Pasaban unos minutos de las dos de la madrugada. Tres horas y una docena de llamadas por teléfono después de que Osborn y McVey comenzaran a trabajar con el doctor Herb Mandel en San Francisco y el agente especial Fred Hanley de la oficina del FBI en Los Ángeles, habían elaborado una versión sobre lo sucedido con Elton Lybarger durante su permanencia en Estados Unidos.
Según los registros, ningún hospital de la zona de San Francisco había tratado a Elton Lybarger como víctima de un infarto. Sin embargo, en septiembre de 1992, una ambulancia privada había llevado a un E. Lybarger al exclusivo hospital de Palo Colorado en Carmel, California. Había permanecido allí hasta marzo de 1993, fecha en que lo habían trasladado al Rancho del Piñón, un elegante asilo de ancianos en las afueras de Taos, Nuevo México. Luego, hacía apenas una semana, había regresado a Zúrich acompañado de su fisioterapeuta americana, una mujer llamada Joanna Marsh.
El hospital de Carmel había proporcionado las instalaciones, pero no se encargaron del personal. A Lybarger lo habían acompañado en la ambulancia su médico de cabecera y una enfermera. Un día después se le habían sumado otros cuatro acompañantes. La enfermera y los acompañantes tenían pasaporte suizo. El médico era austriaco y se llamaba Helmuth Salettl.
Hacia las cuatro menos cuarto de la mañana, la oficina de Bad Godesburg envió a Remmer cuatro copias de los antecedentes profesionales y personales del doctor Salettl. Remmer las repartió y esta vez incluyó a Osborn.
Salettl era un solterón de setenta y nueve años que vivía con su hermana en Salzburgo, Austria. Nacido en 1914, practicaba como cirujano novel en la universidad de Berlín cuando estalló la guerra. Más tarde estuvo al mando de un grupo de las SS y Hitler lo nombró director de Salud Pública. En los últimos días de la guerra, el propio Hitler ordenó su arresto acusándolo de intentar enviar documentos secretos a los americanos y fue sentenciado a muerte. Recluido en una villa de las afueras de Berlín esperó la ejecución, pero en el último momento lo trasladaron al norte de Alemania donde fue rescatado por tropas americanas. Lo interrogaron los oficiales aliados en el campo de Oberursel, cerca de Frankfurt, y luego lo enviaron a Nuremberg donde fue juzgado y absuelto de «haber preparado y llevado a cabo una guerra agresiva». Más tarde volvió a Austria donde instaló una consulta privada de medicina interna hasta los setenta años. Se jubiló, pero siguió tratando a un grupo selecto de pacientes. Uno de ellos era Elton Lybarger.
– Volvemos a lo mismo otra vez -dijo McVey al terminar de leer. Dejó los papeles en el borde de la cama.
– La conexión nazi -apuntó Remmer.
McVey miró a Osborn.
– ¿Por qué un médico habría de pasar siete meses en un hospital a diez mil kilómetros de su país velando por la recuperación de un paciente que ha sufrido un infarto? ¿Usted le encuentra algún sentido?
– No, a menos que se haya tratado de un infarto sumamente grave o que Lybarger se haya portado como un excéntrico o un neurótico. O tal vez la familia estaba dispuesta a pagar lo que fuera para que tuviera esos cuidados.
– Doctor -dijo McVey con tono enfático-. Lybarger no tiene familia, ¿no se acuerda? Aunque hubiera estado tan enfermo como para necesitar a un médico a su lado durante siete meses, no se habría encontrado en condiciones para disponer de todo eso por sus propios medios, al menos al principio.
– Alguien se encargó. Alguien tuvo que ocuparse de enviar a Salettl con el equipo médico a Estados Unidos y pagarlo todo -agregó Noble.
– Scholl -dijo Remmer.
– ¿Por qué no? -Dijo McVey mesándose el pelo-. Él es el dueño de la mansión suiza de Lybarger. ¿Por qué no pensar que Scholl también se ocupa de arreglar esos otros asuntos? Sobre todo en lo que se refiere a su salud.
Noble cogió con gesto de cansancio una taza de café de la bandeja que tenía junto a él.
– Todo esto nos lleva a la misma pregunta. ¿Por qué?
