Marsella
Muy a su pesar, Marianne Chalfour Rouget tuvo que salir de misa de ocho al cabo de diez minutos. Los parroquianos, la mayoría conocidos, empezaban a girarse y a mirar a su hermana que no dejaba de sollozar. Michéle Kanarack había llegado hacía dos días, y durante esos dos días había sido incapaz de controlar su llanto.
Marianne era tres años mayor que su hermana y tenía cinco hijos, el mayor de ellos de catorce años. Jean Luc, su marido, era pescador y sus ingresos variaban teniendo en cuenta la temporada. Jean Luc pasaba la mayor parte del tiempo lejos de casa pero cuando volvía, como ahora, se complacía en estar con su mujer y sus hijos.
Sobre todo con su mujer. El apetito sexual de Jean Luc era insaciable y él no se avergonzaba de ello. Eso sí, a veces resultaba problemático, incluso embarazoso porque de pronto, desbordado por su urgencia, Jean Luc cogía a su mujer en vilo o la arrancaba de la silla para llevarla a la habitación matrimonial del diminuto piso de tres habitaciones donde, durante horas que parecían interminables, hacían el amor ruidosamente como salvajes.
Jean Luc no entendía por qué Michéle había venido a vivir con ellos.
Tampoco sabía cuánto lo alargaría. Consideraba que toda la gente casada tiene problemas pero que con los consejos de un cura todo se puede solucionar. Por eso estaba seguro de que Henri aparecería en cualquier momento, le rogaría a Michéle que lo perdonara y los dos volverían juntos a París.
Pero Michéle, en medio de su llanto, estaba igualmente segura de que eso no ocurriría. Llevaba dos noches intentando dormir en el sofá del diminuto salón cocina, vapuleada por los chicos que se arremolinaban en torno al televisor en blanco y negro a disputarse los programas. En la habitación, entre tanto, marido y mujer se libraban a sus escandalosas sesiones de amor sin que nadie, excepto Michéle, les prestara atención.
El domingo por la mañana, Jean Luc se había hartado de las lágrimas de su cuñada y se lo había dicho a Marianne, directamente al grano y delante de Michéle. Que se la llevara a la iglesia, le dijo, y que, ante los ojos de Dios, ¡hiciera que parara de llorar! Y si no era ante Dios, que al menos fuera en presencia del párroco.
Pero aquello no había dado resultado. Y ahora, después de salir de la iglesia, las dos hermanas caminaron juntas bajo el cálido sol mediterráneo y doblaron por el Boulevard d'Athénes hacia Canebiére. Marianne le cogió la mano a Michéle.
– Michéle, no eres la única mujer en el mundo abandonada por su marido -le recriminó-. Ni tampoco eres la primera que está embarazada. Sí, ya sé que sufres y yo te entiendo. Pero la vida sigue su ritmo y ¡ya está bien! Estamos aquí contigo. ¿Por qué no buscas un trabajo y mantienes a tu hijo? Y luego ya buscarás a alguien decente.
Michéle miró a su hermana y luego al suelo. Marianne tenía razón, claro. Pero sus razones no apaciguaban su dolor ni su miedo de la soledad ni aliviaban su vacío. Ya se sabe que pensar jamás acaba con las lágrimas, que eso es cuestión de tiempo.
Después de decir lo que tenía que decir, Marianne se detuvo en un mercadillo al aire libre en el Quai des Belges para comprar un pollo y verduras frescas para la cena. El mercado y la acera a esa hora ya estaban llenos de gente y el tumulto y el tráfico producían una sordina intensa. De pronto Marianne escuchó un estallido raro, algo como un «pop» que pareció eclipsar los demás ruidos. Se dio media vuelta para comentárselo a Michéle y la vio apoyada contra un puesto repleto de melones como si algo la hubiese sorprendido. Entonces vio que brotaba una mancha roja y brillante por debajo del cuello de la camisa blanca de su hermana, en el cuello, una mancha que se extendía. En el mismo instante sintió una presencia a su lado. Levantó la mirada y vio a un hombre alto que le sonreía. El hombre sostenía algo en la mano y lo levantó y Marianne volvió a oír el «pop». El hombre alto desapareció con la misma rapidez y de pronto el cielo comenzó a oscurecerse. Miró a su alrededor y vio algunos rostros. Luego, curiosamente, todo se desvaneció.