Capítulo 82

Debido A la falta de visibilidad, Clarkson tuvo que alterar su plan de vuelo y aterrizó en Ramsgate, cerca del Canal de la Mancha, unos ciento cincuenta kilómetros al sudeste de su destino original. Esa simple maniobra del azar fue la que despistó a Von Holden.

Una hora después de que el Cessna ST95 hubiera salido de Meaux, un empleado del aeropuerto encontró la chaqueta que McVey había abandonado en el fondo de un cubo de basura en el water de hombres. Al cabo de unos minutos se dio la alerta a la sección de París y veinte minutos más tarde se presentaba Von Holden en la sección de Objetos Perdidos a reclamar la chaqueta de su tío.

McVey había arrancado la etiqueta antes de tirarla. Pero no había caído en la cuenta de que el roce constante de la empuñadura de su 38 había desgastado la tela lo suficiente para que no pasara inadvertido. Von Holden sabía por experiencia que lo único que podía desgastar la tela de una chaqueta de esa manera era la empuñadura de un arma.

Von Holden volvió a su hotel en Meaux mientras la sección de París elaboraba una lista de los vuelos que habían despegado desde el amanecer hasta el momento en que se encontró la chaqueta. Hacia las nueve y media, Von Holden ya había identificado el vuelo de un Cessna de seis plazas registrado como ST95 proveniente de Bishop's Stortford, Inglaterra, que había aterrizado a las ocho y un minuto de la mañana. El avión había regresado a su lugar de origen veintiséis minutos más tarde, a las ocho y veintisiete. No era una prueba irrefutable, pero suficiente para alertar a la sección de Londres. Hacia las tres, los operativos encontraron el Cessna ST95 en la pista de Ramsgate y la oficina principal de la sección en Londres identificó al propietario, una pequeña empresa agrícola con sede en la ciudad de Bath, en el oeste de Inglaterra. A partir de allí, la pista se enfriaba. El piloto había dejado el Cessna en Ramsgate prometiendo que volvería cuando despejara el tiempo. Después se había marchado con un segundo hombre. Ninguno de los dos respondía a la descripción de Osborn o McVey. Esa información fue enviada de inmediato a la sección de París con el fin de que se retransmitiera a «Lugo», que había regresado a Berlín. Hacia las seis y cuarto de aquella tarde, la sección de Londres ya tenía copias de las fotos de Osborn y McVey publicadas en los periódicos franceses y se había lanzado una alerta roja para dar con su paradero.

A las ocho y treinta y cinco, Me Vey estaba sentado solo en el borde de la cama en su habitación del hotel en Knightsbridge, restaurado al estilo del XVIII. Se había sacado los zapatos y tenía un vaso de whisky Famous Grouse aún intacto sobre la mesa del teléfono a su lado. La Sección Especial lo había registrado bajo el nombre de Howard Nichols de San José, California. En cuanto a Osborn, se había registrado no lejos de allí en el Forum Hotel de Kensington bajo el nombre de Richard Green, oriundo de Chicago. Noble había regresado a su casa en Chelsea.

McVey sostenía en la mano un fax de Bill Woodward, jefe de inspectores de la Policía de Los Ángeles, informándole sobre el asesinato de Benny Grossman. Las primeras investigaciones apuntaban la posibilidad de que el crimen fuese obra de dos hombres vestidos de rabinos hasidim. McVey intentó hacer lo que Benny habría hecho, es decir, dejar de lado los sentimientos y pensar en términos lógicos. A Benny lo habían matado en su casa aproximadamente seis horas después de llamar a Ian Noble con la información que le había solicitado. Lo otro no importaba, Benny Grossman pasándose la noche en vela recopilando el material porque McVey le decía que era urgente. Tampoco importaba que Benny hubiera llamado a Noble para darle la información después de ver por satélite la cobertura del accidente del tren París-Meaux y que hubiera tenido el presentimiento de que McVey iba en ese tren. Benny sabía que Noble necesitaba la información que él tenía en cuanto le fuera posible comunicársela.

Pero el error era que Benny había llamado a Noble desde su casa para transmitirle su detallada lista. Eso no sólo significaba que la Organización también operaba en Estados Unidos y lo hacía con una tecnología de recuperación de la información muy sofisticada que le permitía entrar en los sistemas informáticos de archivos clasificados de la policía. Significaba, además, que sabían cuál era la información recopilada, por quién y dónde. Si eran capaces de lograr eso, podían acceder a los registros de la compañía telefónica y a esa hora ya conocerían el destino de la información transmitida por Benny y, con toda seguridad, el nombre del destinatario, porque Benny había llamado al número privado de Ian Noble. Si tenían capacidad operativa en Estados Unidos y en Francia, pensaba McVey, era casi seguro que tenían la misma capacidad aquí, en Inglaterra.

Bebió un trago largo de whisky. Se puso una camisa limpia y corbata y sacó delarmario el único traje que le quedaba. Al cabo de unos minutos, se enfundó la 38 en la cartuchera de la cintura, bebió otro trago de whisky y salió. No había necesidad de mirarse en el espejo. Ya sabía con qué se encontraría.

Salió por la lustrosa puerta de bronce del hotel y decidió caminar media manzana hasta Piccadilly. Al llegar, esperó que pasara un autobús rojo de dos pisos, cruzó la calle y bajó al metro en la estación dé Green Park.

