McVey tiritó de frío y vació agua hirviendo en un tazón de cerámica adornado con una bandera inglesa. Fuera caía una lluvia fría y del Támesis se desprendía una leve bruma. Las barcazas se desplazaban en ambos sentidos y el tráfico de coches fluía, denso, en la avenida que bordeaba el río.
Miró alrededor y encontró una pequeña cuchara de plástico sobre una servilleta de papel usada. Añadió al agua caliente dos cucharadas de descafeinado Taster's Choice y una cucharada de azúcar. Había comprado el descafeinado en un pequeño colmado en la esquina del cuartel de Scotland Yard. Se calentó las manos con el tazón, bebió un sorbo y volvió a mirar la carpeta abierta en la mesa. Era una lista de INTERPOL sobre los asesinos múltiples conocidos o sospechosos en Europa continental, Gran Bretaña e Irlanda del Norte. En total, había unos doscientos. Algunos habían purgado penas por delitos menores y los habían soltado, y otros estaban en la cárcel. Un puñado de individuos aún andaba suelto. Verificarían cada uno de los nombres en la lista. El encargado no sería McVey sino los agentes de Homicidios en los respectivos países. Le enviarían los informes por fax en cuanto los hubieran elaborado.
Con un gesto brusco, McVey dejó la lista a un lado, se levantó y cruzó la sala, con la mano izquierda como recogida en un puño abierto, restallando sin darse cuenta el dedo meñique contra el pulgar. Se sentía turbado por lo mismo que lo había turbado desde el comienzo, un sexto sentido de que quienquiera que fuese el que cortaba quirúrgicamente esas cabezas no tenía una ficha criminal. McVey dejó de pensar. ¿Por qué tenía que ser un hombre? ¿Por qué no podía ser igualmente una mujer? Las mujeres tenían actualmente igual acceso a las carreras de medicina que los hombres. En algunos casos, tal vez más. Y con la popular moda de conservar la línea, muchas mujeres estaban en excelentes condiciones físicas.
La primera corazonada de McVey era que se trataba de una sola persona. Si acertaba, el espectro de sospechosos disminuía de -posiblemente- ocho a uno sólo. Sin embargo, su segundo corolario, o corolarios, a saber, que el asesino tenía cierto grado de formación como médico y acceso a instrumentos quirúrgicos, que podía ser de uno u otro sexo, y que quizá no tenía ningún tipo de ficha criminal, elevaba las posibilidades al garete.
No tenía estadísticas a mano, pero si contaban todos los médicos, enfermeras, curanderos, alumnos de facultades de medicina, ex alumnos, forenses, técnicos médicos y profesores de universidad con algún grado de práctica médica, sin contar el personal médico, hombres y mujeres del ejército, sólo considerando Gran Bretaña y Europa continental, las cifras debían de ser asombrosas. Aquello no era ningún pajar donde meter la aguja. Se parecía más a un mar de arena volando en el viento, e INTERPOL no disponía de una cuadrilla de hombres que pudiera separar el grano de la paja hasta descubrir al asesino.
Había que reducir las posibilidades, y le correspondía a McVey hacerlo antes de hablar con nadie. Para eso, necesitaba más información de la que disponía. Pensó al principio que tal vez en algún punto podía haber pasado por alto algún vínculo entre el primer crimen y el último. En ese caso, la única manera de saberlo era comenzar desde el principio con los datos más claros en la mano: los informes de autopsia de la cabeza y los siete cuerpos decapitados.
Se disponía a llamar para pedirlos cuando sonó el teléfono.
– McVey -dijo al levantarlo.
– Sí, ¡McVey! ¡Lebrun, a su servicio!
Era el Inspector teniente Lebrun de la Comisaría Central de la Prefectura de París, el diminuto inspector que no dejaba de fumar y que lo había saludado con abrazo y beso la primera vez que, con sus zapatones talla cuarenta y cuatro, había pisado suelo francés.
– No entiendo qué significa, si es que significa algo -le advirtió, en inglés-, pero al revisar los informes diarios de mis agentes, he topado con una denuncia de agresión. Fue violento y bastante sonado, pero igual fue agresión simple, porque no se empleó arma alguna.
En fin, eso no es relevante. Lo que me llamó la atención es que el acusado es un cirujano ortopedista, un americano, que curiosamente estaba en Londres el día que su hombre del callejón perdió la cabeza. Sé que estuvo en Inglaterra porque tengo su pasaporte en mis manos. Llegó a Gatwick a las tres y veinticinco el sábado por la tarde, día 29. A su hombre lo mataron, al parecer, la tarde del día 30 o por la mañana el día 1. ¿No es así?
– Así es -dijo McVey-. ¿Pero cómo sabemos que se quedó en Inglaterra los dos días siguientes? -inquirió. Yo no recuerdo que la policía me sellara el pasaporte cuando llegué a París. Este tipo podría haber salido de Inglaterra y haber vuelto a Francia el mismo día.
– McVey, ¿usted cree que molestaría a un policía tan importante como usted sin haber averiguado nada más?
McVey encajó el estoque y lo devolvió.
– No lo sé -dijo-. Me lo estoy preguntando.
– McVey, intento ayudarle. ¿Quiere hablar seriamente o tengo que colgarle?
