Un día de nieve de febrero de 1928 lo habían bautizado con el nombre de William Patrick Cavan McVey en la iglesia católica de St. Mary, en lo que era entonces Leheigh Road, en Rochester, