El reloj de Osborn marcaba las 2.11 de la madrugada del lunes 10 de octubre.
Hacía treinta minutos que había subido hasta la última planta y había cogido el ascensor oculto hasta el cuarto bajo los aleros del tejado del número 18 Quai de Bethune. Al borde de sus fuerzas entró en el aseo, abrió el grifo y bebió abundante agua. Luego se desprendió del pañuelo de Vera empapado en sangre y se limpió la herida. La mano le palpitaba con fuerza y tuvo serios problemas para abrirla. Sin embargo, el dolor era un buen signo porque si bien el corte había sido profundo, ni los nervios ni los tendones habían sufrido daños graves. El cuchillo del hombre alto se le había clavado entre los huesos del metacarpio, justo antes de la articulación entre el segundo y tercer dedo.
Al ver que podía abrir y cerrar la mano tuvo la certeza de que no había sufrido ningún daño permanente. De todos modos necesitaría una radiografía para estar seguro.
Si había un hueso roto o astillado, habría que operarlo y escayolarlo. Si no lo trataba, corría el riesgo de que sanara con una malformación, lo cual lo convertiría en un cirujano manco, algo que casi equivalía al fin de su carrera. Eso, contando que tuviera una carrera con que seguir adelante.
Buscó la crema antiséptica que había usado Vera para curarle la herida de la pierna, se la frotó en la mano y la cubrió con un vendaje limpio. Luego fue al cuarto pequeño, se tendió en la cama y se sacó aparatosamente los zapatos con una sola mano.
Había esperado una hora entera hasta que McVey se había ido y luego bajó de la caldera y subió por las escaleras de servicio a oscuras. Subió cautelosamente peldaño por peldaño esperando encontrarse de pronto con un hombre uniformado que le encañonara. Pero no había sucedido nada, de modo que era evidente que si había policías apostados en la zona, estaban fuera.
McVey tenía razón. Si la policía francesa lo detenía y lo encarcelaba, el hombre alto encontraría un medio para matarlo. Luego iría a por Vera. Osborn estaba atrapado y McVey era la tercera y última parte del triángulo.
Se desabrochó la camisa, apagó la luz y se tendió en la oscuridad. A pesar de que su pierna se había recuperado, empezaba a entumecerse debido al cansancio. Descubrió que el dolor palpitante de la mano disminuía si la mantenía en alto y la sostuvo sobre una almohada. Tendría que haberse dormido inmediatamente tumbado por el agotamiento, pero demasiadas cosas le rondaban el pensamiento.
La brusca aparición de Vera y el hombre alto había sido producto de una mera coincidencia. Pensando que Vera estaba en el hospital y que el piso estaba vacío, había bajado con la intención de llamar por teléfono. Se debatió durante horas antes de llegar a la conclusión de que lo más realista sería llamar a la embajada americana en París, explicar quién era y pedir ayuda. Eso significaba que, básicamente, se entregaba a la merced del gobierno de Estados Unidos. Con suerte lo protegerían de la ley francesa y tal vez, en el mejor de los casos, considerarían las circunstancias y le perdonarían lo que había hecho. Él no había matado a Henri Kanarack. Además, su iniciativa haría que toda la atención se centrara sobre él y sacaría a Vera de la sombra de un escándalo que podía conducirla a la ruina. Durante casi treinta años había sostenido su propia guerra particular. No era ni correcto ni justo que sus demonios dieran al traste con la vida de Vera, aparte todo lo que hubiera entre ellos. Eso pensaba hasta que abrió la puerta y vio que el hombre alto le apretaba la navaja contra el cuello. En ese instante, toda la nitidez de su plan se desvaneció y cambió todo. Vera estaba implicada quisiéranlo o no. Si recurría al embajador americano todo se acabaría ahí, sería igual que caer en manos de la policía. La menor de las medidas sería mantenerlo bajo custodia hasta que las cosas se aclararan. Con la publicidad que se había tejido en torno al asesinato de Kanarack/Merriman, los medios de comunicación se abalanzarían sobre el caso y el hombre alto o sus cómplices sabrían dónde se encontraba. Cuando lo cogieran, irían a por Vera tal como había pronosticado McVey.
Tendido en esa especie de palomar en los techos de París, con la mano alzada y palpitándole de dolor, Osborn pensó en McVey y en la oferta de ayuda que le tendía. Y mientras más sopesaba las posibilidades, sin saber si podía confiar en él o si su ofrecimiento era sincero o una mera treta para conducirlo hasta la policía francesa, comenzaba a darse cuenta de que no tenía mucho más a su favor.
