Gerd Lang, un joven atractivo de pelo rizado, diseñaba programas informáticos en una empresa de Munich. Había viajado a Berlín para visitar una exposición de tres días sobre el arte gráfico por ordenador y estaba hospedado en la habitación 7056 del ala nueva «Casino» del Hotel Palace. Tenía treinta y dos años y acababa de sufrir un doloroso divorcio, razón por la cual pareció natural que, cuando aquella atractiva rubia de veinticuatro años y seductora sonrisa se le acercó para conversar en el salón de exposiciones -y le preguntó qué hacía y cómo lo hacía y cómo ella podría adquirir una formación en ese terreno- él la invitara a tomar una copa y tal vez a cenar. Fue una decisión poco afortunada, porque después de varias copas y una cena muy frugal se sintió emocionalmente reconfortado. Después de una larga depresión posdivorcio, Gerd Lang apenas se encontraba en condiciones para enfrentarse a lo que sucedería si ella aceptara su invitación a tomar el trago del estribo en su habitación.
Lo primero que Gerd pensó cuando se sentaron en el sofá y comenzaron las caricias y exploraciones mutuas en la oscuridad, fue que la chica se inclinaba para acariciarle el cuello. Sus dedos se cerraron, la chica sonrió como si bromeara y le preguntó si le gustaba. Cuando él quiso responder, los dedos se habían cerrado en una tenaza mortal. Su reacción inmediata fue incorporarse y sacársela de encima. Pero no pudo, porque la chica era sumamente fuerte y sonreía mientras él forcejeaba, como si fuera una especie de juego. Gerd Lang se contorsionó para librarse de ella y zafarse de sus manos de hierro, pero no lo logró. Su rostro enrojeció poco a poco y luego se volvió púrpura oscuro. Su último pensamiento, demencial, perverso, fue que durante todo ese rato la chica no había dejado de sonreír.
Después, la chica llevó el cuerpo al baño, lo puso en la bañera y corrió la cortina. Volvió al salón y sacó unos prismáticos infrarrojos de su bolso. Con ellos miró hacia la ventana iluminada de la habitación 6132 situada un piso más abajo en el ala de enfrente y en diagonal. Enfocó sobre una cortina translúcida que estaba corrida y, de pie junto a ella, vio a un hombre de pelo canoso. Cambió a visión nocturna y miró hacia el tejado. En la granulosidad verdosa del infrarrojo alcanzó a ver a un hombre apostado casi junto al borde con un fusil automático en bandolera sobre el hombro.
– Policía -dijo, y volvió a mirar a la ventana.
Osborn estaba sentado en el borde de una mesa pequeña escuchando a McVey que le explicaba a Remmer los datos elementales sobre la física criónica y luego le contaba el resto. Habló de lo que parecía constituir un intento de unir una cabeza a otro cuerpo mediante una operación de cirugía atómica realizada a temperaturas próximas al cero absoluto. Ahora que Osborn volvía a escuchar la historia, pensaba que no distaba mucho de la ciencia ficción. Pero que en realidad no lo era, porque alguien ya lo había inventado o al menos intentaba hacerlo. Y Remmer, con un pie posado sobre una silla, con la pistola automática de acero azulado colgando de su cartuchera escuchaba fascinado palabra por palabra el relato de McVey.
De pronto todo pareció desvanecerse cuando a Osborn le asaltó la siniestra idea de que tal vez McVey no iba a ser capaz de medirse con la tarea que se proponía. Que a pesar de su eficiencia, esta vez quizá no había dado en el clavo y que Scholl le ganaría la mano tal como había sugerido Honig. ¿Qué sucedería entonces?
La pregunta no era propiamente una pregunta, porque Osborn sabía la respuesta. Cada centímetro del terreno que había ganado y a pesar de lo cerca que había llegado de su objetivo, no serviría para nada. Con ello se desvanecería hasta la más mínima esperanza que había albergado en su vida. Porque a partir de ese momento, no volvería a estar tan cerca de Erwin Scholl.
– Perdón -dijo de pronto. Se levantó, pasó junto a Remmer, fue a la habitación que compartía con Noble y se quedó allí a oscuras. Escuchaba la sordina de las voces desde la otra habitación. Hablaban como hacía un rato antes. Qué él estuviera o no, no tenía importancia. Mañana sería igual cuando, con la orden de arresto en mano, salieran por esa puerta para ir a ver a Scholl dejándolo a él en la habitación en compañía de un poli de la BKA.
Por algún motivo, de pronto sintió que el cuarto se volvía insoportablemente estrecho, claustrofóbico. Fue al baño, encendió la luz y buscó un vaso. No lo encontró y bebió del grifo ahuecando la mano. Luego se pasó la mano húmeda por la nuca y el cuello y sintió el alivio del frescor. Por el espejo vio que Noble entraba en la habitación, recogía algo de la cómoda y antes de volver donde los otros, se asomaba para echarle un vistazo. Al volverse para cerrar el grifo, Osborn se encontró con su imagen en el espejo. Tenía el rostro pálido y sobre la frente y en el labio superior se le acumulaban pequeñas gotas de sudor. Sostuvo la mano delante de sí y vio que temblaba. De pronto, de pie frente a sí mismo, sintió aquella cosa revolviéndose en su interior y casi al mismo tiempo oyó su propia voz. Era tan nítida que por un instante creyó que había hablado en voz alta.
«Scholl está aquí en Berlín, en un hotel al otro lado del parque.»
Le tembló todo el cuerpo y creyó que se iba a desmayar. Luego la sensación cedió y Osborn se dio cuenta de que tenía una idea inequívoca y fija en la cabeza. No dejaría que McVey le escamoteara esa posibilidad y menos después de todo lo que había hecho. Scholl estaba demasiado cerca. Costara lo que costase, sin importar lo que tuviera que hacer para eludir a los hombres que trabajaban en la otra habitación, no pensaba vivir otras veinticuatro horas sin saber por qué habían asesinado a su padre.