– Oiga, Lebrun, no cuelgue. Necesito toda la ayuda que me puedan dar -dijo McVey, y respiró profundo-. Lo siento. -Al otro extremo de la línea, oyó a Lebrun pedir una carpeta.
– Se llama Paul Osborn, y es médico -dijo Lebrun, al cabo de un momento-. La dirección que ha declarado es Pacific Palisades, en California. ¿Sabe usted dónde está eso?
– Sí. Yo no me lo podría pagar. ¿Qué más hay?
– Con el informe de la detención hay una lista de pertenencias personales que el sujeto llevaba encima cuando lo encerraron. Hay una factura pagada con tarjeta de crédito en el hotel Connaught, en el distrito de Mayfair, y data del día 1 de octubre, la mañana en que se marchó. Y luego hay…
– Un momento -dijo McVey, y se inclinó sobre un montón de carpetas sobre la mesa y sacó una-. Lo escucho…
– Una tarjeta de embarque para el vuelo del puente aéreo LondresParís, con fecha del mismo día.
Mientras Lebrun hablaba, McVey revisaba varias páginas de ordenador verificando los destinos que la policía de París había recogido de las empresas de radiotaxi y que abarcaban las cuarenta y ocho horas que habían precedido al hallazgo de la cabeza. Los trayectos, donde se indicaba el nombre y el número de licencia del chofer, registraban los destinos hacia y desde el barrio del Teatro, cuándo y dónde se había recogido a los pasajeros, cuándo y dónde se los había dejado.
– Eso no lo convierte en un criminal -dijo McVey, y dio vuelta a una página y luego a otra, hasta encontrar un listado de las carreras al hotel Connaught. Recorrió las líneas con el índice, buscando algo específico.
– No, pero fue evasivo. No quiso hablar de lo que había hecho en Londres. Dijo que estaba enfermo y que se había quedado en la habitación.
McVey se escuchó a sí mismo gruñir. Cuando se trataba de asesinatos, nada era fácil.
– ¿De cuándo a cuándo? -preguntó con todo el entusiasmo de que podía hacer gala, y colocó los pies sobre la mesa.
– Desde el sábado por la noche hasta el lunes por la mañana, y luego se fue.
– ¿Alguien lo vio en el hotel? -dijo McVey y lanzó una mirada a sus zapatos, pensando que le iría bien ponerse tapas.
– No es que tuviera muchas ganas de hablar de ello.
– ¿Lo ha presionado usted?
– En ese momento no había necesidad de hacerlo. Además, empezó a pedir asistencia legal -dijo Lebrun, y calló. McVey lo oyó encender un cigarrillo y aspirar una calada-. ¿Quiere que lo busquemos para volver a interrogarlo? -preguntó, para terminar.
De pronto McVey encontró lo que estaba buscando. Sábado, 1 de octubre, 23.11. Dos pasajeros recogidos en Leicester Square. Término del trayecto: hotel Connaught, 23.33. El conductor se llamaba Mike Fisher. McVey sabía de sobra que Leicester Square se encontraba en el corazón del barrio del Teatro, y a menos de dos manzanas de donde se había encontrado la cabeza.
– ¿Quiere decir que lo han dejado ir? -preguntó McVey, y sacó los pies de la mesa. ¿Acaso era posible que Lebrun hubiera dado accidentalmente con el destripacabezas y lo hubiera dejado ir?
– McVey, intento ser amable con usted. Así que no me hable en ese tono. No teníamos ninguna justificación para retenerlo, y hasta ahora la víctima no ha venido a presentar denuncia. Pero tenemos su pasaporte y sabemos dónde se hospeda en París. Estará aquí hasta el fin de semana y luego volverá a Los Ángeles.
Lebrun sabía cumplir con su trabajo. Seguro que no le gustaba cubrir aquel puesto de enlace entre la Prefectura de Policía de París e Interpol, ni trabajar para el capitán Cadoux, el frío y eficiente responsable de la misión. Tampoco le debía de apasionar tener que tratar con un poli de Hollywood, Los Ángeles, o hablar en inglés. Pero era el tipo de cosas que un funcionario debía hacer, y McVey lo sabía de sobras.
– Lebrun -dijo McVey pausadamente-. Mándeme por fax las fotos y luego espere. Por favor…
Una hora y diez minutos más tarde, la Policía Metropolitana de Londres había dado con Mike Fisher y el confundido taxista comparecía ante McVey. Éste le pidió que confirmara si había recogido un pasaje desde Leicester Square el sábado por la noche y lo había dejado en el hotel Connaught.
– Así es, señor. Un hombre y una mujer. Estaban muy enamorados además, se lo digo yo, porque no sé lo que estaban haciendo en el asiento de atrás. En realidad, claro que lo sabía -dijo Fisher, y sonrió.
– ¿Es éste el hombre? -preguntó McVey, y le enseñó las fotos del fichaje de Osborn en Francia.
– Así es, señor. Es él, no cabe duda.
Tres minutos más tarde, sonó el teléfono de la oficina de Lebrun.
– ¿Quiere que vayamos a por él? -preguntó Lebrun.
– No, no haga nada-dijo McVey-. Iré yo.