Von Holden estaba solo sentado cerca del fondo del bar del hotel Meaux tomando un Pernod con soda, «cuchando las crónicas sobre el accidente que contaban los periodistas que habían pasado la jornada cubriendo el acontecimiento. El bar se había convertido en punto de encuentro para reporteros veteranos y la mayoría seguía en contacto con los colegas que habían permanecido en el lugar de los hechos. Si algo sucedía, ellos, y Von Holden también, se enterarían inmediatamente.
Von Holden miró su reloj y luego el reloj de pared encima de la barra. Desde hacía cinco años, su reloj analógico Le Coultre estaba sincronizado con un reloj atómico de cesio en Berlín. Un reloj de cesio tiene un margen de error de más o menos un segundo cada tres mil años. El reloj de Von Holden marcaba las nueve y diecisiete minutos. El reloj del bar estaba retrasado en un minuto y ocho segundos. Al otro lado de la sala, una chica rubia de pelo corto y con una falda aún más corta estaba sentada fumando y bebiendo vino con dos hombres de unos veinticinco años. Uno de ellos era delgado, llevaba gafas de marco grueso y tenía aspecto de estudiante universitario. El otro era más fuerte y vestía pantalones caros y un jersey de cachemira marrón sobre el que caía su cabellera larga y rizada. Se reclinaba en las patas traseras de la silla hablando y gesticulando con ambas manos, de pronto se detenía para encender un cigarrillo y lanzaba la cerilla en dirección al cenicero sobre la mesa. Tenía aspecto de playboy adinerado gozando de sus vacaciones. La chica se llamaba Odette. Tenía veintidós años y era la especialista que había colocado los explosivos en la vía del tren. El joven delgado de gafas y el playboy eran terroristas internacionales. Los tres trabajaban para la sección de París y esperaban instrucciones de Von Holden en caso de que McVey u Osborn fueran encontrados con vida.
Von Holden pensaba que habían tenido suerte de llegar tan lejos. La sección de París había tardado varias horas en dar con el paradero de McVey y Osborn. Poco después de las seis de la mañana, un empleado en la taquilla de EuroCity los había reconocido en la estación del Este y se había enterado de que llevaban billetes para el tren de las seis y media con destino a Meaux. Von Holden había contemplado por un momento la idea de liquidarlos en la estación, pero luego la había descartado. No disponían de suficiente tiempo para montar un ataque y aunque contaran con ese tiempo, no tenían ninguna garantía de éxito y se arriesgaban a verse neutralizados por un grupo de fuerzas antiterroristas de la policía. Había que proceder de otro modo.
A las seis y veinte, diez minutos antes de que el tren París-Meaux saliera de la estación del Este, un motorista solitario abandonó París por la autopista N3 para encontrarse con Odette en una pendiente de la vía del tren, tres kilómetros al este de Meaux. Llevaba consigo cuatro paquetes de explosivo plástico C4.
Juntos instalaron los explosivos y activaron la carga en el momento en que el tren asomaba por la cima y luego desaparecieron en medio del campo. Al pasar tres minutos después, la locomotora hacía explotar la carga de plástico y el tren caía dando tumbos por la pendiente a cien kilómetros por hora.
Habría sido fácil desplazar una de las vías. La maniobra habría logrado el mismo efecto y todo habría parecido un accidente.
Sí y no.
Una colisión de ese tipo, accidental o premeditada, no garantizaba que el objetivo fuera alcanzado. Una vía desplazada podía pasar fácilmente inadvertida en una primera investigación y el seguimiento tal vez lo descubriría o tal vez no. Pero un acto flagrante de terrorismo podía atribuirse a una multiplicidad de causas y, más tarde, una bomba lanzada en un pabellón lleno de supervivientes serviría para darle verosimilitud al atentado.
Von Holden volvió a mirar su reloj. Salió de la sala sin lanzar una sola mirada en dirección al trío de jóvenes y cogió el ascensor para ir a su habitación. Antes de salir de París se había procurado unas ampliaciones de las fotos de Osborn y McVey publicadas en los periódicos. Al llegar a Meaux las había estudiado detenidamente y ahora tenía una idea mucho más precisa de los individuos con que se enfrentaría.
Decidió que Paul Osborn resultaría inofensivo si en algún momento tenía que vérselas con él. Tenían más o menos la misma edad y a juzgar por sus facciones delgadas, Osborn estaba en buena forma física. Pero ése era el único rasgo que tenían en común. Cuando un hombre estaba entrenado para el combate o la defensa personal, se le notaba. Osborn no tenía nada de eso. Por su apariencia, se diría que era un tipo fuera de contexto.
McVey era diferente. El hecho de que fuera algo maduro y ligeramente obeso no significaba nada. Von Holden entendió de inmediato por qué McVey había podido acabar con Bernhard Oven. Actuaba de manera poco habitual en los hombres y tenía grabado en la mirada todo lo que había visto y hecho a lo largo de su ejercicio de policía. Von Holden supo instintivamente que si McVey llegaba a cogerlo, en sentido figurado o en sentido literal, no lo soltaría más. De su entrenamiento en la Spetsnaz, Von Holden había aprendido que había sólo una manera de tratar con individuos como McVey. Tenía que matarlos al instante. Si no, lo lamentaría para siempre.
