Capítulo 122

21.15

La sala quedó sumida en absoluto silencio. Todas las miradas siguieron a Elton Lybarger, que caminaba solo, separado de la multitud por las cintas desplegadas a ambos lados, avanzando por el pasillo central de la célebre obra rococó de Wenceslao von Knobelsdorff, revestida de los mármoles verdes y los marcos dorados que engalanaban la fascinante galería dorada. Posando un pie enérgicamente delante del otro, sin necesidad de enfermera o de bastón, impecable en la elegancia de su traje, Lybarger se sentía por encima de la concurrencia, tranquilo, seguro de sí mismo. Como un monarca simbólico del futuro que se pasea exhibiéndose ante quienes lo habían ayudado a llegar hasta allí.

Una ola de admiración sacudió a Eric y Edward, sentados en el estrado, observando cómo avanzaba hacia el podio. A su lado, la señora Dortmund sollozaba sin reparos, incapaz de controlar la emoción que la embargaba. Y de pronto, en un impulso que recorrió toda la sala, Uta Baur se levantó y comenzó a aplaudir. Al otro extremo de la sala, Mathias Noli la imitó. Y luego Gertrude Biermann y Hilmar Grunel, y Henryk Steiner junto a Konrad Peiper. Margarete Peiper se incorporó junto a su marido. Y Hans Dabritz, seguido de Gustav Dortmund. El resto de los cien invitados se levantaron para rendir un tributo unánime. Lybarger miraba a derecha e izquierda, sonriendo, reconociendo a unos y a otros mientras el tronar de los aplausos recorría la sala subiendo de intensidad con cada paso que lo acercaba al podio. Estaba a punto de consumarse el más grande de los objetivos y la ovación se volvía ensordecedora.

Salettl miró su reloj.

Las nueve y diecinueve minutos.

Era imperdonable que Scholl aún no hubiera regresado. Levantó la mirada y vio a Lybarger que comenzaba a subir los peldaños del podio. Cuando llegó arriba y miró a sus invitados, los aplausos crecieron hasta un crescendo aplastante que hizo temblar las paredes y el techo. Aquello era el preludio a «Ubermorgen». Era el comienzo de «La Aurora del Nuevo Día».


Fuera, Remmer y Schneider cruzaron el gran patio de adoquines de Charlottenburg. Caminaban a paso rápido sin hablar. Más adelante, un Mercedes negro giró en la entrada y lo hicieron pasar. Se apartaron y vieron al conductor detenerse en la entrada y luego subir al edificio. Lo primero que pensó Remmer fue que Scholl se marchaba y por un instante vaciló. Pero no sucedió nada más. La limusina Mercedes quedó aparcada. Podía quedarse allí una hora, pensó. Se sacó la radio de la chaqueta y dijo algo. Luego siguieron caminando. Al pasar la verja de la entrada, Remmer buscó deliberadamente contacto visual con los guardias. Los dos hombres desviaron la mirada y los policías pasaron sin problemas. De pronto, un BMW azul oscuro salió del tráfico con un chirrido de neumáticos y se detuvo bruscamente en la acera junto a ellos. Remmer y Schneider subieron y el coche desapareció.

Si Remmer, Schneider o cualquiera de los dos agentes de la BKA que los acompañaban en el BMW hubieran mirado atrás, habrían visto que la puerta principal del palacio se abría y que salía el chófer del Mercedes negro, y no escoltando a Scholl ni a ninguno de los célebres invitados, sino a Joanna. El chófer la ayudó a subir al asiento de atrás, cerró la puerta y se colocó al volante. Se ajustó el cinturón, encendió el contacto y partió, dando una vuelta alrededor de la explanada y luego girando a la izquierda en Spandauer Damm, en dirección opuesta a la que enfilaba el BMW de Remmer. Un momento después, el chófer vio un Volkswagen sedán de color plateado que salía del aparcamiento, giraba en sentido contrario al tráfico y se introducía en el carril detrás de él. Sonrió cuando vio que lo seguían. Lo único que hacía era llevarla a un hotel y no había ninguna ley que se lo prohibiera.

