20.57
Joanna cepillaba las pelusas al frac azul de Elton Lybarger y pensaba en su cachorro, probablemente sobre el Atlántico, de regreso a la perrera del aeropuerto de Los Angeles, donde lo guardarían hasta que fuera a buscarlo. De pronto se oyó un golpe seco en la puerta y entraron Eric y Edward seguidos de Remmer y Schneider. Detrás, los guardaespaldas de Lybarger vestidos de frac, seguidos de otros dos hombres con brazaletes que los identificaban como guardias de seguridad.
– Tío -dijo Eric con tono paternalista-. Estos hombres quieren verte un momento. Son policías.
– Guten Abend -dijo Lybarger, y sonrió. En ese momento se disponía a tomar una dosis de vitaminas. Se las metió en la boca, una por una, y las tragó con pequeños sorbos de un vaso de agua.
– Herr Lybarger -pronunció Remmer-, disculpe la intrusión. -Sonriente y correcto, pero sin ceremonias, Remmer le lanzó una mirada escrutadora, rápida y certera. Calculó que pesaba poco más de sesenta y cinco kilos y medía cerca de un metro setenta, se sostenía derecho y parecía físicamente en buena forma. Llevaba una camisa con un peto duro, con gemelos en los puños y en el cuello un corbatín blanco. A ojos de todo el mundo, su aspecto era el de un hombre alrededor de los cincuenta y cincuenta y cinco años, que gozaba de buena salud y se disponía a hablar ante un público importante.
Terminó de ingerir las vitaminas y se volvió.
– Por favor, Joanna. -Y ella lo ayudó a ponerse el chaqué.
Remmer reconoció de inmediato a Joanna como la mujer que aparecía en la ventana de la casa de Hauptstrasse, identificada por el FBI como la fisioterapeuta de Lybarger, Joanna Marsh de Taos, Nuevo México. Esperaba encontrar al otro hombre del vídeo, del que Noble sospechaba que perteneciera a la Spetsnaz y a quien vieran bajando del BMW. Pero no estaba entre los hombres presentes en la habitación.
– ¿Qué significa esto? -Preguntó Eric-. Mi tío está a punto de dar un discurso muy importante.
Remmer se volvió y avanzó hasta el centro de la habitación, atrayendo deliberadamente la atención de Eric y Edward y de los guardaespaldas. En ese momento, Schneider se apartó, miró a su alrededor y entró en el baño. Al cabo de unos segundos volvió a salir.
– Nos informaron que podían suscitarse problemas con la seguridad personal del señor Lybarger -dijo Remmer.
– ¿Qué problemas? -preguntó Eric.
Remmer sonrió, relajado.
– Ya veo que no hay problemas. Lamento haberlos molestado, señores. Guten Abena -contestó, y se volvió mirando a Joanna. Se preguntaba lo que sabría ella de todo aquello, cuan implicada podía encontrarse-. Buenas noches -saludó en tono cortés, y él y Schneider salieron de la habitación.