Remmer llevaba veintiuna horas sin dormir y el día anterior apenas había descansado tres. Ésa fue la razón por la que tardó en reaccionar al ver la primera línea de luces que apareció en la lluviosa autopista, al norte de Bad Hersfeld. Osborn fue el primero en dar la alarma, y la reacción de Remmer contra los frenos redujo la velocidad del Mercedes en cuestión de segundos, de doscientos setenta kilómetros a ciento cincuenta por hora.
A Osborn se le quedaron blancos los nudillos apretando el asiento de cuero cuando la parte posterior del Mercedes perdió el equilibrio y el coche giró, descontrolado, describiendo una curva de trescientos sesenta grados. Mientras giraban, Osborn tuvo una visión de la catástrofe que se aproximaba. Había dos camiones de remolque y una media docena de coches desparramados por la autopista. El Mercedes seguía girando a más de cien kilómetros por hora y a menos de cincuenta metros del primer remolque volcado. Osborn se afirmó para recibir el impacto y miró a Remmer. Este permanecía inmóvil sosteniendo el volante con ambas manos, como si volaran al abismo y fuera incapaz de remediarlo.
Osborn estaba a punto de abalanzarse sobre el volante, arrancárselo de las manos a Remmer e intentar pasar junto al camión desde el lado del pasajero, cuando el morro del coche quedó alineado. Remmer aceleró, las ruedas se agarraron instantáneamente, el Mercedes se enderezó y salió disparado hacia delante. Remmer redujo, dio unos leves golpes en el freno y el coche pasó a escasos centímetros del camión volcado. Con otro toque de frenos y un giro al volante, Remmer evitó chocar contra un Volvo en medio del camino. Siguieron hasta salirse de la autopista y rozar la piedreci11a del arcén. El Mercedes se levantó de las ruedas traseras, osciló, volvió a caer hacia atrás y se detuvo.
El tren avanzaba a paso de tortuga al cruzar de una vía a otra en las cercanías de Hauptbahnhof, la estación central de ferrocarriles de Frankfurt. Von Holden permanecía de pie junto a la ventana mirando afuera al entrar en la estación. Tenía todos los sentidos alerta, como a la espera de algo. Vera estaba sentada y lo observaba. Había pasado la noche dormitando, medio despierta, con la cabeza hecha un torbellino de ideas. ¿Por qué había venido Paul a Suiza? ¿Por qué el policía la llevaba con él? ¿Estaría herido de muerte?
Sintió que el tren reducía aún más la marcha y luego se detenía. Un silbido agudo proveniente de los frenos hidráulicos fue seguido de las puertas de los vagones que se abrían.
– Cuando salgamos cambiaremos de tren -anunció Von Holden sin preámbulos-. Le recuerdo que aún se encuentra bajo la custodia de la Policía Federal.
– Si me lleva a donde está Paul, ¿por qué cree que se me ocurriría huir?
De pronto se oyeron unos golpes secos en la puerta.
– Policía. ¡Abra la puerta, por favor!
– ¿Policía? -preguntó Vera mirando a Von Holden.
Éste la ignoró, se dirigió a la ventana y miró hacia fuera. La gente se movía de un lado a otro del andén, pero no vio más policías, al menos agentes uniformados.
Se repitieron los golpes en la puerta.
– Debe de ser un error, andarán buscando a alguien -comentó Von Holden volviéndose.
Se acercó a la puerta y la entreabrió justo lo suficiente para mirar hacia fuera.
– Ja? -preguntó, y se puso unas gafas como si quisiera verlos mejor.
Había dos hombres de civil, uno algo más alto que el otro. Los acompañaba un policía uniformado, con una metralleta. Era evidente que los dos primeros eran inspectores.
– Salga del compartimiento, por favor -urgió el más alto.
– BKA -dijo Von Holden, abriendo la puerta y dejando que vieran a Vera.
– ¡Salga del compartimiento! -repitió el más alto de los inspectores. Los habían enviado en busca de un fugitivo llamado Von Holden. Tal vez fuera el hombre que buscaban o tal vez no. Sólo tenían una foto y el hombre aparecía sin gafas. Además, ¿BKA? ¿Qué significaba eso? ¿Quién era aquella mujer?
– Desde luego. -Von Holden salió al pasillo. El inspector más bajito miraba a Vera y el policía de uniforme a Von Holden. Von Holden le sonrió.
– ¿Quién es? -preguntó el más alto señalándola a ella.
– Prisionera en tránsito. Sospechosa de actos terroristas.
– ¿Tránsito a dónde?
– A Bad Godesburg. Cuartel general de la BKA.
– Debería haber una agente. ¿Dónde está?
– No está -respondió Von Holden tranquilo-. No había tiempo. Tiene que ver con Charlottenburg.
– Identificación.
Von Holden vio que el policía uniformado miraba hacia fuera distraído por el paso de una chica atractiva. Se estaban relajando. Comenzaban a creerlo.
– Claro -asintió Von Holden. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, sacó una cartera delgada y se la entregó al detective más bajito.
Von Holden se volvió hacia Vera.
– ¿Se encuentra bien, señorita Monneray?
– No entiendo lo que está sucediendo.
– Yo tampoco.
Von Holden se volvió y se oyeron dos golpes secos, como dos escupitajos. El agente uniformado abrió desmesuradamente los ojos y se derrumbó. Al mismo tiempo, el cañón chato del silenciador se apoyó contra la frente del inspector más bajo. Von Holden se volvió en el momento en que el segundo inspector desenfundaba su Beretta de 9 milímetros. La pistola de Von Holden era una automática con silenciador del calibre 38. Le disparó dos veces, encima y debajo del esternón. Por un instante, al hombre se le dibujó una mueca de rabia y luego resbaló lentamente al suelo.
