– Un incendio en la estación meteorológica, señor. Ocurrió anoche -dijo el empleado del ferrocarril-. No hay heridos, pero la estación ha quedado totalmente destruida.
Von Holden había preguntado sobre el montón de escombros calcinados que yacían recogidos a un lado del túnel.
¡Un incendio! ¡La noche anterior! Como en Charlottenburg, lo mismo que en das Garten. Von Holden se había vuelto más aprensivo a medida que se acercaban a la estación de Jungfraujock y tenía miedo de que los ataques recrudecieran. Ahora la fuente principal de sus preocupaciones no era Osborn sino Vera. Durante la última etapa del viaje había permanecido callada, distante, y Von Holden intuía que se daba cuenta de lo que sucedía y que intentaría hacer algo. Había neutralizado rápidamente su estado de ánimo bajando con ella del tren y llevándola al ascensor nada más llegar a la estación. Estaban a tres o cuatro minutos de la estación meteorológica. Una vez allí, todo estaría bajo control, porque al cabo de poco, Vera estaría muerta. Pero entonces Von Holden había visto los escombros y le habían informado del incendio. La destrucción de la estación meteorológica era una circunstancia que no había considerado.
– ¿Allí está Paul, allá arriba?
– Sí -afirmó Von Holden. Habían salido a la penumbra del crepúsculo y subieron una larga escalera hasta llegar a la carcasa de lo que había sido la estación meteorológica. Más abajo quedaba la masa de hormigón y acero iluminada del restaurante y el Palacio del Hielo. A su derecha, cayendo hacia el vacío, se extendía el glaciar de quince kilómetros de largo, un mar de hielo y nieve retorcido que se sumía ahora en la oscuridad. Cuatrocientos metros más arriba se alzaba la cima del Jungfrau, teñida de rojo como la sangre del crepúsculo.
– ¿Por qué no hay equipos de rescate? ¿Ni bomberos? ¿Por qué no hay maquinaria pesada? -preguntaba Vera irritada, con miedo, incrédula, y a Von Holden le parecía bien. Demostraba que, a pesar de otras cosas en las que estuviera pensando Vera, su preocupación principal seguía siendo Osborn. Eso le mantendría la guardia baja si no accedían al pasaje interior y tenían que volver afuera.
– No hay ningún equipo de rescate porque nadie sabe que están aquí. La estación meteorológica es automática. Nadie entra en las instalaciones excepto un técnico de vez en cuando. Nuestros niveles se encuentran en el subsuelo y los generadores de emergencia los cierran todos automáticamente en caso de incendio.
Alcanzaron la cima. Von Holden arrancó una pesada plancha de madera que cubría la entrada y cruzaron un umbral de troncos calcinados. Estaba oscuro y había un denso olor de humo y acero fundido. El incendio había sido sumamente violento, mucho más de lo que habría provocado un incendio accidental. Lo confirmaba una puerta de acero fundida en la parte posterior de un armario de instrumentos. Von Holden cogió una barra de acero del equipo de demolición e intentó abrirla, pero le fue imposible.
– Salettl, cabrón -murmuró por lo bajo, y lanzó la barra a un lado. No había necesidad de abrirla porque ya sabía lo que encontraría en el interior. El túnel de dos metros de alto, construido con titanio y recubierto de cerámica, sería una masa impenetrable.
– Vamos -dijo-, hay otra entrada. -Si los niveles inferiores habían sido sellados como era debido, no habría problema.
Von Holden salió primero y dejó pasar a Vera para bajar las escaleras. Vio los últimos rayos de sol que le acariciaban el pelo, dándole un suave tinte vermellón. Por un instante, Von Holden pensó qué sería de él si fuera un hombre normal. Pensó en Joanna y en la verdad de lo que le había dicho en Berlín, que no sabía si era capaz de amar, y ella había respondido: «Sí que puedes…» La idea estaba fuera de lugar y le hizo pensar que, aunque Joanna fuera una mujer sencilla y corriente, en el fondo de su corazón era realmente bella, tal vez la mujer más bella que había conocido. Se asombró al pensar que Joanna tenía razón, que era capaz de amar y que el amor que tenía le pertenecía a ella.
Luego desvió la mirada y vio un gran reloj encastrado en la roca al final de la escalera, con el minutero recto hacia arriba. Eran exactamente las cinco. En ese momento, los altavoces avisaron de la llegada de un tren. Von Holden salió de su desvarío en un segundo. Ahora tenía otro objeto de concentración. Osborn.