McVey se sentó sobre el borde de la cama y por enésima vez cogió el fax de cinco páginas a un solo espacio del informe sobre los invitados de Charlottenburg. En las páginas enviadas desde Bad Godesburg no había nada que hiciera pensar en otra cosa que una simple reunión de influyentes ciudadanos alemanes. Durante un momento pensó en los pocos nombres que no habían logrado identificar. Sí, pensó, la respuesta podía encontrarse ahí, si bien tenían escasas posibilidades de dar con ella. Sin embargo, su intuición le decía que tenían la respuesta ante las narices mezclada con la información de que disponían.
– Manfred -dijo McVey mirando a Remmer-. Estamos dando vueltas, mirando aquí y allá, discutiendo, y manejamos información muy confidencial sobre algunos ciudadanos a través de uno de los cuerpos de policía más eficientes del mundo, y ¿qué sucede? Seguimos sin sacar nada en claro. Ni siquiera podemos abrir la puerta… Sin embargo, sabemos que hay algo dentro -continuó-. Tal vez tenga algo que ver con lo que suceda mañana por la noche y tal vez no. Pero en cualquier caso mañana, en algún momento, con la orden en la mano, vamos a poner toda la carne en el asador y cercaremos a Scholl para hacerle unas cuantas preguntas. Lo haremos antes de que los abogados puedan coger la palabra. Tenemos que lograr que Scholl sude lo bastante para que se le suelte la lengua de inmediato y confiese o al menos reblandecerlo para que nos diga algo que después podamos usar en su contra. Hay que averiguar algo más de lo que teníamos al comienzo.
– McVey -dijo Remmer cauteloso-. ¿Por qué me llamas Manfred cuando siempre me has llamado Manny…?
– Porque eres alemán y porque me estoy dirigiendo a ti. Si este asunto de Lybarger fuera una reunión de unos partidarios pronazis… ¿de qué hablarían? ¿Otro intento de exterminar a los judíos?
McVey hablaba en tono calmado pero más apasionado. Lo que esperaba no era una respuesta sino una explicación. ¿Montar una máquina de guerra para arrasar Europa y Rusia y decidir el futuro de los demás países? ¿Una segunda versión de lo que ya sucedió? ¿Por qué querrían eso? Dímelo tú, Manfred, porque yo no lo sé.
– Yo… -balbuceó Remmer con los puños apretados- tampoco lo sé.
– ¿No lo sabes?
– No.
– Creo que sí lo sabes.
En la habitación reinaba un silencio mortal. De los cuatro hombres, ninguno se movía. Apenas si respiraban. A Osborn le pareció que Remmer daba un paso atrás.
– Venga, Manfred… -dijo McVey con tono apaciguador. Pero su intención no era apaciguar. Había tocado una fibra sensible y ésa sí había sido su intención. Había cogido a Remmer por sorpresa.
– Ya sé que es injusto, Manfred, ya lo sé -dijo McVey más tranquilo-. Pero lo pregunto de todos modos. Porque puede que la respuesta nos ayude.
– McVey, no puedo…
– Sí que puedes.
Remmer lanzó una mirada por la habitación.
– Weltansckauung. -La voz era apenas un murmullo-. Era la visión que Hitler tenía de la vida. La vida es una lucha eterna donde sólo reinan los más fuertes. Para él, el pueblo alemán había sido el más fuerte de todos los pueblos fuertes. Por lo tanto estaba destinado a reinar
»Pero claro, esa fuerza se había debilitado a lo largo de generaciones porque, al mezclarse con otras, la raza germánica pura había perdido su superioridad. Hitler creía que a lo largo de la historia la mezcla de las sangres había sido la única causa de la decadencia de las culturas. Por eso Alemania perdió la Primera Guerra, porque los arios habían perdido la pureza de la sangre. Para Hitler, los alemanes constituían la especie más avanzada del planeta y podían volver a ser lo que un día habían sido. Sin embargo, eso debía llevarse a cabo mediante un riguroso proceso de selección y de cruces genéticos.
