Capítulo 101

A las once menos dos minutos, Osborn llamaba a la puerta de la habitación 6132. McVey tardó un momento en abrir. Había cinco hombres detrás de él y todos lo observaban en silencio. Noble, Remmer, el agente Schneider y dos miembros uniformados de la policía de Berlín.

– Bueno, ha regresado la Cenicienta -observó McVey.

– Me separé del agente Schneider. Lo busqué por todas partes. ¿Qué tenía que hacer? -Osborn ignoró la mirada de ira que le lanzó McVey, cruzó la habitación y cogió el teléfono. Se produjo un silencio y Osborn pudo hablar.

– El doctor Mandel, por favor -dijo.

Remmer se encogió de hombros, despidió a los policías berlineses y McVey le estrechó la mano a Schneider. Remmer los acompañó a los tres a la puerta y cerró.

– Ya volveré a llamar, gracias -dijo Osborn, y miró a McVey al colgar-. Usted me dirá si me equivoco -prosiguió con una energía que McVey no le había visto desde Inglaterra-, pero después de todo lo que he observado, con o sin orden de arresto, las posibilidades de conseguir pruebas suficientes para llevar a Scholl a juicio son casi nulas. Es demasiado poderoso, está demasiado bien conectado y por encima de la ley, ¿no?

– Tiene usted la palabra, doctor.

– Entonces, ¿por qué no lo miramos desde otra perspectiva y nos preguntamos por qué vendría Scholl de la otra punta del mundo para rendirle homenaje a un hombre que apenas existe y, a la vez, aparece como instigador de una ola de asesinatos que crece a medida que se acerca la fecha de la fiesta en el palacio de Charlottenburg?

Osborn les lanzó una mirada rápida a los demás y volvió a McVey.

– Apostaría que Lybarger es la clave de todo esto. Y si podemos averiguar algo sobre él, seguro que podremos saber bastante más acerca de Scholl.

– ¿Piensa que podrá encontrar algo que la policía federal alemana haya pasado por alto? Continúe -dijo McVey. ;

– Así lo espero, McVey -dijo Osborn, y señaló el teléfono con un gesto de la cabeza. Estaba excitado. Sabía que si intentaba hacerlo solo sería imposible, pero tampoco dejaría que lo apartaran de la operación-. He llamado al doctor Herb Mandel. No sólo es el mejor especialista en cirugía vascular que conozco. También es jefe de personal del Hospital General de San Francisco. Si es verdad que Lybarger tuvo un infarto, debería tener un historial médico. Ese historial tendría que haber empezado en San Francisco.


Von Holden estaba irritado. Tenía que haber liquidado a Osborn allí mismo, al verlo sentado en el banco del parque. Pero había querido asegurarse de que era el hombre que buscaba. Viktor y Natalia eran personas en quienes se podía confiar, pero sólo se guiaban por una foto. El problema no era matar a un desconocido, sino pensar que había matado al indicado y descubrir luego que se había equivocado. Por eso se había acercado tanto a Osborn, hasta el punto de saludarlo con un «buenas noches». Luego Osborn lo había sorprendido con la pistola.

Tenía que haber estado preparado, pensó Von Holden, porque encajaba con la afirmación de Scholl de que Osborn se guiaba por motivaciones emocionales y que, por lo tanto, era un individuo sumamente impredecible.

Aun así, tenía que haberlo matado. Había mirado a Viktor deliberadamente esperando que Osborn se volviera para ver dónde miraba. Habría necesitado tan sólo ese instante. Pero Osborn había retrocedido para tenerlos a ambos al alcance de la vista sin dejar de apuntarle con la CZ. Al echar el percutor hacia atrás, si le disparaban, el pulgar resbalaría y el arma se descargaría a bocajarro contra Von Holden. La verdad era que estaba demasiado cerca para correr el riesgo de que diera en el blanco.

También era verdad que cuando Osborn huyó y ellos corrieron tras él por el parque, había tenido la oportunidad de un disparo certero. Si el americano se hubiera detenido, aunque no fuera más que por una fracción de segundo, en lugar de lanzarse al tráfico de Tiergartenstrasse, le habría disparado. Pero no había sido así y los dos coches que se estrellaron le obstaculizaron la visión sin darle una segunda oportunidad.

Mientras subía las escaleras del apartamento de Charlottenstrasse, Von Holden se sentía turbado, no tanto debido a su fracaso -al fin y al cabo, a veces sucedía así- sino a un estado general de desasosiego. El hecho de que Osborn hubiera salido solo había sido un regalo y él, más que nadie, debería haber sido capaz de aprovecharlo. No lo había hecho. Algo se repetía de manera regular. Bernhard Oven tenía que haber eliminado a Osborn en París y no lo había logrado. El atentado del tren iba a acabar con Osborn y McVey, ya fuera en la explosión o después, a manos del grupo de asesinos que los esperaba si sobrevivían. Sin embargo seguían con vida. Más que suerte, era otra cosa. Para Von Holden, personalmente, tenía visos premonitorios.

Vorahnung.

La palabra lo perseguía desde su juventud. Significaba premonición. Desde el día en que había conocido a Scholl, había tenido la peculiar sensación de que el camino de ese hombre así como de aquellos que lo siguieran, estaba inexorablemente destinado a una catástrofe. No tenía la menor sospecha de dónde provenía esa sensación y, claro está, no había manera de demostrarlo porque todo lo que Scholl tocaba seguía el rumbo que él definía y así había sido durante años. Sin embargo, el sentimiento perduraba.

A veces desaparecía durante unos días o meses. Pero siempre sobresalía. Los sueños que tenía eran horripilantes, atisbos de nebulosas de colores verdes y rojos como los de la aurora boreal elevándose a miles de metros y ondulando como gigantescos pistones en el vértice de su mente. En medio de esa dimensión aparecía el terror y él era incapaz de dominarlo.

Cuando Von Holden despertaba de esas «cosas» como solía llamarlas, lo invadía un sudor frío y temblaba de miedo y se obligaba a pasar el resto de la noche en vela temiendo que el sueño volviera a traer consigo la pesadilla.

A menudo se preguntaba si no sufría de algún desequilibrio fisiológico o de un tumor cerebral, pero sabía que eso era imposible porque había largos períodos intermitentes de salud.

Luego se habían desvanecido. Así, sin más. Él había creído librarse durante cinco años y estaba seguro de haberse recuperado. De hecho, durante los últimos años ni siquiera había vuelto a acordarse. Hasta ayer por la noche, al enterarse de que McVey y sus hombres habían salido de Londres en un avión privado. No tenía para qué adivinar su destino porque ya lo sabía. Al final se acostó pero temiendo dormirse, sabiendo en el fondo de sí mismo que las «cosas» volverían. Y habían vuelto. Eran más aterradoras que en el pasado.

Von Holden cruzó la puerta del apartamento, saludó al guardia y entró por un largo pasillo. Llegó a la sala de las secretarias y una de ellas, una mujer alta y de cara rellena con el pelo teñido de rojo, hizo una pausa en la verificación informática del sistema electrónico de seguridad en Charlottenburg y lo miró.

– Ya está aquí -dijo en alemán.

Danke -asintió Von Holden, y abrió la puerta de su despacho. Un rostro familiar le sonreía.

Era Cadoux.


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