Un momento más tarde, Von Holden y Vera Monneray bajaban del tren y se alejaban por el andén mezclándose con los pasajeros hacia el interior de la estación. Von Holden cargaba el maletín forrado de nailon colgando del hombro izquierdo, y con su derecha llevaba firmemente a Vera de la mano, que caminaba a su lado pálida de terror.
– Escúcheme -advirtió Von Holden con la mirada fija delante de él como si hablaran de cualquier cosa-. Esos tipos no eran policías.
Vera seguía caminando intentado recobrar la compostura.
– Olvídese de lo que ha sucedido. Borre la imagen de su mente.
Estaban dentro de la estación. Von Holden miró a su alrededor alerta a la presencia de policías, pero no vio a ninguno. Un reloj encima de un quiosco de periódicos marcaba las siete y veinticinco. Recorrió el tablero con una mirada rápida buscando los horarios del tren de enlace. Cuando encontró lo que buscaba, condujo a Vera a un local de comida rápida y pidió café.
– Bébalo, por favor -dijo.
Vera cogió la taza con las manos temblando. Se percató de que seguía estando aterrorizada. Bebió un sorbo y sintió el calor del café en su interior. Notó que Von Holden no estaba y luego que volvía con un periódico bajo el brazo.
– Repito que esos tipos no eran policías -masculló, en voz baja-. Existe un movimiento neonazi en Alemania desde la reunificación y en este momento son clandestinos, pero tienen la misma determinación de convertirse en un gran movimiento. Anoche, cien de los demócratas más poderosos e influyentes de Alemania se reunieron en el palacio de Charlottenburg en Berlín. Estaban allí para informarse acerca de la realidad del nazismo en el país y para prestar su apoyo a quienes lo combaten.
Von Holden lanzó una mirada al reloj del quiosco y abrió el periódico. En la primera página aparecía una dramática foto de Charlottenburg envuelto en llamas. El titular en alemán decía: ¡Charlottenburg arde!
– Lo provocaron con bombas incendiarias. Murieron todos. El movimiento neonazi ha reivindicado el atentado.
– Tendrá alguna razón para decírmelo -preguntó Vera, que sabía que Von Holden no decía toda la verdad.
Más allá, Von Holden vio a media docena de policías que corrían hacia el tren del que habían bajado. Volvió a mirar el reloj. Eran las siete y treinta y tres.
– Camine junto a mí, por favor -ordenó Von Holden, la cogió por el brazo y se dirigió a un tren que esperaba la partida.
– Paul Osborn descubrió que los hombres que lo acompañaban no eran lo que parecían.
– ¿McVey? -Vera no podía creerlo.
– McVey era uno de ellos.
– No, es imposible. ¡Es americano, como Paul!
– ¿Acaso no es una coincidencia que al policía francés que trabajaba con McVey lo asesinaran ayer en un hospital de Londres más o menos a la misma hora que descubrían en Francia el cuerpo del primer ministro?
– ¡Dios mío…! -murmuró Vera recordando a Lebrun junto a McVey en su apartamento. Era como revivir todo el terror de la ocupación alemana de Francia. Entre toda una multitud de rostros, era imposible fiarse de nadie. Era la esencia de lo que François Christian había combatido en Francia. Lo que más temía, el espíritu de los franceses sometido a la influencia de Alemania. Entretanto la propia Alemania, desgarrada por luchas internas y por el descontento social, se encaminaba al fascismo.
– Es la realidad de nuestra lucha -insistió Von Holden-. Terroristas nazis organizados y con un entrenamiento riguroso que operan en Europa y en las dos Américas. Osborn lo descubrió y recurrió a nosotros. Lo sacamos de Alemania por su propia seguridad. Por la misma razón la sacamos a usted.
– ¿A mí? -preguntó ella incrédula.
– No era a mí a quien buscaban en el tren, sino a usted. Saben lo de su relación con François Christian. Suponen que sabe usted algo, aunque tal vez no sea así.
Vera recordó claramente a Avril Rocard en la granja a las afueras de Nancy y a los agentes de los servicios secretos que había dejado a su espalda.
– ¿Cómo sabía usted lo de François? -preguntó ella sintiéndose vulnerada.
– Osborn nos lo dijo. Por eso la sacamos de la cárcel, antes de que McVey y los suyos pudieran extender sus tentáculos.
Ahora caminaban por el andén en medio de una multitud en dirección al tren y Von Holden miraba los números de los vagones. Los altavoces anunciaban la llegada de un tren y la salida de otro. ¿Cómo sabía la policía que iba él en el tren? Von Holden escrutaba cada rostro y cada movimiento de los cuerpos que se movían en torno a él. El ataque podía venir de cualquier lado. En la distancia se oyeron las sirenas. En ese momento encontró el vagón que buscaba.
A las siete y cuarenta y seis minutos, el expreso ínter City salía de la estación de Auptbahnhof. Vera se acomodó, aún nerviosa, en el asiento de terciopelo rojo en el compartimiento de primera clase junto a Von Holden. A medida que aceleraba el tren, Vera se reclinó y miró por la ventana. Era imposible que McVey no fuera quien aparentaba ser. Sin embargo, Lebrun estaba muerto y François Christian también. Y además Von Holden sabía demasiado acerca de todo como para no creerle. Habían muerto cien personas en el incendio de Charlottenburg, sin contar los hombres que Von Holden acababa de matar en la estación. En otro momento, bajo otras circunstancias, tal vez habría pensado con mayor claridad. Pero habían sucedido demasiadas cosas, y demasiado rápida y brutalmente.
Lo más aterrador era que todo aquello estaba sucediendo bajo el espectro de un movimiento político naciente en Alemania, algo horroroso si siquiera de pensar.
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