Londres, 7.45
Millie Whitehead, la enfermera de grandes pechos que atendía a Lebrun, es decir, su enfermera preferida, acababa de darle un baño de esponja y le estaba acomodando las almohadas bajo la cabeza cuando apareció Cadoux.
– Es mucho más fácil pasar los trámites de aeropuerto de esta manera -dijo con una sonrisa ancha refiriéndose al uniforme que vestía.
Lebrun levantó una mano para estrechar la de su viejo compañero. Permanecía conectado a los tubos de oxígeno, que le colgaban de la nariz dificultándole el habla.
– Desde luego, no venía a verte a ti, sino a una dama -bromeó Cadoux lanzándole una mirada a la enfermera Whitehead. La mujer se sonrojó, dejó escapar una risilla, le guiñó el ojo a Lebrun y salió del cuarto.
Cadoux acercó una silla y se sentó junto a Lebrun.
– ¿Cómo estás, amigo mío? ¿Qué tal te tratan?
En los siguientes diez minutos, Cadoux habló de los viejos tiempos. Recordó que habían crecido juntos, los mejores amigos del barrio, las chicas que habían conocido, las mujeres con las que se habían casado, los hijos que habían tenido con ellas. Se rió recordando vividamente el día de la escapada. Habían querido alistarse en la Legión Extranjera. Después de rechazarlos, los escoltaron a casa porque sólo tenían catorce años. Cadoux tenía una sonrisa franca y reía a menudo esforzándose por alegrar a su compañero herido.
Mientras duró la conversación, Lebrun no dejó de empuñar en su mano derecha el gatillo de acero inoxidable de una pistola de 25 milímetros oculta bajo la ropa de cama apuntando al pecho de Cadoux. La advertencia en clave que McVey le había enviado era absolutamente clara. Que se olvidara de que Cadoux fuera un viejo y querido amigo, tenían todos los indicios de que era uno de los principales conspiradores de la Organización. Era muy probable que fuera él quien controlara las operaciones encubiertas de Interpol en Lyón y que él mismo hubiera ordenado la ejecución de su hermano y el atentado en la estación de ferrocarril de Lyón.
Si McVey estaba en lo cierto, Cadoux había venido a visitarlo por una sola razón: terminar el trabajo por sus propios medios.
Pero mientras más hablaba, más amable se volvía, hasta que Lebrun empezó a pensar que tal vez McVey se equivocaba y que su información era incorrecta. Además, ¿cómo se habría atrevido Cadoux con dos policías armados vigilando en el pasillo durante todo el día y con la puerta abierta?
– Amigo mío -dijo Cadoux, y se puso de pie-. Quiero fumarme un cigarrillo y sé que aquí no puedo. -Cogió su gorra y se dirigió a la puerta-. Bajaré al salón y volveré dentro de un rato.
Cadoux salió y Lebrun se sintió aliviado. Seguro que McVey se había equivocado. Al cabo de un rato entró uno de los policías.
– ¿Todo bien, señor?
– Sí, gracias.
– Han venido a hacerle la cama -dijo el policía, y se apartó para dejar pasar a un hombre corpulento con el uniforme de asistente del hospital. Traía sábanas limpias.
– Buenos días -dijo el hombre con marcado acento londinense, y el policía volvió al pasillo. El asistente dejó las sábanas en una silla junto a la cama.
– Un poco de intimidad, ¿no le parece? -dijo el hombre, dio unos pasos y cerró la puerta.
La alarma de peligro de Lebrun se activó.
– ¿Por qué cierra la puerta? -preguntó en voz alta y en francés. El hombre se volvió y le sonrió. De pronto pegó un tirón a los tubos de la nariz. Una fracción de segundo más tarde, Lebrun tenía una almohada sobre la cabeza y todo el peso del hombre encima.
Se contorsionó desesperado y quiso echar mano de la pistola. Pero aplastado por el enorme peso del hombre y agobiado por su propia debilidad, llevaba todas las de perder. Finalmente logró empuñar la pistola e intentó levantarla para dispararle al hombre en el vientre. Pero de pronto el peso del hombre se desplazó y el cañón de la pistola quedó enredado en las sábanas. Lebrun gimió intentando febrilmente liberar la pistola. Los pulmones se agitaban en busca de aire pero ya no había nada. En ese momento preciso, Lebrun supo que iba a morir. Y de pronto, todo se volvió gris, y luego de un gris más oscuro que era casi negro, pero no del todo. Pensó que alguien le cogía la pistola de la mano pero no estaba seguro. Luego oyó un estallido amortiguado, sordo, y ante sus ojos apareció la luz más intensa que jamás había visto.
Lebrun no habría podido ver al asistente tirar de las sábanas, arrancarle la pistola automática y acercársela a la oreja bajo la almohada. Por lo mismo, no habría podido observar la explosión de su propio cerebro y trozos de su cráneo salpicando la pared junto a la cama y pegándose al yeso blanco como una jalea sanguinolenta.
Cinco segundos después se abrió la puerta. Sorprendido, el asistente se volvió apuntando. Cadoux acababa de entrar. Levantó la mano lentamente y cerró la puerta a su espalda. El asistente se tranquilizó, bajó el arma y señaló a Lebrun. En ese momento se dio cuenta de que Cadoux sacaba su pistola de la cartuchera.
– ¿Qué hace? -gritó, pero la voz fue ahogada por una explosión atronadora.
Los policías que entraron corriendo desde el pasillo oyeron dos disparos más y encontraron a Cadoux de pie junto al hombre muerto, con la pistola del 25 en la mano.
– Este hombre acaba de matar al inspector Lebrun -dijo.