Se desplazaban en dos coches. Noble y Remmer iban en el Mercedes. Osborn conducía un Ford negro y McVey iba sentado a su lado. Los coches camuflados de la BKA, uno con los inspectores veteranos Kellermann y Seidenberg y el otro con Littbarski y un agente con cara de niño llamado Holt, ya esperaban fuera del hotel. Kellermann y Seidenberg en el callejón de atrás, y Littbarski y Holt enfrente. Kellermann y Seidenberg ya se habían ocupado de verificar la pequeña tienda de comestibles próxima a la estación de metro de Schonholz. El propietario recordaba vagamente que un hombre que respondía a la descripción de Cadoux había usado el teléfono, y creía que iba solo y no se había quedado mucho rato.
Remmer, que iba a la cabeza, se acercó a la acera y apagó las luces.
– Siga hasta la esquina. Cuando encuentre un sitio, aparque -le dijo McVey a Osborn.
El hotel Borggreve era un pequeño hostal en una zona particularmente oscura de una calle al noreste del Tiergarten. Tenía cuatro plantas y unos veinte metros de fachada y estaba flanqueado por dos edificios de pisos más altos. Mirando la fachada, parecía viejo y mal cuidado. La habitación 412, les había explicado Cadoux. Ultimo piso en la parte de atrás.
Osborn giró al llegar a la esquina y aparcó detrás de un Alfa Romeo blanco.
McVey se soltó los botones de la chaqueta, sacó el revólver del 38 y abrió el cargador para confirmar que estaba cargado.
– No me gusta que me mientan -comentó. Hasta entonces, no se había pronunciado sobre la confesión de Osborn cuando había identificado a Von Holden en el vídeo de la casa de Hauptstrasse. Hizo el comentario ahora porque quería recordarle quién controlaba la situación.
– A su padre no lo han asesinado, McVey -dijo Osborn, y lo miró. Aquello no era una disculpa ni una retractación. Aún estaba enfadado con McVey por haberlo utilizado para provocar un error de Vera con el cual inculparla. Y aún le indignaba cómo la había tratado la policía. Todo lo que sucedía con Vera, el torbellino emocional de verla, de abrazarla, había jugado en contra de la duda de quién era o qué hacía ella realmente y él se había sentido castigado una vez más por el vapuleo emocional de toda la vida. Verla así le había simplificado las cosas, porque le ayudaba a definir sus prioridades. Necesitaba una respuesta de Scholl antes de empezar siquiera a pensar en lo que Vera significaba para él. Por eso no le pedía disculpas a McVey ni se las pediría. En ese momento eran los dos iguales o ninguno era nada.
– Será una noche larga, doctor, y sucederán muchas cosas, de modo que no se pase de la raya -precisó McVey. Devolvió el revólver a la cartuchera, cogió una radio del asiento y la encendió-. ¿Remmer?
– Estoy aquí, McVey. -La voz de Remmer sonaba aguda en el diminuto receptor.
– ¿Están todos preparados?
– Ja.
– Diles que no sabemos de qué va el asunto, de modo que se lo tomen con calma.
Oyeron que Remmer daba el mensaje en alemán y McVey abrió la guantera. Sacó la CZ automática que Osborn había llevado al parque y se la entregó.
– Mantenga las luces apagadas y las puertas cerradas -dijo mirándolo fijamente. Luego abrió la puerta y bajó. Entró una ráfaga de aire frío. McVey cerró de un portazo y desapareció. Osborn lo miró por el retrovisor y lo vio llegar a la esquina y abrirse la chaqueta. Luego desapareció al doblar y la calle quedó vacía.
La parte trasera del hotel Borggreve daba a un callejón estrecho con árboles a cada lado. Enfrente, unos bloques de pisos ocupaban la manzana. Lo que sucediera en el callejón y en la parte de atrás del hotel Borggreve incumbía a los agentes Kellermann y Seidenberg. Kellerman permanecía en la oscuridad junto a un contenedor de basura con los prismáticos fijos en la ventana de la segunda habitación de la izquierda en el último piso. Divisaba una lámpara encendida, pero no lograba distinguir nada más. Oyó a Littbarski por el audífono de su radio.
– Kellermann, vamos a entrar. ¿Ves algo?
– Nein -dijo en voz baja con la cabeza inclinada hacia el pequeño micrófono enganchado a la solapa. Al otro lado del callejón veía la sombra gruesa de Seidenberg perfilándose contra una encina. Llevaba una escopeta y vigilaba la puerta de atrás del hotel.
– Aquí tampoco hay nada -informó Seidenberg.
En una de las habitaciones de la segunda planta de la casa de Hauptstrasse, Salettl observaba a Eric y Edward que se ayudaban mutuamente a anudarse los corbatines al cuello de sus camisas de gala. Si no fueran gemelos, se decía, podrían pasar por una pareja de jóvenes amantes.
– ¿Cómo os sentís? -preguntó.
– Bien -contestó Eric volviéndose rápidamente hasta casi cuadrarse.
– Y yo igual -dijo Edward como un eco.
Salettl se quedó observando un momento y luego salió.
Abajo, atravesó un pasillo revestido de paneles de encina y luego entró en un gabinete con el mismo decorado donde Scholl, impecable en su frac blanco, permanecía de pie junto al fuego crepitante de la chimenea con una copa de coñac en la mano. Uta Baur estaba en una silla a su lado luciendo uno de sus modelos negros, fumando un cigarrillo turco con boquilla.
– Von Holden está con Lybarger -informó Salettl.
– Ya lo sé -contestó Scholl.
– Es una lástima que el policía haya involucrado al cardenal…
– Usted debería preocuparse exclusivamente de Eric y Edward y del señor Lybarger -dijo Scholl con una sonrisa fría-. Esta noche nos pertenece, estimado doctor. Nos pertenece entera -dijo, y de pronto desvió la mirada-. No sólo para los vivos sino para los muertos, todos aquellos que tuvieron la visión, el valor y la dedicación para iniciar esto. Esta noche es para ellos. Para ellos descubriremos, saborearemos y tentaremos el futuro. -Scholl volvió a mirar a Salettl-. Y nada, mi estimado doctor -dijo en un susurro-, nada podrá arrebatárnosla.