Joanna miró afuera por la ventana de la habitación del hotel. Berlín estaba oscuro y envuelto en un manto de niebla cada vez más espeso. Se preguntaba si su avión podría despegar a la mañana siguiente. Entró al baño, se lavó los dientes y tomó un par de píldoras para dormir.
No lograba entender por qué el doctor Salettl había cambiado tan repentinamente sus planes ni por qué había sido tan rudo. Tampoco entendía por qué Von Holden no le había dicho que saldría con el señor Scholl inmediatamente después de la ceremonia y se sentía profundamente confundida. Incluso se preguntaba si era verdad.
¿Y quién se creía Salettl? ¿Qué poder tenía para controlar el ir y venir de alguien como Von Holden o como Scholl? Ni siquiera se explicaba por qué se había molestado en ofrecerle un regalo. Para Salettl, ella no significaba más que un mosquito atrapado en una red, que podría ser liberado o aplastado, lo mismo daba. Salettl era un individuo cruel y manipulador, y Joanna estaba segura de que era el responsable del desagradable incidente sexual con Elton Lybarger. Pero no importaba. El verdadero responsable era Von Holden, el que había hecho que todo pareciera un sueño.
Se acostó pensando en él. Vio su rostro y sintió su tacto, y supo que en lo que le quedaba de vida no volvería a amar a nadie más.
Von Holden había llegado al límite de su resistencia física. Nunca, a lo largo de sus entrenamientos con la Septsnaz, el KGB o la Stasi, había sufrido tal agotamiento mental y físico. En esas condiciones, podían examinar su hoja de evaluación en la Spetsnaz -«Siempre ejecuta las tareas bajo las presiones más intensas, con clara capacidad de juicio y precisión»-, y enviarla de vuelta para ser sometida a «evaluación».
Inmediatamente después de su encuentro con Salettl fuera del mausoleo, se había dirigido a los apartamentos reales de la galería dorada para esperar a Scholl como se le había ordenado.
Pero desde el momento en que había cerrado la puerta, sintió el peso de la Vorabnung, la premonición. No la experimentó como un ataque en toda regla, pero sentía correr los segundos como en una bomba de tiempo. Al cabo de cinco minutos salió. Salettl ya estaba viejo y Scholl también, y Dortmund y Uta Baur. El poder, la fortuna y el tiempo los habían vuelto despóticos. Aunque parecía que a Scholl le preocupara que McVey y Osborn destruyeran toda su obra, en realidad no lo creía posible. La noción del peligro verdadero se había desvanecido tiempo atrás y ahora consideraban absurda la idea de que pudiesen fallar por algún motivo. Ni siquiera los había inmutado la llegada de McVey y los inspectores de la BKA con una orden de arresto.
La ceremonia del mausoleo no se había anulado, sólo se había aplazado. Todo seguiría según lo planeado no bien intervinieran los abogados y la policía hubiese salido del recinto. La arrogancia más descarada se manifestaría porque en la ceremonia no sólo se desvelaría el secreto más absoluto de la Organización, sino porque se cometería un asesinato. El segundo paso de «Übermorgen» consistía en el ritual de la puesta a muerte de Lybarger, el preludio de lo que realmente anunciaba.
«Que jueguen a necios insolentes si no saben hacer otra cosa», se dijo, pero él, Von Holden, era diferente, era el Leiter der Sicherheit, el guardián último de la seguridad de la Organización. Había jurado protegerla de sus enemigos internos y externos a cualquier precio. Scholl le había impedido dirigir el ataque en el hotel Borggreve y Salettl le había comunicado la orden de Dortmund de esperar hasta nuevo aviso en los salones de la galería dorada. Esperando allí solo, con la pulsación siniestra del Vorahnung en su interior y oyendo los aplausos atronadores que saludaban la entrada de Lybarger en la galería dorada, el salón contiguo, decidió que los enemigos internos en ese momento eran tan peligrosos como los externos. Y debido a eso, la próxima orden no provendría de ellos sino de sí mismo. Bajó por una pequeña escalera, salió por una puerta lateral y pidió un coche de la Seguridad. En el Audi blanco se había dirigido directamente de nuevo a la casa del 45, Behrenstrasse, con el propósito de devolver el maletín a la cámara secreta y profunda de das Garten. No fue posible porque la calle estaba abarrotada de camiones de bomberos y equipos contra incendios. La casa del número 45 se hallaba envuelta en llamas.
Sentado allí, en la oscuridad de la calle, sintió que el miedo volvía a agitarse en su interior. Comenzó como ondas transparentes que se agitaban lentamente como manchas delante de los ojos y luego apareció el rojo de la aurora, seguido de un verde irreal.