La habitación de hotel se había transformado en un teatro con un público de tres personas y Remmer el único actor en escena. Estaba de pie con los hombros hacia atrás. Le brillaban los ojos y en la frente se le acumulaba el sudor. Había alzado la voz desde un murmullo hasta una elocuencia tan precisa que, por un instante, pareció que se trataba de un discurso memorizado. O, para decirlo con más justicia, primero memo-rizado y luego conscientemente olvidado.
– Al surgir el nazismo había unos ochenta y pico millones de alemanes. Al cabo de cien años, Hitler pensaba en doscientos cincuenta millones, tal vez más. Para eso, Alemania necesitaba un Lebensraum o sea, un espacio vital, mucho espacio vital, lo suficiente para garantizar a la nación alemana una absoluta libertad de existencia según sus propios dictados. Pero el espacio vital y el territorio que le subyace, decía Hitler, sólo pertenece a aquellos que tienen la fuerza para adueñarse de él.
»Con esto quería decir que el nuevo Reich tenía que seguir los pasos de los antiguos caballeros teutones. La espada alemana conseguiría territorio para el arado alemán y pan para el pueblo.
– ¿De modo que procedieron a borrar de la faz de la tierra a seis millones de judíos para que no les estorbaran? -preguntó McVey con el tono de un abogado rural, como si no acabara de entender bien lo que le decían. Su actitud era ligera, porque sabía que Remmer respondería para defender lo que había sucedido. Defendería su culpa.
– Tienes que entender lo que estaba pasando. Esto sucedió después de una derrota aplastante en la Primera Guerra. El Tratado de Versalles nos despojó de nuestra dignidad, había una inflación desbocada y un paro masivo. ¿Quién se atrevería a contradecir a un líder que pretendía devolvernos nuestro orgullo nacional, el respeto por nosotros mismos? Hitler nos sedujo y el pueblo alemán fue arrastrado por un vendaval y allí nos perdimos. Acuérdate de los viejos documentales, de las fotos. Mira los rostros de la gente. Adoraban a su Führer. Adoraban sus discursos y el fuego que los inspiraba. Por eso olvidaron totalmente que eran discursos de un inculto, de un demente.
Remmer tenía una expresión ausente y de pronto se detuvo, como si hubiera perdido el hilo de su discurso.
– ¿Por qué? -preguntó McVey en un susurro sibilante como un apuntador en medio de la escena-. Ya nos has dado la clase de historia, Manfred. Ahora dinos la verdad. ¿Por qué embaucó Hitler a los alemanes con sus discursos? ¿Por qué se perdieron en la pasión de un hombre inculto y demente? Le estás echando toda la culpa a un solo hombre.
Remmer miró nerviosamente de un lado a otro de la habitación. No podía ir más allá o no quería.
– Los nazis eran más que Hitler, Manfred. -McVey ya no era el viejo abogado rural que no entendía nada. Era una voz que horadaba el subconsciente de Remmer exigiéndole que hurgara más hondo-. Por mucho poder que llegara a acumular, no estaba solo…
Remmer miraba el suelo. Levantó lentamente la cabeza y los demás vieron en su mirada una expresión de auténtico pavor.
– Como una religión, creemos en los mitos. Son mitos primitivos, tribales, aprehendidos… y siempre se encuentran inmediatamente bajo la superficie esperando el momento histórico en que surgirá un líder carismático y les dará vida… Hitler fue el último y hasta el día de hoy, los alemanes lo seguirían donde fuera… Es la cultura de la antigüedad, McVey,… la cultura de Prusia y de mucho antes. Guerreros teutones que cabalgan enfundados en armaduras dejando atrás la nebulosa. Llevan las espadas en alto y tienen los puños forrados en mallas de hierro. Los cascos de las monturas retumban en la tierra y arrasan todo lo que encuentran en su camino. Son conquistadores. Nos gobiernan nuestra tierra, nuestro destino. ¡Somos superiores! ¡Somos la raza superior! Alemanes de pura cepa. Pelo rubio, ojos azules y todas esas patrañas.
Remmer miraba fijamente a McVey. De pronto se volvió y sacó un cigarrillo, lo encendió y cruzó la habitación para sentarse solo en un sillón. No podía apartarse más. Se inclinó hacia delante cansado, acercó un cenicero y se quedó mirando el suelo. El cigarrillo que sostenía entre los dedos manchados de nicotina se consumió solo. El humo subía en volutas hacia el techo.