La escena de tres hombres conversando en una habitación de hotel podía ser un tema interesante o aburrido, sobre todo si se miraba desde una habitación a oscuras situada un piso más arriba y enfrente y se les fotografiaba con una cámara con motor y teleobjetivo para obtener primeros planos.
La cámara fue rápidamente sustituida por los prismáticos cuando apareció un cuarto hombre proveniente de otra habitación. Se estaba poniendo la chaqueta. Uno de los otros tres se levantó y fue hacia él. Hablaron brevemente. Uno de los otros dos cogió el teléfono. Al cabo de un rato colgó y el cuarto hombre se dirigió a la puerta. Se volvió para intercambiar unas palabras con el que se le había acercado. Éste vaciló, luego se volvió y desapareció de la escena. Al volver, le entregó algo al cuarto hombre, que abrió la puerta y salió.
La rubia atractiva dejó los prismáticos a un lado.
A sólo unos metros, dentro del elegante baño de suelo de mármol, el cadáver del diseñador de programas comenzaba a adquirir el rigor mortis. La rubia cogió un aparato de radio.
– Natalia -dijo.
– Lugo -contestaron.
– Osborn acaba de salir.
Osborn estaba seguro de que si McVey hubiera sabido lo que tramaba, no le habría entregado la pistola automática ni lo habría dejado salir de la habitación diciendo que no tenía nada que hacer en aquellos asuntos policíacos, que se sentía un poco mareado y claustrofóbico y que quería salir a pasear para tomar aire fresco.
Faltaban cinco minutos para las diez y McVey, cansado y absorto en otras cosas, lo había pensado y luego accedió. Le pidió a Remmer que uno de sus hombres de la BKA acompañara a Osborn y le advirtió a éste que no saliera del centro comercial y que volviera a las once.
Osborn no protestó. Sólo asintió con un gesto y se dirigió a la puerta. Fue en ese momento cuando se volvió y le pidió la pistola a McVey. Era un riesgo calculado por parte de Osborn, pero sabía que McVey tendría que evaluar seriamente lo que había sucedido y darse cuenta de que, con o sin la protección de la policía, Osborn sólo pedía el arma para sentirse más seguro. De todos modos había sido un momento largo y tenso antes de que McVey accediera y le entregara la CZ automática de Oven.
No había caminado siquiera diez pasos en dirección al ascensor cuando se encontró con el agente de la BKA, Johannes Schneider. Schneider tendría unos treinta y pico años, era alto y tenía el hueso del tabique aplanado, señal de que se lo habían roto en más de una ocasión.
– ¿Quiere tomar un poco de aire? -preguntó en inglés, despreocupado-. Pues yo lo acompañaré.
Al llegar, Osborn había visto un folleto donde se describía el Europa Center como un centro comercial de más de cien tiendas, restaurantes, cabarés y un casino. El folleto incluía planos de los lugares más concurridos y entradas y salidas del edificio.
– ¿Ha estado alguna vez en Las Vegas, inspector? -preguntó Osborn, sonriendo.
– No, nunca.
– A mí me gusta jugar de vez en cuando -dijo Osborn-. ¿Qué tal es el casino de aquí?
– ¿El Spielbank Casino? Es excelente y caro -sonrió Schneider.
– Pues vamos, entonces. -Osborn le devolvió la sonrisa.
Bajaron en el ascensor y se detuvieron en la mesa de recepción para que Osborn cambiara los últimos francos en marcos alemanes y luego Schneider lo condujo hasta el casino.
Quince minutos más tarde, Osborn le pidió al policía que ocupara su sitio en la mesa de bacará mientras él iba al baño y volvía. Schneider vio que Osborn le pedía instrucciones a un guardia de seguridad y desaparecía. Osborn cruzó la sala del casino y dobló en una esquina, se aseguró de que Schneider no lo seguía y salió. Se detuvo en una tienda de periódicos a la entrada, compró un plano turístico de la ciudad, se lo metió en el bolsillo y salió a la calle, doblando a la izquierda en Nürnbergerstrasse.
Al otro lado de la calle, Viktor Shevchenko lo vio salir. Vestido con vaqueros y un jersey negro esperaba en la acera, justo en el límite de la intensa luz proyectada por un restaurante griego, escuchando un casete de heavy metal en un walkman Sony. Levantó la mano como si fuera a cubrirse para toser y habló por un micrófono.
– Viktor.
– Lugo. -La voz de Von Holden se oyó en un chisporroteo a través del casco de Viktor.
– Osborn acaba de salir solo. Está cruzando Budapesterstrasse y se dirige al Tiergarten.
Abriéndose paso entre los coches, Osborn cruzó Budapesterstrasse a la acera de enfrente y miró hacia el Europa Center. Si Schneider lo seguía, no podía verlo. Se apartó de las luces de la calle y empezó a caminar en dirección al zoo de Berlín. Luego, al darse cuenta de que caminaba en dirección equivocada, volvió sobre sus pasos. El suelo estaba cubierto de hojas que la llovizna había convertido en una capa resbaladiza y con el aire helado veía el vaho de su aliento. Miró hacia atrás y vio a un hombre de impermeable y sombrero paseando a un perro que insistía en oler todos los árboles y postes de luz. No había señas de Schneider. Caminó más de prisa, recorrió unos doscientos metros y se detuvo bajo el rótulo luminoso de un «parking» para abrir el plano turístico.
Tardó varios minutos en encontrar lo que buscaba. Friedrichstrasse se encontraba en el lado opuesto de la puerta de Brandenburgo. Calculó que tardaría unos diez minutos en taxi o una media hora cruzando el Tiergarten. Si cogía un taxi podrían seguirle la pista. Era preferible caminar. Además le daría tiempo para pensar.
– ¿Viktor?
– Lugo -volvió a oírse la respuesta de Von Holden en medio de las interferencias.
– Ya lo tengo. Se dirige hacia el este. Ha entrado en el Tiergarten.
Von Holden aún estaba en su despacho de la calle SophieCharlottenstrasse. Se había puesto de pie mientras hablaba por radio. No podía creer su golpe de suerte.
– ¿Todavía está solo?
– -Sí. -La voz de Viktor era nítida a través del pequeño altavoz de la radio.
– El muy tonto.
– ¿Instrucciones?
– Síguelo. Llego en cinco minutos.