Von Holden quiso resistirse y cogió la radio. Al diablo con lo que hacían en ese momento, se dijo, pero alguien tenía que saberlo. Scholl, Salettl, Dortmund o incluso Uta Baur. En el momento en que cogía la radio, escuchó la llamada desde el palacio.
– ¡Lugo! -Llamaba desesperadamente el jefe de Seguridad suplente de Charlottenburg-. ¡Lugo!
Por un momento, Von Holden vaciló y luego decidió contestar.
– Aquí Lugo.
– ¡Se ha desatado el infierno! ¡La galería dorada está cerrada y ardiendo! ¡Todas las entradas y salidas están selladas!
– ¿Selladas? ¿Cómo?
– ¡Las puertas de seguridad! ¡Cerradas! ¡No hay electricidad y no podemos abrirlas!
Von Holden salió de Behrenstrasse y cruzó Berlín como un enajenado. ¿Cómo era posible? No había ninguna señal, ningún indicio. Las puertas de seguridad habían sido instaladas en el palacio dos años antes, como medida contra incendios y para prevenir robos, dieciocho meses antes de que se fijara la fecha e incluso el lugar de la celebración. Los equipos informatizados de seguridad revisaban constantemente la casa de Behrenstrasse y lo mismo había sucedido en Charlottenburg durante la última semana. Aquella misma tarde Von Holden había inspeccionado personalmente los equipos de seguridad de la galería dorada y de la galería Romantik, donde se celebraría el cóctel. No había nada fuera de lugar y los sistemas habían sido revisados.
Al acercarse al palacio se encontró con toda la zona acordonada. Lo más cerca que pudo llegar fue al cruce del puente Caprivi y tuvo que hacerlo a pie. Desde allí, a casi medio kilómetro, veía las llamas elevándose al cielo. Por la mañana el palacio entero estaría reducido a cenizas. Aquello era una tragedia nacional de enormes proporciones y Von Holden sabía que se la compararía con la quema del Reichstag en 1933. Si había o no razones para compararlo con lo que había sucedido en Alemania inmediatamente después, Von Holden lo ignoraba. Lo que sí sabía era que si hubiera obedecido las órdenes de Salettl y se hubiera quedado allí, él y el maletín de incalculable valor de das Garten se habrían encontrado en el centro de la conflagración que ahora observaba. No habrían sobrevivido ni él ni el maletín.
Mientras miraba cómo se quemaba Charlottenburg desde el puente de Caprivi, Von Holden decidió a solas poner en operación el nivel 5, el Entscheidend Verfahren, el procedimiento concluyente, un sistema ideado en 1942 como medida extrema en caso de acontecimientos inesperados, y luego perfilado y puesto a prueba por los responsables a lo largo de medio siglo. Todos los miembros del nivel más alto de la Organización habían aprendido el procedimiento, lo habían practicado más de veinte veces y podían llevarlo a cabo a ciegas. Había sido diseñado deliberadamente para que un hombre pudiera ejecutarlo solo y sometido a condiciones de extrema tensión. Se libraba a cada cual las condiciones de ruta y medio de transporte en el momento de la ejecución. Su atractivo residía en su sencillez y en su movilidad y en el hecho de que funcionara. Había funcionado alternativamente contra los mejores elementos operativos de la Organización como simulacro de agentes enemigos que intentaran detener su ejecución.
Una vez tomada la decisión, Von Holden regresó al Audi y se alejó en medio de una muchedumbre de curiosos que intentaban ver el incendio. El hecho de que ambos siniestros, el de Behrenstrasse y el de Charlottenburg, fueran evidentemente obra de saboteadores, significaba que era esencial que saliera de Alemania lo más rápido posible. Quien fuera el responsable -la BKA, el espionaje alemán, la CÍA, el Mossad israelí o los servicios de espionaje franceses o británicos- estarían vigilando todos los puntos de salida para atrapar a cualquier miembro de la Organización que hubiese escapado con vida del terror. La espesa niebla en la que ya había reparado le impediría escapar en avión, aunque fuera su jet privado. Podía usar el Audi como alternativa, pero era un largo camino y podía toparse con barreras o sufrir una avería. Si cogía un bus y lo detenían, no había escape posible. Quedaba el tren. Un hombre se podía perder en una estación llena de gente y luego comprar un billete con derecho a compartimiento privado. Las fronteras ya no estaban vigiladas como antes. Además, si tenía problemas, podía tirar del freno de emergencia y parar el tren en cualquier lugar y escapar en medio de la confusión. Es cierto que alguien recordaría a un hombre que viajaba solo de noche en un compartimiento privado, y, de ser así, podrían seguirle la pista y capturarlo. Sin embargo no había otra salida y Von Holden lo sabía. Pero lo que tenía que hacer antes era bastante más complicado.