Osborn miró el teléfono y se preguntó si tendría suficientes fuerzas para volver a intentarlo. Lo había intentado ya tres veces y no había tenido éxito. Dudaba intentarlo otras tres.
Al salir del bosque de madrugada se encontró en lo que a la luz del alba le parecieron tierras de cultivo. En las cercanías encontró una cabaña pequeña, cerrada pero con una toma de agua en el exterior. Abrió el grifo y bebió abundantemente. Luego se rasgó la pernera del pantalón y lavó la herida lo mejor que pudo. La hemorragia externa se había detenido prácticamente y Osborn logró aflojar el torniquete sin que la pierna volviera a sangrar.
Después, seguramente se había desmayado porque cuando volvió a abrir los ojos vio a dos jóvenes con palos de golf a cuestas que lo miraban y le preguntaban en francés si se encontraba bien. Había confundido un campo de golf con terrenos agrícolas.
Ahora estaba sentado en el salón del club con la mirada fija en el teléfono de la pared. Sólo acertaba a pensar en Vera. ¿Dónde estaría? ¿En la ducha? No, no podía tardar tanto. ¿En el trabajo? Tal vez, no estaba seguro. Había perdido la noción de sus horarios, de los días que tenía libres y de los otros.
Levigne, un hombre pequeño y delgado como un lápiz que administraba el lugar, quiso llamar a la policía pero Osborn logró convencerlo de que sólo había sido un pequeño accidente y que alguien vendría a buscarlo. Le daba miedo que apareciera el hombre alto. Pero también le daba miedo la policía. Era muy probable que ya hubiesen encontrado el coche de Kanarack. Habría sido confiscado y registrado como coche robado o abandonado. Pero cuando apareciera el cadáver flotando en las aguas del Sena, lo revisarían con lupa. Las huellas dactilares de Osborn estaban en todas partes y la policía ya las tenía fichadas. El mismo Barras se las había tomado aquella primera noche al detenerlo después de agredir a Kanarack en el café y de saltar las barreras del metro para perseguirlo.
¿Cuándo había sucedido eso?
Osborn miró su reloj. Hoy era sábado. Había visto a Kanarack por primera vez el lunes. Seis días. ¿Sólo seis días? ¿Después de casi treinta años? Y ahora Kanarack estaba muerto. Teniendo en cuenta todos sus intrincados planes, a la policía, a Jean Packard… Después de todo, aún no tenía una respuesta. La muerte de su padre seguía siendo un misterio tan insoluble como en el pasado.
Escuchó un ruido y levantó la mirada. Un hombre corpulento llamaba por teléfono. Fuera, los jugadores de golf caminaban hacia el primer tee. La bruma del amanecer había dejado paso a un sol brillante, el primer día sin nubes desde que Osborn había llegado a Francia. El campo de golf estaba situado cerca de Ver-non a unos treinta kilómetros de París. El Sena, que serpenteaba de un lado a otro de la campiña, seguramente lo había arrastrado al menos el doble de esa distancia. No sabía cuánto tiempo había estado en el agua ni cuánto había caminado en la oscuridad.
En la mesa, Osborn observó el fondo de la taza de café que Levigne le había traído sin cobrarle. Cogió la taza y bebió lo que quedaba de un sorbo. El solo movimiento de levantar una taza de café y bebería le había cansado.
Al otro lado del salón, el hombre corpulento colgó y salió. ¿Qué pasaría si de pronto entraba el hombre alto? Aún llevaba la pistola de Kanarack en el bolsillo de la chaqueta. ¿Tendría la fuerza para sacarla, apuntar y apretar el gatillo? Durante años había practicado con una escopeta y era buen tirador. Se entrenaba en los clubs de Santa Mónica y en los valles de San Fernando y El Conejo. ¿Por qué lo había hecho? No lo sabía. Tal vez se trataba de liberar agresividad. Tal vez era un deporte. O una precaución ante la ola de crímenes en las grandes ciudades. ¿O había otros motivos? Algo que lo impulsaba a esperar el día en que tuviera que recurrir a un arma.
Volvió a mirar el teléfono. «Inténtalo. Una vez más. Tienes que intentarlo.»
La pierna se le empezaba a tensar y Osborn temió que con el movimiento volviera a sangrar. Además, el impacto del traumatismo comenzaba a disiparse y disminuía el efecto de la anestesia natural del organismo.
La pierna le palpitaba con tal intensidad que Osborn no sabía cuánto tiempo podría soportar el dolor sin recurrir a un analgésico.
Puso las manos sobre la mesa y se levantó. El súbito movimiento le provocó mareos y durante un momento sólo acertó a permanecer de pie y quedarse quieto rogando que no cayera al suelo.
Un grupo de jugadores que entraba al local lo vieron y se apartaron. Vio que uno de ellos hablaba con Levigne mientras lo señalaba. ¿Qué otra cosa podía esperar, con ese aspecto? Con los ojos vidriosos, apenas capaz de sostenerse en pie, con la ropa rasgada, empapada y maloliente, parecía un descastado del infierno.
Pero ahora no podía ocuparse de ellos.
Volvió a mirar el teléfono. Estaba a menos de diez pasos pero si hubiera estado en California habría sido lo mismo. Cogió el bastón de la rama de árbol con que había llegado hasta allí, lo afirmó por delante y avanzó.
«La mano derecha con el bastón seguida del pie derecho. Levantar el pie izquierdo. Mano derecha, pie derecho. Traer el pie izquierdo hacia delante. Detenerse. Respirar profundo.
