeta.

Osborn se echó hacia atrás y miró deliberadamente a un lado, esperando que Maitrot no insistiera en lo de Londres y siguiera con otro tema. Un reloj de pared marcaba casi las once. En Los Ángeles serían las tres de la tarde. O tal vez las dos. En aquella época del año, los-husos horarios parecía que cambiaban constantemente, dependiendo de dónde se encontrara uno. ¿A quién diablos conocía allí que pudiese llamar en una situación como ésta? Jamás en su vida lo habían detenido. Y luego pensó que sí, que una vez lo habían detenido. A los quince años, en el instituto, lo habían detenido el día de Navidad por lanzar bolas de nieve por la ventana de un aula. Cuando le preguntaron por qué lo había hecho, había dicho la verdad. Porque no tenía otra cosa que hacer.

¿Por qué? Era la pregunta de siempre. La gente del instituto. La policía. Incluso sus pacientes. Preguntaban por qué les dolía algo. Por qué era necesario operarse, o por qué no. Por qué seguían sufriendo dolor cuando ellos pensaban que no debería ser así. Por qué no necesitaban medicación cuando ellos pensaban que sí. Por qué podían hacer esto y no lo otro. Luego esperaban que él les explicara. «¿Por qué?» era una pregunta que él estaba destinado a responder, no a preguntar. Eso sí, recordaba haber preguntado un «¿porqué?». Dos veces, en realidad. A su primera mujer, y luego a su segunda mujer, cuando le habían comunicado que lo dejaban. Pero ahora, en esa jaula de vidrio que era la sala de interrogatorios, en el centro de París, con un inspector francés que tomaba apuntes y fumaba un pitillo tras otro, de pronto supo que «por qué» era la palabra más importante del mundo para él. Y ahora quería preguntarla él, sólo una vez. Al hombre que había perseguido hasta el metro.

«¿Por qué asesinaste a mi padre, cabrón?»

De pronto le vino la idea de que si la policía había interrogado a los camareros de la cervecería, tal vez sabrían cómo se llamaba el tipo. Sobre todo si era cliente habitual o si había pagado con talón o tarjeta de crédito. Osborn esperó que Maitrot terminara de escribir.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo, con el tono más correcto posible.

Maitrot asintió con la cabeza.

– Este ciudadano francés al que se me acusa de haber agredido, ¿saben cómo se llama?

– No -dijo Maitrot.

En ese momento se abrió la puerta de vidrio y entró el segundo inspector, que fue a sentarse frente a Osborn. Se llamaba Barras, y le lanzó una mirada a Maitrot, que le respondió negando vagamente con un gesto de cabeza. Barras era un hombre pequeño, de pelo oscuro y ojos negros e inexpresivos. Un vello negro le cubría el dorso de las manos y llevaba las uñas cortadas a la perfección.

– En Francia no nos gusta acoger a los que buscan líos. Y eso incluye a los médicos. La deportación es un asunto bastante sencillo -dijo Barras, con voz monótona.

¡Deportación! «No, por favor -pensó Osborn-. Por favor, ahora no. Ni después de tantos años, después de haberlo visto por primera vez. ¡Después de saber que está vivo y conocer su paradero!»

– Lo siento -dijo, disimulando su pánico-. Realmente lo siento… Perdí la cabeza, eso fue lo que pasó. Por favor, créanme, porque es verdad.

Barras se lo quedó mirando.

– ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse en Francia? -preguntó Barras.

– Cinco días -dijo Osborn-. Quiero ver París.

Barras tuvo un gesto de vacilación, luego se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó el pasaporte de Osborn.

– Su pasaporte, doctor. Cuando vaya a salir del país, avíseme y se lo devolveré.

Osborn miró a Barras y luego a Maitrot. Conque así pensaban solucionarlo. Ni deportación, ni detención. Lo seguirían de todos modos, y se asegurarían de que él mismo lo supiera.

– Es tarde -dijo Maitrot, levantándose-. Hasta luego, doctor Osborn.

Eran las once y veinticinco cuando Osborn salía de la comisaría. Había dejado de llover y una luna resplandeciente brillaba sobre la ciudad. Pensó en coger un taxi pero luego decidió regresar caminando al hotel. Caminar y pensar qué iba a hacer ahora con aquel hombre que había dejado de ser un recuerdo de la infancia para convertirse en un ser de carne y hueso, vivo en algún rincón de París. Con paciencia, lo encontraría. Y lo interrogaría. Y luego lo liquidaría.


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