Capítulo 2

Michèle Kanarack miró al otro lado de la mesa, y luego tendió la mano. Su mirada desbordaba de amor y afecto. Henri Kanarack le cogió la mano y la observó. Aquel día cumplía él cincuenta y dos años, y ella tenía treinta y seis. Ya llevaban casi ocho años casados, y hoy le había dicho ella que estaba encinta de su primer hijo.

– Es una noche muy especial -dijo ella.

– Sí, muy especial. -Le besó la mano con gesto dulce, la soltó y sirvió el vino de una botella de Bordeaux tinto.

– Es la última copa -dijo ella-. Hasta que llegue el niño. Dejaré de beber mientras esté embarazada.

– Entonces, lo mismo digo. -Henri sonrió.

Fuera llovía a cántaros, y el viento sacudía el tejado y las ventanas. Vivían en el ático de un edificio de cinco plantas en la avenle Verdier, en el barrio de Montrouge. Henri Kanarack era panadero, se iba a trabajar todos los días a las cinco y no volvía hasta cerca de las seis y media de la tarde. Había una hora de viaje entre su piso y la panadería cercana a la estación del Norte, en el barrio norte de París. Había sido una jornada larga.

Pero ahora se sentía contento. Como se sentía contento con su hogar y con la idea de ser padre por primera vez a los cincuenta y dos años. Al menos así se había sentido hasta entonces, cuando aquel desconocido lo había atacado en la cervecería y luego lo había perseguido hasta el metro. El tipo tenía aspecto de americano. Aproximadamente treinta y cinco años. Constitución musculosa y sólida. Vestido con una chaqueta deportiva cara y vaqueros, parecía un ejecutivo en vacaciones.

¿Quién diablos era aquel tipo? ¿Por qué había hecho aquello?

– Oye, ¿te encuentras bien? -Michèle lo observaba. ¿A dónde iban a llegar las cosas en París si un panadero podía ser atacado en una cervecería por un desconocido cualquiera? Ella quería que Henri llamara a la policía. Y que luego contratara a un abogado y demandara al dueño de la cervecería.

– Sí -dijo-, me encuentro bien.

Kanarack no deseaba llamar a la policía ni demandar a la cervecería, a pesar de que tenía el ojo izquierdo casi cerrado debido a la hinchazón y el labio rojo y morado porque los golpes del hombre le habían hundido uno de los dientes superiores.

– ¿Qué te parece? Voy a ser padre -dijo, intentando sacudirse la sensación.

– Nada de caras largas, al menos esta noche -dijo Michèle. Se levantó de la mesa, fue hacia él y le rodeó el cuello con los brazos-. Hagamos el amor para celebrar la vida. Una gran vida entre la joven Michèle, el viejo Henri y el futuro niño.

Kanarack se volvió y la miró a los ojos. Sonrió. Cómo no iba a sonreír. La amaba.

Más tarde, tendido en la oscuridad y oyendo la respiración de Michèle, Kanarack intentó borrar de su mente la imagen del hombre de pelo oscuro. Pero no lo lograba. Le hacía revivir un temor profundo, casi primario, como si, hiciera lo que hiciese, o por mucho que huyera, algún día fueran a dar con él.


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