»El teléfono está más cerca ahora.
»¿Listo? Una vez más. Mano derecha, pie derecho. Levantar el pie izquierdo.» A pesar de que estaba totalmente concentrado en sus movimientos y en el objetivo hacia el que se dirigía, Osborn sabía que la gente que había en el salón lo observaba. Los rostros eran borrosos.
Luego escuchó una voz. Su propia voz. Le estaba hablando a él. Con claridad y precisión.
«La bala está alojada en algún lugar detrás del muslo. No estoy seguro dónde exactamente. Pero hay que sacarla…
»Mano derecha, pie derecho. Levantar pie izquierdo. Mano derecha, pie derecho…
»Practicar una incisión vertical siguiendo la parte media del muslo trasero desde el pliegue inferior de la nalga.» De pronto se encontraba de nuevo en la Facultad de Medicina, citando la «Anatomía» de Gray. ¿Cómo era posible que aún recordara todo de carrerilla?
«Mano derecha, pie derecho. Pie izquierdo. Detente y descansa. -Al otro lado de la sala, aún lo miraban-. Mano derecha, pie derecho. Levantar pie izquierdo.
«Tienes el teléfono enfrente tuyo.»
Agotado, Osborn estiró la mano hacia el auricular y lo desenganchó.
«Paul, tienes una bala alojada en la parte posterior del muslo. Tenemos que sacarla ahora mismo.»
«Ya lo sé, joder. Ya lo sé. ¡Sacadla ahora inmediatamente!»
– Ya ha salido. No te muevas.
– ¿Sabes quién soy?
– Desde luego.
– ¿Qué día es hoy?
– Es… -vaciló Osborn-. Es sábado.
– Has perdido el avión -dijo Vera, sacándose los guantes quirúrgicos. Se volvió y salió de la habitación.
Osborn se relajó y miró a su alrededor. Estaba en el piso de Vera, desnudo, tendido boca abajo en la habitación de invitados. Al cabo de un momento volvió Vera con una jeringa en la mano.
– ¿Qué es eso? -preguntó Osborn.
– Te podría decir que es sucinilcolina -dijo ella, con una sonrisa irónica-. Pero no sería verdad -agregó, y colocándose a sus espaldas le limpió una zona de la nalga con un algodón empapado en alcohol. Introdujo la jeringa y le administró el contenido-. Es un antibiótico. Debería administrarte seguramente una dosis de antitétanos. Dios sabe lo que había en ese río además de Henri Kanarack.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Osborn, y de pronto todo lo sucedido desfiló como un rayo por su mente.
Vera se inclinó y lo tapó suavemente con una manta hasta los hombros para que conservara el calor. Luego se sentó en una silla de lectura, una otomana de cuero situada frente a él.
– Te desmayaste en el salón de un club de golf a unos cuarenta kilómetros de aquí. Pero lograste darles mi número. Una amiga me prestó el coche. La gente del club de golf fue muy amable. Me ayudaron a meterte en el coche. Sólo llevaba unos tranquilizantes y te los di todos.
– ¿Todos?
Vera sonrió.
– Hablas mucho cuando estás jodido. Sobre todo de hombres. Henri Kanarack, Jean Packard, tu padre.
En la distancia escucharon la sirena de una ambulancia y la sonrisa se le borró del rostro.
– He ido a la policía -dijo.
– ¿A la policía?
– Anoche. Estaba preocupada. Buscaron en tu habitación del hotel y encontraron la sucinilcolina. No saben qué es ni para qué sirve.
– Pero tú sí lo sabes…
– Ahora lo sé, sí.
– Me resultaba muy difícil contártelo, ¿no crees? -A Osborn le pesaban los párpados y comenzaba a perder el sentido-. ¿La policía? -preguntó, con voz débil.
Vera se levantó, fue al otro lado de la habitación y encendió una pequeña lámpara en un rincón y apagó la del techo.
– No saben que estás aquí -dijo-. Al menos, no lo creo. Cuando encuentren el coche de Kanarack con tus huellas vendrán a preguntarme si te he visto o si he hablado contigo.
– ¿Qué les dirás?
Vera veía que Osborn intentaba mantener el control de la situación y que quería saber si había cometido un error al llamarla o si podía confiar en ella. Pero estaba demasiado agotado. Los párpados se le cerraron y se volvió a hundir lentamente en la almohada.
Ella se inclinó sobre él y le rozó la frente con los labios.
– Nadie lo sabrá -dijo-. Lo prometo.
Osborn no la oyó. Ahora caía, dando tumbos. No estaba en sus cabales. Jamás la verdad había sido tan rotunda ni tan horripilante. Él había querido ser médico porque deseaba mitigar el sufrimiento y el dolor a sabiendas de que jamás podría sanar su propio dolor. La gente no veía más que la imagen de un médico atento y preocupado. Jamás habían visto la otra cara de su personalidad porque no existía. No había nada y jamás habría nada hasta que murieran los demonios que la habitaban. Henri Kanarack sabía cosas que podrían haberlos matado pero no había sucedido así. De pronto su caída se interrumpió y abrió los ojos. Era otoño en New Hampshire y él estaba en el bosque con su padre. Los dos reían y saltaban sobre las piedras para cruzar una laguna. El cielo era azul, las hojas brillaban y el aire estaba seco y puro.
En aquel entonces tenía ocho años.