Capítulo 87

A las siete menos cuarto de la mañana, Erwin Scholl estaba de pie junto a la ventana de la oficina de su suite en el último piso del Grand Hotel Berlín, mirando el sol que se levantaba sobre la ciudad. Cogía en brazos un gato de angora de abundante pelaje que acariciaba abstraído.

A su espalda, Von Holden hablaba por teléfono con Salettl en Anlegeplatz. A través de la puerta cerrada que daba al despacho del exterior, oía a sus secretarias ocupadas en atender las llamadas internacionales, ninguna de las cuales contestaba personalmente.

Fuera en el balcón, Viktor Shevchenko fumaba un cigarrillo y miraba hacia el sector del antiguo Berlín este esperando instrucciones. Shevchenko tenía treinta y dos años y su constitución fibrosa le daba aspecto de matón de barrio. Al igual que Bernhard Oven, Von Holden lo había reclutado en el ejército soviético para la Stasi. Después de la reunificación se había trasladado a la Organización como jefe de la sección de Berlín.

Nein! -exclamó Von Holden tajante, y Scholl se volvió-. No, ¡no será necesario! -dijo en alemán, negando con la cabeza.

Scholl se volvió hacia la ventana sin dejar de acariciar al gato. Le bastaba con lo que había entendido en las primeras palabras de la conversación de Von Holden. Elton Lybarger descansaba tranquilamente y, tal como estaba previsto, llegaría a Berlín mañana.

En treinta y seis horas, cien ciudadanos de prestigio en Alemania viajarían desde todos los puntos del país para reunirse en el Palacio de Charlottenburg y presenciar la aparición de Lybarger. Minutos después de las nueve de la noche se abrirían las puertas del comedor privado, los congregados callarían y él haría una entrada solemne. Vestido formalmente, sin bastón, recorrería solo el pasillo engalanado del centro, cabalmente distante de quienes lo observaban. Al llegar al final de la sala, subiría los seis peldaños hasta el podio y, una vez arriba, en medio de una ovación atronadora se volvería para saludarlos. Finalmente alzaría un brazo pidiendo silencio y pronunciaría el discurso más decisivo y brillante de toda su vida.

Cuando oyó que Von Holden colgaba el teléfono, se desvaneció su ensueño. Dejó al gato en la silla roja bien mullida y se sentó ante su mesa de trabajo.

– El señor Lybarger encontró el vídeo por casualidad y se lo enseñó a Joanna -dijo Von Holden-. Esta mañana apenas se acuerda de ello. Pero ella está causando problemas. Salettl se encargará.

– Quería que fueras tú a calmar todo el asunto. ¿No era eso lo que quería?

– Sí, pero no hace falta.

– Pascal, el doctor Salettl tiene razón. Si la chica sigue molesta, se notará en la conducta de Lybarger, lo cual es totalmente inaceptable. Salettl puede tranquilizarla pero no como podrías hacerlo tú. Es la diferencia que existe entre la razón y los sentimientos. Piensa que resulta mucho más difícil cambiar una emoción que una idea. Aunque Salettl la convenza, puede cambiar de opinión y eso causaría perturbaciones que no podemos tolerar. Pero si alguien la suaviza y la acaricia, terminará ronroneando como la gatita que duerme ahora plácidamente sobre la silla.

– Puede que así sea, señor Scholl, pero en este momento yo debo estar en Berlín -dijo Von Holden, y lo miró fijamente-. A usted le preocupaba que nuestro sistema no fuera tan eficaz como pensábamos. Pues bien, resulta que lo es y no lo es. La sección de Londres ha encontrado al policía francés herido, Lebrun, en el Westminster Hospital de Londres. Tiene protección de la policía veinticuatro horas al día. La sección de Londres y la de París rastrearon una llamada de Osborn, el americano, desde Londres a una granja en las afueras de Nancy. Vera Monneray está en esa granja bajo la custodia de agentes del servicio secreto francés.

Scholl conservaba su postura hierática y escuchaba con las manos tensas apoyadas sobre la mesa de trabajo.

– Osborn y McVey se han reunido con el comandante de una unidad especial de la policía de Londres -continuó Von Holden-. Se llama Noble. Llegaron al aeropuerto de Havelberg al amanecer. Allí los recogió y trasladó un inspector de la Bundeskriminalamt, un tal Remmer. Los escoltan dos coches camuflados de la policía. Suponemos que vienen hacia Berlín.

Von Holden se levantó, cruzó hacia un aparador y se sirvió un vaso de agua mineral.

– No es una noticia agradable, pero es oportuna y un hecho. El problema es que hayan logrado llegar tan lejos. Ahí es donde ha fallado nuestro sistema. Bernhard Oven tenía que haberlos matado a los dos en París. Pero, al contrario, el policía americano lo mató a él. Tenían que haber muerto en la explosión del tren o haber sido liquidados por los agentes de la sección de París que estaban conmigo en Meaux. Esperaban ver la lista de supervivientes para actuar. Pero no fue así. Y ahora vienen a Berlín, un día y medio antes de la presentación del señor Lybarger.

Von Holden vació su copa y la dejó sobre el aparador.