A las siete menos cuarto de la mañana, McVey estaba tendido, vestido sólo con los pantalones del pijama y un pie sobresaliéndole bajo la manta. Quería dormir pero le resultaba imposible.
Se la había jugado a una intuición porque era lo único que podía hacer. Si Lebrun no estaba, los inspectores franceses no le habrían permitido interrogar a Vera Monneray. Así, no lo había intentado. Y aunque Lebrun hubiese estado presente, habría tenido dificultades para sonsacarle la verdad a Vera Monneray sobre lo que había sucedido realmente porque la joven era lo suficientemente lista para refugiarse tras ese respeto nacional del amour, es decir, en el Primer Ministro de Francia. Cabía la posibilidad de que se equivocara y que Vera, por temor, ira o indignación -no sería la primera vez que McVey veía algo parecido- hubiera perseguido al hombre alto con el arma en la mano tal como ella lo había descrito pero al decir que no había visto el coche su historia se venía abajo. Porque alguien había salido a la calle y sin lugar a dudas había disparado cuando el coche se alejaba.
Si realmente había actuado según lo declarado, ¿por qué había mentido acerca del coche a menos que llegara demasiado tarde a la escena para darse cuenta de lo que había sucedido? Eso significaba, desde luego, que al coche le había disparado otra persona.
El equipo técnico de la policía había encontrado dos tipos de sangre pero Vera no estaba herida. Eso significaba que había al menos tres personas en el apartamento cuando se producía el tiroteo. Una de ellas había escapado y la otra aún estaba en el apartamento. Por lo tanto faltaba una persona.
El primer disparo llamó la atención de Barras y Maitrot. El segundo y tercer disparos los había hecho correr y Barras llamó entonces por radio para pedir refuerzos.
El hombre alto había escapado en un coche rápido.
Momentos más tarde había policías por toda la zona revisando todos los pisos del edificio en un radio de tres manzanas y además todos los callejones y tejados e incluso las barcazas en el Sena a las que podría haber saltado un fugitivo desde un puente o un muelle.
Eso sólo significaba una cosa. La tercera persona aún estaba ahí. En algún rincón. Debido a la rapidez de la respuesta de la policía y puesto que el tiroteo se había producido justo a la salida de la puerta de servicio, el lugar más obvio para esconderse era el sótano.
Sí, ya lo habían revisado todo minuciosamente. Pero no habían usado perros. La experiencia le había enseñado a McVey que la gente desesperada podía actuar con mucha inteligencia o, a veces, tener mucha suerte. Por eso había dejado que la policía francesa acabara su inspección y luego había vuelto solo.
A las siete menos diez de la mañana, McVey abrió un ojo, lanzó una mirada al reloj y gruñó. Llevaba cuatro horas y media acostado y estaba seguro de no haber dormido más de dos. Cualquier día se pegaría una siesta de ocho horas. Pero no tenía ni idea de cuándo llegaría ese día. Sabía que lo dejarían en paz hasta las siete y luego comenzarían las llamadas. Lebrun, que llamaría para decir que regresaba de Lyón y para establecer un punto de encuentro. El comandante Noble y el doctor Richman llamarían de Londres.
También había dos llamadas pendientes de Los Angeles. Una de ellas de la inspectora Hernández a quien McVey había llamado a las dos de la madrugada al regresar a su habitación porque no había encontrado ningún fax con los antecedentes de Osborn como había solicitado. Hernández no estaba y nadie sabía de su paradero.
La otra llamada sería del fontanero que habían reclamado los vecinos cuando los aspersores automáticos de McVey comenzaron a funcionar intermitentemente cada cuatro minutos a lo largo de todo el día. El fontanero llamaba para comunicar lo que le iba a costar instalar un sistema completamente distinto para reemplazar el que McVey había instalado hacía años con un modelo de Sears cuyas piezas ya no tenían repuesto. Y luego una llamada que seguía esperando y deseando, la llamada que lo había mantenido despierto casi toda la noche: la llamada de Osborn. Volvió a pensar en el sótano. Era más grande de lo que había pensado y tendría mil escondrijos. Pero tal vez se había equivocado, tal vez había estado hablando en la oscuridad.
Las seis y cincuenta y dos minutos. Ocho minutos más, McVey. Cierra los ojos, intenta no pensar en nada, deja que todos tus músculos y nervios se relajen.
Y entonces sonó el teléfono. McVey gruñó y descolgó.
– McVey.
– Soy el inspector Barras. Siento molestarlo.
– No importa. ¿Qué pasa?
– El inspector Lebrun ha sufrido un atentado.