Capítulo 31

West Side Story, la película estrenada el año 1961 y protagonizada por Natalie Wood, estaba en cartelera en versión original en un pequeño cine del Boulevard des Italiens. Duraba ciento cincuenta y un minutos, y Paul Osborn eligió la segunda sesión, que empezaba a las cuatro. En la universidad había seguido dos cursos de historia del cine y había escrito una larga monografía sobre la adaptación de las comedias musicales a la pantalla. West Side Story había sido una pieza clave en su trabajo y aún la recordaba lo bastante bien como para convencer a cualquiera de que la había visto.

El cine del Boulevard des Italiens quedaba a medio camino entre su hotel y la panadería donde trabajaba Kanarack, y había estaciones de metro a cinco minutos caminando en tres direcciones.

Osborn dibujó un círculo alrededor del nombre del cine, cerró el periódico y se levantó de la mesa pequeña ante la que estaba sentado. Cruzó el comedor del hotel para pagar la cuenta de su desayuno y miró hacia fuera. Aún llovía.

Entró en el salón y miró a su alrededor. Había tres empleados del hotel en el mostrador de recepción, y fuera, dos personas se protegían de la lluvia bajo la entrada techada del hotel. Un botones llamaba un taxi. No había nadie más.

Se dirigió al ascensor, pulsó el mando y las puertas se abrieron de inmediato. Entró y subió solo. En el camino, pensó detalladamente la situación que planteaba McVey. Estaba seguro de que era Kanarack quien había matado a Jean Packard. La pregunta consistía en saber si la policía lo sabía. O, más concretamente, ¿sabían acaso que él había contratado a Jean Packard para que encontrara a Kanarack? Cómo ya se había percatado, lo que la policía sabía y cómo lo sabía estaba más allá del entendimiento del hombre común, incluyéndolo a él.

Pensando en el peor de los casos, es decir, que la policía no supiera nada acerca de Kanarack pero que sospecharan que él sabía más de lo que había dicho acerca de la muerte de Jean Packard, McVey u otros estarían vigilando el hotel y lo seguirían apenas saliera. El problema era grave, y él debía encontrar una manera de escabullirse.

El ascensor se detuvo y Osborn salió al pasillo. Entró en su habitación y cerró la puerta. Eran las once y veinticinco de la mañana. Quedaban cuatro horas antes de la sesión de cine.

Tiró el periódico sobre la cama, entró al baño, se lavó los dientes y se duchó. Mientras se afeitaba, pensó que la mejor manera de solucionar el problema era actuar como la policía esperaba que actuara, como el amante entristecido que pasa el último día en París a solas. Y mientras antes comenzara, más fácilmente despistaría a quien lo siguiera. ¿Y qué lugar más apropiado para iniciar su solitaria jornada que el museo del Louvre, con sus enjambres de turistas y sus innumerables salidas?

Se puso el impermeable, apagó la luz y se dirigió a la puerta. Cuando pasó frente al espejo, vio su imagen oscurecida, y por un momento contempló todo desde el interior. El hecho de que la policía lo vigilara volvía todo mucho más difícil. Si a Kanarack lo hubieran atrapado y lo hubieran juzgado dentro de un plazo razonable, las cosas serían diferentes. Pero no había sido así. Casi treinta años después y un continente de por medio, el crimen de Kanarack era una especie de crimen especial, sin una ley que pudiera o quisiera administrar castigo o justicia. Dada la ausencia de esa ley, había que llegar a una solución de equidad usando los medios de que disponía. Y Osborn esperaba que si había un Dios, lo entendería.

Decidiendo que moverse a pie le daría mayores posibilidades, Osborn dejó el Peugeot de alquiler en el garage del hotel y le pidió al portero que llamara un taxi. Cinco minutos más tarde, estaba en los Campos Elíseos en dirección al Louvre. Le pareció que un coche oscuro había dejado la acera cuando el taxi salía de la entrada del hotel, pero al mirar hacia atrás no pudo confirmarlo.

Pocos minutos después, el taxi paró frente al Louvre. Osborn pagó al chofer y se apeó en medio de una ligera niebla. Cuando el taxi se alejó, tuvo la reacción inmediata de buscar el coche oscuro. Pero si la policía lo estaba vigilando, no debía por ningún motivo darles a entender que lo sabía. Se llevó las manos distraídamente a los bolsillos, esperó que pasaran los coches, cruzó la calle Rívoli y entró en el museo.

Una vez dentro, estuvo unos veinte minutos contemplando las obras de Giotto, Raphael, el Tiziano y Fra Angélico antes de salir de la sala en busca de un lavabo. Cinco minutos más tarde se unió a un grupo de turistas americanos que estaban a punto de subir a un autocar con destino a Versalles y salió con ellos por la entrada principal. En la esquina, se separó del grupo, caminó media manzana y entró en el metro.

Antes de una hora estaba de regreso en el hotel, esperando que le trajeran el Peugeot del garage. Si la policía lo seguía, ¿cómo iban a suponer que ya no estaba en el museo? Sin embargo, tuvo la precaución de mirar por el retrovisor al partir. Para asegurarse, giró por una calle y, dos manzanas más allá, volvió a girar. Por lo que observaba, estaba solo.

Veinte minutos más tarde, estacionó el Peugeot en una calle pequeña a una manzana y media del cine, lo cerró y se alejó. Cogió el metro para volver al hotel, espero a que el chico que había traído su coche del garage saliera de la puerta principal para ir a buscar otro coche y sólo entonces entró y subió a su habitación.

Al entrar, miró el reloj en la mesilla de noche. Era exactamente la una y cuarto. Se sacó el impermeable y miró hacia el teléfono. A primera hora de la mañana, había tenido el impulso de llamar a la panadería para asegurarse de que nada había salido mal y de que Kanarack estaba en el trabajo como era habitual. Luego pensó que si sucedía algo y las cosas iban mal, podían seguirle la pista a la llamada hasta su habitación. Colgó de inmediato. Mirando el teléfono ahora, tuvo el mismo deseo de averiguar, pero decidió abstenerse.

Era preferible confiar en el destino que lo había llevado hasta allá y suponer que Kanarack estaría allí el viernes como habría estado el jueves y probablemente todos los días en los últimos años, trabajando tranquilamente y pasando lo más desapercibido posible.

Y ahora, Osborn se sacó el impermeable, las botas y el yérsey oscuro que había llevado en el Louvre y se puso un par de vaqueros gastados, y un viejo yérsey sobre una camisa de franela a cuadros L.L. Bean. Y mientras ataba cuidadosamente sus zapatillas deportivas y se metía en el bolsillo de la chaqueta la gorra azul adquirida aquella misma mañana y finalmente se disponía a preparar las herramientas del día, llenando tres jeringas con la sucinilcolina, mientras hacía todo esto, contando con el reloj, contando los minutos que faltaban para salir hacia el cine del Boulevard des Italiens, Henri Kanarack estaba estacionando el Citroen blanco de Agnés Demblon a menos de media manzana de su hotel.

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