Unos veinte minutos más tarde, McVey estaba sentado en la casa de Noble en Chelsea, una casa elegante y decorada con excelente gusto. Esperaba mientras Noble llamaba a Scotland Yard por línea directa y pedía un coche para su esposa. Quince minutos más tarde, marido y mujer se despidieron y ella se marchó a casa de su hermana en Cambridge.

– No es nuevo para ella -explicó Noble, después de la partida-. Ya sabe, el IRA. Hay asuntos desagradables en todas partes.

McVey asintió con la cabeza. Le preocupaba la situación de Osborn. Lo habían instalado en el Forum Hotel acompañado por inspectores de la policía de Londres y él le había ordenado que se quedara en la habitación hasta que tuviera noticias suyas. Lo había llamado una vez antes de salir del hotel de la calle de la Media Luna, pero no respondían. Ahora lo volvió a intentar sin mayor éxito.

– ¿No hay nada aún? -preguntó Noble.

McVey negó con la cabeza y colgó. Sonó el teléfono directo de Noble desde el cuartel general de Scotland Yard y Noble respondió.

– Sí, sí, está aquí -dijo, y miró a McVey-. Una tal Dale Washburn de Palm Springs ha intentado ponerse en contacto con usted.

– ¿Es ella quien llama?

Noble preguntó y le dieron un número donde encontrar a Washburn. Lo anotó, colgó y le entregó el papel a McVey.

El inspector fue al pasillo y llamó a Palm Springs desde el teléfono privado de Noble.

– Intente dar con Osborn una vez más, ¿eh? -pidió a Noble. Pasaban unos minutos de las once de la noche, hora de Londres. Serían las dos y pico en Palm Springs,

– Aquí Dale -dijo una voz suave.

– Hola, ángel mío. Soy McVey. ¿Qué tienes para mí?

– ¿Ahora mismo?

– Sí, ahora.

– ¿Quieres que te lo diga, sin más? Hay un par de personas aquí conmigo.

– Entonces deben de ser amigos tuyos. Dime lo que tienes.

– Tengo dos pares, cariño. Ases con ochos y ya ves, ni me inmuto. ¿Ves lo que has hecho con mi juego ahora que lo he dicho?

– Póquer…

– Ahora me entiendes, cariño. Estoy jugando al póquer. O al menos estaba jugando hasta que llamaste. Voy a la otra habitación -avisó, y McVey oyó que le decía algo a otra persona. Al cabo de un rato, cogió la extensión y colgaron el otro teléfono.

Dale Washburn era un personaje de Raymond Chandler. Tenía treinta y cinco años, era una auténtica rubia platino con un cuerpo descollante y un cerebro a juego. Había trabajado como agente infiltrada para el Cuerpo de Policía de Los Ángeles durante cinco años antes de que se descubriera su infiltración en una redada antinarcóticos en el elegante barrio de Brentwood. Con una bala irrecuperablemente alojada en la columna lumbar, Dale obtuvo una jubilación por invalidez y se marchó a Palm Springs. Allí jugaba a las cartas con un grupo de divorciados ricos, hombres y mujeres, y trabajaba discretamente como investigadora muy privada. McVey la había llamado al llegar al hotel de la calle de la Media Luna. Quería saber todo lo que pudiera descubrir sobre el señor Harald Erwin Scholl al cabo de dos horas.

– No hay nada.

– Venga, ¿cómo que nada? -McVey sentía el tono de irritación de su propia voz. No se tomaba lo del asesinato de Benny Grossman con la calma que habría deseado.

– Nada, cariño, lo siento. Erwin Scholl es quien se supone que tiene que ser. Un editor la mar de rico, coleccionista de arte y colega de los grandes, como presidentes y primeros ministros. Y te lo digo en letras mayúsculas, cariño. Si hay algo más, está enterrado muy profundo en la arena, allí donde sólo juegan los chicos grandes de verdad. Los pequeñajos como tú y yo no vamos a encontrarlo.

– ¿Y sus antecedentes? -inquirió McVey.

– Pobre emigrante llega de Alemania poco antes de la Segunda Guerra, trabaja como un condenado, y el resto lo que ya te he dicho.

– ¿Casado?

– Ni una sola vez, cariño. Al menos no en lo que podía encontrar en un par de horas. Y si estás pensando que es gay, cariño, las reinas con las que juega este tío tienen esmeraldas, sables y ejércitos. Son damas coronadas y antes gobernaban imperios y es probable que todavía se codeen con los reyes.

– Ángel, no me dices mucho.

– Una cosa sí te puedo decir y puedes hacer con ella lo que gustes. Tu hombre estará en Berlín hasta el domingo. Hay una magna celebración en un lugar que se llama… espera… sí, aquí lo tengo, debe de ser un palacio llamado Charlottenburg.

– ¿El palacio de Charlottenburg? -McVey le lanzó una mirada a Noble.

– Es un museo de Berlín.

– Vuelve a tu póquer, ángel. Te llevaré a cenar cuando vuelva.

– McVey, contigo, cuando quieras.

McVey colgó. Noble lo miraba fijamente.

– ¿Ángel? -preguntó.

– Sí, ángel -repitió McVey, con voz inexpresiva-. ¿Qué pasa con Osborn?

La sonrisa de Noble se desvaneció.

– Nada.


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