– Es un problema que no puedo resolver si me voy a Zúrich.

Scholl se reclinó hacia atrás y observó a Von Holden. El gato abandonó la silla donde había estado durmiendo y se plantó en las rodillas de Scholl con un suave brinco.

– Si te vas ahora, Pascal, puedes volver esta misma noche.

Von Holden lo miró como si hubiera perdido la razón.

– Señor Scholl, estos hombres son peligrosos. ¿Es que no se ha dado cuenta?

– ¿Sabes por qué vienen a Berlín, Pascal? Te lo resumiré en dos palabras. Albert Merriman. Él les habló de mí -dijo Scholl con una sonrisa afectada como si su confesión le halagara-. La primera vez que fui a Palm Springs en el verano del cuarenta y seis conocí a un viejo de noventa años. De joven, allá por mil ochocientos setenta, había sido cazador de indios. Una de las cosas que me contó fue que los cazadores de indios siempre mataban a los niños indios donde los encontraban. Porque, según él, sabían que si no los mataban, un día esos niños crecerían y serían hombres.

– Señor Scholl, ¿a qué se refiere usted?

– Me refiero, Pascal, a que tendría que haber recordado esa historia cuando contraté a Albert Merriman -dijo Scholl, y sus largos dedos al acariciar el lomo sedoso del gato parecían delicadas hojas de navaja-. Hace poco estuve revisando mis archivos personales. Uno de los hombres que Merriman mató bajo mis órdenes diseñaba instrumentos médicos. Se llamaba Osborn. Creo que el hombre que acompaña a los policías que vienen a Berlín es hijo suyo.

El gato se acurrucó en el brazo de Scholl, que se levantó y caminó hasta la puerta que daba al balcón. Al empuñar el pomo, Shevchenko abrió desde el exterior.

– Déjanos -dijo Scholl. Pasó junto a él y salió a la luz del sol.

Para el mundo exterior, Erwin Scholl era un hombre elegante, un self-made man que gozaba de un gran carisma. Aunque su propia persona era un ente del todo impenetrable, Scholl poseía una capacidad casi mística para adivinar las motivaciones de los demás. Para presidentes y jefes de Estado, aquello era un don de incalculable valor porque les procuraba una visión crítica de las ambiciones más ocultas de sus adversarios. Pero si decidía no complacer a alguien, era frío y arrogante y acababa por manipular a sus rivales a través de la intimidación y el miedo. Y el puñado de personas que le eran más cercanas -entre ellos el propio Von Holden- estaban todos sometidos a la faceta más oscura de su naturaleza.

Scholl miró por encima del hombro y vio que Von Holden había salido al balcón y que ahora se encontraba detrás de él. Por un instante dejó vagar la mirada hasta la Friedrichstrasse, ocho plantas más abajo. Se preguntó por qué le gustaban los jóvenes y a la vez desconfiaba de ellos. Quizá se debía a que jamás podía mostrarse a ellos sexualmente. Le faltaban menos años de los que quería contar para cumplir los ochenta y su deseo sexual era tan potente como siempre. Y, sin embargo, jamás en su vida había tenido relaciones sexuales en completa desnudez con alguien, hombre o mujer. Su compañero o compañera se desvestían, claro está, pero era impensable que él hiciera lo mismo porque aquello entrañaba un grado de confianza y vulnerabilidad que Scholl era incapaz de mostrar. Era verdad que desde pequeño jamás había estado completamente desnudo con una persona. El único niño que lo había visto desnudo había caído bajo los golpes de martillo de Scholl, que después ocultó el cadáver en una cueva. Por aquel entonces, Scholl tenía seis años.

– No vienen a Berlín a buscar al señor Lybarger o porque tengan alguna idea de lo que sucede en Charlottenburg. Vienen a por mí. Si la policía tuviera alguna prueba de mi implicación en lo de Merriman, ya habrían actuado. Lo único que tienen, en el mejor de los casos, es algo que le ha contado a Osborn un hombre que ha muerto. Se pondrán a investigar, que para eso son policías. Sus movimientos son estratégicos y calculados pero predecibles, fácilmente neutralizabas por los abogados y, de un modo u otro, eliminables… Sé que Osborn es diferente -continuó-. Viene por el asunto de su padre. No tiene ningún compromiso con la policía y me atrevería a decir que los está utilizando sólo para llegar hasta mí. Cuando haya llegado, estará dispuesto a correr ciertos riesgos. Y eso es algo apasionado y temerario que, me temo, podría desbaratar las cosas.

Scholl se volvió hacia Von Holden. Bajo la clara luminosidad de la mañana, éste observó los duros surcos que le había dejado el tiempo en el rostro.

– Vienen estrechamente protegidos. Encuéntralos, vigílalos. En algún momento intentarán ponerse en contacto conmigo y querrán acordar una hora y un lugar para hablar. Ésa será nuestra oportunidad para aislarlos. Y entonces tú y Viktor haréis lo más apropiado. Entretanto, ve a Zúrich.

Von Holden desvió la mirada y luego se volvió hacia Scholl.

– Señor, creo que está menospreciando a esos hombres.

