Vera miró por la ventanilla del compartimiento de primera clase cuando el tren redujo la marcha y entró en la estación. Había intentado relajarse y leer durante el par de horas de viaje. Pero tenía la cabeza en otro lado, y tuvo que abandonar la lectura. Para empezar, ¿qué la había impulsado a presentarse a Paul Osborn en Ginebra? ¿Y por qué había dormido con él en Ginebra y luego viajado con él a Londres? ¿Tal vez estaba algo agitada y había actuado con un dejo de capricho infantil al sentirse atraída por un hombre guapo? ¿O tal vez había intuido inmediatamente algo más, un alma gemela y rara que en muchos sentidos coincidía con ella en sus nociones sobre la vida tal como era, y de lo que podía ser y a dónde podía conducir si estaban juntos?
De pronto se dio cuenta de que el tren se había detenido. La gente se levantaba, sacaba su equipaje de los maleteros del techo y empezaba a bajar del tren. Había llegado a París. Mañana volvería al trabajo, y Londres y Ginebra y Paul Osborn caerían en el olvido.
Con la maleta en la mano, bajó y caminó por el andén entre la multitud. El aire estaba húmedo y pesado, como si estuviera a punto de llover.
– ¡Vera!
Ella levantó la mirada.
– ¡Paul! -No cabía en sí de asombro.
– En la enfermedad y en la salud -dijo él sonriendo. Se acercó entre los pasajeros y le cogió la maleta para cargarla.
Osborn había cogido el puente aéreo de Londres, y luego un taxi desde el aeropuerto hasta la estación del Norte, donde estaban ahora. Entretanto, había reservado un billete de París a Los Ángeles. Se quedaría en París cinco días, y durante esos cinco días se dedicarían a estar juntos.
Osborn quería acompañarla a casa, a su piso. Sabía que tenía que ir al trabajo, pero deseaba hacer el amor con ella las horas que quedaban hasta entonces. Y luego, cuando ella terminara su turno y volviera a casa, harían otra vez lo mismo. Estar con ella, hacerle el amor, era lo único que importaba.
– No puedo -dijo ella, directamente, irritada porque había venido. ¿Cómo se atrevía a imponerse sobre ella de esa manera?
No era precisamente la reacción que Osborn esperaba. Los momentos que habían pasado juntos eran demasiado íntimos, demasiado perfectos. Demasiado tiernos. Y eso era algo que nacía de los dos.
– Me prometiste que después de Londres no habría nada más entre nosotros.
– Además de unas horas en el cine y una cena no se podría decir que hubiera gran cosa en Londres, ¿no crees? -sonrió él-. Ahora, si cuentas los vómitos, la fiebre, los escalofríos y todo eso…
Durante un momento, Vera no dijo nada. Luego salió la verdad. Se lo dijo rápida y directamente. Sí, había otro.
No era prudente revelar su nombre, pero se trataba de alguien importante e influyente en Francia, alguien que jamás debía enterarse de que habían estado juntos en Ginebra o en Londres. Se sentiría profundamente herido, y ella no quería. Lo que Paul y ella habían vivido y compartido esos últimos días, había terminado. Y él lo sabía, porque entre los dos así lo habían acordado. Por doloroso que fuera, ella no podía y no quería volver a verlo.
Llegaron a la escalera mecánica y subieron hasta los taxis. El le comentó que había un hotel en la avenida Kléber donde se instalaba siempre que venía a París. Se quedaría allí cinco días. Quería volver a verla, aunque sólo fuera para despedirse.
Vera desvió la mirada. Paul Osborn era diferente a todos los hombres que había conocido. Era gentil, cariñoso y comprensivo, incluso en medio de su dolor y su decepción. Pero aunque hubiera querido, Vera no se habría plegado a su deseo. Osborn no pertenecía al momento que ella vivía. No había otra solución.
– Lo siento -dijo, mirándolo a los ojos. Luego subió a un taxi, la puerta se cerró y ella desapareció.
– Así de simple -se dijo Osborn en voz alta.
Una hora más tarde se encontraba sentado en una cervecería de la calle Saint Antoine intentando armar el rompecabezas. Si hubiera seguido su plan original y no hubiese cogido el vuelo a París, faltarían sólo un par de horas para que su avión aterrizara en Los Ángeles. Cogería un taxi en dirección a su casa que se orientaba al Pacífico, sacaría a su perro Chesapeake de la perrera y luego iría a ver si los ciervos habían saltado por encima de la verja para comerse las rosas. Al día siguiente, volvería al trabajo. Ése habría sido el curso natural de las cosas si él se hubiera decidido. Pero no había sido así.
Sólo importaba Vera, quién era y lo que despertaba en él. Lo demás no tenía ninguna trascendencia. Ni el presente, ni el pasado ni el futuro. Al menos eso era lo que pensaba cuando de pronto levantó la mirada y descubrió al hombre de la cicatriz.