Capítulo 106

Osborn no era el único hombre atormentado que había en Berlín.

En el despacho de Von Holden en el piso de Sophie-Charlottenburgstrasse, Cadoux esperaba destrozado por la angustia. Había pasado las últimas dos horas quejándose ante cualquiera que quisiera oírle hablar de la calidad del café en Alemania, de la dificultad para conseguir un periódico en francés o de cualquier otra cosa. Intentaba disfrazar su creciente inquietud por la suerte de Avril Rocard. Habían pasado más de veinticuatro horas desde que su amiga había terminado previsiblemente su misión en la granja de las afueras de Nancy. Estaba previsto que le informara directamente a él. Pero no había tenido noticias.

Había llamado cuatro veces a su piso en París y no habían contestado ninguna. Después de una noche de insomnio, llamó a Air France para averiguar si Avril había cogido el vuelo a primera hora de la mañana de París a Berlín. Cuando le dijeron que no, comenzó a desmoronarse. Cadoux era un terrorista entrenado, asesino y policía profesional. En Interpol era el responsable de la seguridad de Erwin Scholl donde quiera que viajase a lo largo de los últimos treinta años. Pero en lo más íntimo, Cadoux era un hombre prisionero de sus sentimientos. Para él, Avril Rocard era como el aire que respiraba.

Finalmente se arriesgó a seguir el rastro por teléfono, y estableció contacto con un miembro de la Organización infiltrado en los servicios secretos franceses. El hombre le confirmó que habían encontrado muertos a tres agentes de los servicios secretos y a una mujer en la granja de Nancy, pero que no había más detalles. Cadoux sucumbió a la desesperación y entonces decidió telefonear al lugar que, al fin y al cabo, era el más evidente.

Llamó al hotel Kempinski.

Sintió un enorme alivio cuando le comunicaron que Avril Rocard había llegado al hotel a las siete y cuarto de la mañana, proveniente del Bahnhof Zoo, la estación central de ferrocarril en Berlín. Cadoux colgó y buscó un cigarrillo. Exhaló el humo y el rostro se le iluminó con una sonrisa, hasta que dio un puñetazo en la mesa. Treinta segundos más tarde, exactamente a las diez y cincuenta y nueve minutos, mientras Von Holden mantenía aún su reunión con Scholl, Cadoux cogió el teléfono y llamó a la habitación de Avril Rocard en el hotel Kempinski. Cosas de la suerte, la línea comunicaba.


Era McVey, que la usaba para llamar a Scholl. La primera parte de la conversación había sido formal y cortés. Hablaron de su mutua amistad con el cardenal O'Connel y del clima de Berlín comparado con el sur de California y de la coincidencia de encontrarse los dos en Berlín. Después hablaron del objeto de la llamada de McVey.

– Es algo que quisiera comentar personalmente con usted, señor Scholl. No quisiera que se me malinterpretara.

– Creo que no entiendo.

– Digamos simplemente que es… personal.

– Inspector, como usted comprenderá, estoy literalmente atado durante todo el día. ¿No podría esperar hasta que regrese a Los Ángeles?

– Creo que no.

– ¿Cuánto tiempo cree que necesitará?

– Media hora, cuarenta minutos.

– Ya veo…

– Ya sé que está muy ocupado y le agradezco su colaboración, señor Scholl. Ya sé que estará en el palacio Charlottenburg para la recepción de esta noche. ¿Por qué no nos encontramos antes del inicio? ¿Qué le parece alrededor de las sie…?

– Me reuniré con usted a las cinco en punto en el número 72 de Haupstrasse, en el distrito Friedenau. Es una residencia privada. Estoy seguro que podrá encontrarla. Buenos días, inspector.

Se oyó el «clic» en el otro extremo cuando Scholl colgó y luego miró a Louis Goetz y a Von Holden cuando los dos colgaron las extensiones.

– ¿Era eso lo que querías?

– Eso era lo que quería -dijo Von Holden.


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