Hasta ese momento, Scholl se había mantenido frío y dueño de la situación.

Acariciando suavemente al gato en sus brazos, había pensado en un plan de acción. Pero de pronto enrojeció.

– ¿Crees que me gusta la idea de que esos hombres como los llamas tú todavía estén vivos o que la terapeuta de Lybarger nos esté causando problemas? Todo esto, Pascal, ¡es responsabilidad tuya!

El gato, alarmado, se incorporó en los brazos de Scholl, pero éste lo sostuvo firme acariciándole casi mecánicamente el lomo.

– Después de todos estos errores, te atreves a contestarme. ¿Has descubierto por qué razón vienen a Berlín? ¿Te has enterado de lo que buscaban o has pensado algún plan para hacerles frente?

Scholl tenía la mirada fija en Von Holden. Aquel hijo tan estimado que no cometía errores, de pronto había cometido uno. Para Scholl era algo más que una decepción, era una traición a su confianza y Von Holden lo sabía. Scholl había tenido que luchar contra Dortmund, Salettl y Uta Baur para que lo nombraran jefe de seguridad de toda la organización y lo aceptaran en el círculo del poder. La negociación había durado meses y Scholl finalmente lo había logrado, convenciéndolos de que ellos eran los últimos representantes vivos de la vieja guardia. Habían envejecido, dijo entonces, y sin embargo no habían previsto nada para el futuro. Los imperios más poderosos de la historia de la humanidad se habían hundido de la noche a la mañana por haber carecido de un plan para la sucesión de poderes. Con el tiempo, otros ocuparían sus puestos a la cabeza de la Organización. Tal vez serían los Peiper o Hans Dabritz, Henryk Steiner e incluso Gertrude Biermann. Pero aún no había llegado ese momento y, hasta entonces, había que proteger la Organización desde el interior. Scholl conocía a Von Holden desde niño. Tenía los antecedentes y la formación adecuada y ya había probado su habilidad y su lealtad en el pasado. Tenían que confiar en él y nombrarlo jefe de seguridad aunque no fuera más que por la futura salvaguarda de todo lo que habían construido.

– Siento haberlo decepcionado, señor -susurró Von Holden.

– Pascal. Sabes que para mí eres como un hijo -dijo Scholl más calmado. El gato se relajó en sus brazos y Scholl volvió a acariciarlo-. Pero hoy no te puedo hablar como si fueras un hijo. Eres el Leiter der Sicherheit y único responsable de la seguridad de toda la operación.

De pronto Scholl cerró la mano aprisionando al gato por el cuello. Con un tirón brusco apartó al animal del brazo que le había dado cobijo y lo sostuvo en el aire por encima del balcón y del tráfico, a casi treinta metros de altura. El animal chilló debatiéndose salvajemente. Maullando, se enroscó como una bola hincándole a Scholl las garras en la mano y en el brazo intentando desesperadamente volver a agarrarse.

– Jamás debes cuestionar mis órdenes, Pascal.

De pronto, el gato lanzó un zarpazo con la garra derecha. En el dorso de la mano de Scholl apareció un surco sangriento.

– ¡Jamás! ¿Está claro? -inquirió, sin hacer caso del gato. El felino no dejaba de arañar y Scholl tenía el brazo y la muñeca bañados en sangre. Pero mantuvo la mirada fija en Pascal Von Holden. No había dolor porque no existía nada más. Ni el gato ni el tráfico más abajo. Sólo Von Holden. Scholl exigía obediencia total. No sólo ahora sino toda la vida.

– Sí, señor, lo he entendido -contestó Von Holden, con la voz enronquecida.

Scholl lo miró durante unos segundos.

– Gracias, Pascal -dijo tranquilamente. En ese momento abrió la mano. El gato lanzó un chillido de pavor y, como una piedra, cayó perdiéndose en el vacío. Scholl retiró la mano que tendía por encima del balcón con la palma hacia arriba. La sangre formaba un pequeño círculo a la altura de la muñeca antes de desaparecer en un hilillo bajo la manga de su impecable camisa blanca.

– Pascal -advirtió-. Cuando llegue el momento, quiero que observes el debido respeto por el joven médico. Mátalo a él primero.

Von Holden observó la mano que tenía frente a él y luego miró a Scholl.

– Sí, señor -contestó quedamente.

Y luego, como siguiendo un oscuro y antiguo ritual, Scholl bajó la mano y Von Holden hincó una rodilla en el suelo y se la cogió.

Se la llevó a la boca y comenzó a lamer la sangre derramada. Comenzó por los dedos. Luego subió lentamente hacia la palma y siguió hasta llegar a la muñeca misma. Lo hizo deliberadamente y con los ojos abiertos sabiendo que Scholl lo observaba desde arriba, inmutable. Siguió lamiendo con la lengua y los labios recorriendo las heridas una y otra vez hasta que, finalmente, Scholl tuvo un hondo estremecimiento y se apartó.

Von Holden se incorporó lentamente y durante un momento se lo quedó mirando. Luego se volvió y volvió al interior abandonando a Scholl para que se recuperara del deseo recién saciado.


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