Sola en el asiento de atrás, Joanna se hundió en el abrigo intentando no llorar. No sabía qué había sucedido, excepto que Salettl la había despedido en el último momento sin siquiera darle la oportunidad de decirle adiós a Elton Lybarger. Salettl había entrado en la habitación de Lybarger y se había apartado con ella no bien habían salido los policías.

– Tu relación con el señor Lybarger ha terminado -le comunicó a Joanna. Parecía nervioso, sumamente agitado. Y de pronto, cambiando totalmente de actitud, se volvió casi cariñoso-. Será mejor tanto para él como para ti que no penséis más en ello -sentenció, y le entregó un pequeño paquete envuelto en papel de regalo-. Esto es para ti -‹lijo-. Prométeme que no lo abrirás hasta llegar a casa.

Confundida y atontada por su brusquedad, Joanna recordaba vagamente haber asentido y agradecido el regalo, que metió en su bolso en un gesto inconsciente.

Sólo pensaba en Lybarger. Había sido una larga experiencia común, y habían compartido muchas cosas, no siempre agradables. Lo menos que Salettl le podía haber permitido era desearle buena suerte y despedirse. A pesar del regalo, lo que había hecho era brusco, incluso rudo. Pero lo que siguió fue aún peor.

– Ya sé que esperabas pasar esta última noche con Von Holden -dijo Salettl-. No actúes como si fuera una sorpresa que yo lo sepa. Desafortunadamente, Von Holden estará ocupado con el señor Scholl y partirá con él a Sudamérica inmediatamente después de la cena.

– ¿No podré verlo? -De pronto, Joanna se sintió enferma.

– No.

Ella no lo entendía. Por lo visto tenía que pasar la noche en un hotel de Berlín y luego volar a Los Ángeles por la mañana. Von Holden no había dicho nada de irse con Scholl. Tenían que encontrarse después de la ceremonia en Charlottenburg. Iban a pasar la noche juntos.

– Tus maletas ya están hechas. Hay un coche esperándote abajo. Adiós, señorita Marsh -y así había terminado todo. Un guardia de seguridad la había acompañado hasta abajo. Y luego, fue cuestión de subir al coche y desaparecer. Se volvió para mirar atrás y sólo divisó el palacio. Apenas visible en la espesa niebla, desapareció poco a poco. Era como si el palacio y todo lo que había hecho antes, incluyendo a Von Holden, hubiese sido un sueño. Un sueño que, al igual que el palacio, simplemente se desvanecía.


Hübschrauber, un helicóptero -exclamó Remmer cogiendo la radio con su mano rota. El BMW dejó atrás a toda velocidad el complejo del hospital de Charlottenburg y, casi un kilómetro más allá, giró bruscamente hacia los grandes espacios del parque Ruhwald. Al final de la explanada, el agente de la BKA que conducía el BMW apagó los faros antiniebla amarillos y se detuvo bruscamente. Casi de inmediato, el potente faro de un helicóptero de la policía iluminó el terreno a unos veinte metros y con un estruendoso rugido de motores se posó en la hierba. El piloto apagó y Schneider bajó del coche y corrió hacia el aparato. Agachándose bajo las aspas, abrió la puerta y subió a la cabina. Se produjo un rugido del motor que aplastó la hierba contra el suelo cuando el helicóptero se elevó. Subió más arriba de las copas de los árboles, giró ciento ochenta grados a la izquierda y desapareció en medio de la noche.

Desde su asiento junto al piloto, Schneider apenas divisaba los faros antiniebla del BMW cuando dio media vuelta para abandonar la explanada y salir en dirección al palacio de Charlottenburg. Se reclinó en el asiento, se ajustó el cinturón por encima del hombro, se abrió la chaqueta y sacó el botín envuelto en un pañuelo que llevaría al laboratorio de Bad Godesburg: el vaso de agua que Elton Lybarger había utilizado para tragarse las vitaminas.


Загрузка...