Von Holden entró en su habitación, cerró la puerta y se sentó ante una pequeña mesa. Abrió un maletín y sacó un aparato compacto de radio de onda corta. Lo encendió, tecleó un código y esperó. Tardaría ocho segundos en tener acceso a un canal libre.
– Lugo -dijo, a modo de identificación-. Éxtasis -añadió. Era el código de la operación que había comenzado con Merriman y que ahora se ocupaba de Osborn y McVey-. E.B.D. -dijo. Eran las siglas de European Bloc División-. Nichts. Nada -informó por toda respuesta.
Von Holden pulsó el código para cerrar la comunicación y apagó el aparato. Acababa de informar a la División Europea de la Organización que los fugitivos de la operación Éxtasis no habían muerto. Oficialmente aún andaban «sueltos» y se declaraba la alerta para todos los agentes del bloque europeo.
Von Holden guardó la radio, apagó la luz y miró por la ventana hacia fuera. Se sentía cansado y frustrado. Tendrían que haber encontrado al menos a uno de ellos. Los habían visto subir al tren, que no hacía paradas antes de Meaux. O bien se encontraban aún bajo los escombros de la catástrofe o se habían desvanecido por arte de magia.
Se sentó en la cama, encendió la luz y llamó por teléfono a Joanna en Zúrich.
No había vuelto a verla desde la noche en que salió corriendo de su apartamento, histérica y totalmente desnuda.
– Joanna, soy Pascal. ¿Te encuentras mejor?
Por un momento, sólo hubo silencio.
– ¿Joanna?
– No me encuentro muy bien -dijo ella.
Von Holden percibía la distancia y la ansiedad en su voz. Era evidente que algo le había sucedido esa noche. Pero no guardaría ningún recuerdo porque las drogas que le había administrado eran demasiado potentes. La reacción que había experimentado más tarde se parecía a un mal viaje de LSD y era eso lo que recordaba ahora.
– Estaba muy preocupado. Quería llamar antes, pero me ha sido imposible… Sinceramente, estuviste un poco rara la otra noche. Puede que no sea buena idea mezclar el coñac con la diferencia horaria. Puede que también haya sido un exceso de pasión, ¿no crees? -preguntó riendo.
– No, Pascal, no ha sido eso. -Joanna estaba enfadada-. He tenido que trabajar mucho con el señor Lybarger. De pronto resulta que tiene que caminar sin bastón este mismo viernes. Y no me han dicho por qué. No sé qué sucedió la otra noche. No me gusta forzar tanto al señor Lybarger. No es bueno para él. Tampoco me gusta cómo me trata el doctor Salettl ni su manera de dar órdenes.
– Joanna, déjame que te explique algo. El doctor Salettl probablemente actúa de esa manera porque está nervioso. Este viernes, el señor Lybarger tiene que leer un discurso ante los principales accionistas de su compañía. El éxito y el rumbo de la compañía en el futuro dependen de que los accionistas reconozcan que el señor Lybarger está capacitado para volver a dirigir la corporación. Salettl está quisquilloso porque lo han hecho responsable de la recuperación del señor Lybarger. ¿Me entiendes?
– Sí… No. Lo siento, no lo sabía. De todos modos, no es razón para…
– Joanna, el señor Lybarger tiene que pronunciar un discurso en Berlín. El viernes por la mañana, tú, yo, el señor Lybarger y Eric y Edward iremos allá en el avión de la empresa.
– ¿Berlín? -Joanna no había oído el resto de la frase, sólo Berlín. Por su tono de voz, Von Holden intuyó que la idea le disgustaba. Joanna ya estaba harta y ahora sólo quería volver a su querido Nuevo México lo antes posible.
– Joanna, entiendo que te sientas cansada. Tal vez yo mismo te haya presionado demasiado. Ya sabes lo que siento por ti: La verdad es que es parte de mi carácter dejarme llevar por mis sentimientos. Por favor, Joanna, sólo te pido que aguantes un poco más. El viernes llegará antes de que te des cuenta y el sábado podrás volver a casa en un vuelo directo desde Berlín, si quieres.
– ¿A casa? ¿A Taos? -Von Holden sintió la ola de entusiasmo.
– ¿Te parece bien?
– Sí, me alegro mucho. -Joanna había decidido que, aparte de los diseños de alta costura y los castillos, ella no era más que una chica de Nuevo México satisfecha con su vida sencilla en Taos. Quería volver allí más que nada en el mundo.
– Entonces puedo contar contigo. ¿Nos acompañarás hasta el final? -La voz de Von Holden era suave y arrulladora.
– Sí, Pascal. Puedes contar conmigo. Iré.
– Gracias, Joanna. Disculpa todas las incomodidades que has tenido que sufrir. No estaba previsto. Si quieres, me gustaría mucho que pasáramos una última noche en Berlín. Los dos solos, para bailar y despedirnos. Buenas noches, Joanna.
– Buenas noches, Pascal.
Von Holden se imaginaba la sonrisa de Joanna al colgar. Había dicho justo lo necesario.