Osborn volvió rápidamente por donde había venido. Ahora veía a los americanos del tren entrando en el ascensor al otro lado del Palacio del Hielo. Aceleró la marcha y logró introducirse cuando la puerta se cerraba. Osborn la paró con la mano y se hizo un hueco entre ellos.
– Perdón… -dijo sonriendo.
Se cerraron las puertas y el ascensor subió. ¿Qué hacer ahora? Osborn sentía la sangre latiéndole con fuerza en la carótida y el bum, bum, bum golpeaba en su interior como un martillo neumático. El ascensor se detuvo repentinamente y las puertas se abrieron dejando ver un amplio restaurante autoservicio. Osborn tuvo que salir primero. Luego se detuvo para quedarse en medio del grupo. Fuera estaba casi a oscuras. A través de los ventanales divisaba las cumbres en la cara opuesta del glaciar de Aletsch. Más allá, en la débil luz del crepúsculo, vio que se avecinaban nubes de tormenta.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó Connie, que caminaba a su lado. Osborn la miró y tuvo un sobresalto cuando una ráfaga de viento hizo temblar los vidrios de los ventanales.
– ¿Qué voy a hacer…? -murmuró Osborn. Barrió rápidamente la sala con la mirada mientras seguían al grupo hacia la cola del autoservicio-. Pues… creo que… tomaré una taza de café.
– ¿Qué te pasa?
– Nada. ¿Por qué habría de pasarme algo?
– ¿Estás metido en un lío? ¿Te busca la policía?
– No.
– ¿Estás seguro?
– Sí, estoy seguro.
– Entonces, ¿por qué estás tan nervioso? Estás más nervioso que un potrillo recién parido.
Habían llegado al mostrador de la comida. Osborn volvió a mirar la sala. Algunos de los americanos ya se habían sentado en dos mesas próximas. La familia que había visto en la tienda de souvenirs se había sentado a otra mesa. El padre señaló al hijo en dirección a los lavabos y el chico se dirigió allá. Había dos jóvenes sentados a una mesa cerca de la puerta, fumando y conversando animadamente.
– Siéntate conmigo y bébete esto. -Ya habían pagado y Connie lo llevó a una mesa lejos de los americanos del tren.
– ¿Qué es? -preguntó Osborn mirando el vaso que Connie había dejado sobre la mesa.
– Café con coñac. Ahora, sé un chico bueno y tómatelo todo.
Osborn la miró, cogió la copa y bebió. «¿Qué hacer?», pensó. «Estarán aquí, dentro del edificio o fuera. Yo no los seguí. De modo que ellos me seguirán a mí.»
– ¿Es usted el doctor Osborn?
Osborn levantó la mirada. El chico de la cazadora de los Chicago Bulls estaba frente a él.
– Sí.
– Un hombre me dijo que lo esperaba fuera.
– ¿Quién espera? -preguntó Connie, y frunció sus cejas teñidas.
– Junto a la pista de los trineos.
– Clifford, ¿qué haces? Creía que ibas a los lavabos -intervino el padre cogiéndolo de la mano-. Disculpe -dijo a Osborn-. ¿Qué haces molestando a la gente, eh? -le recriminó al hijo cuando se alejaban.
Osborn pensaba en su padre tirado en la acera, sintió aquel terror elemental que se le pintaba en los ojos. Estaba horrorizado. Levantando la mano, agarrando a su hijo para que lo ayudara a morir. De pronto se levantó. Sin mirar a Connie, abandonó la mesa y se dirigió a la puerta.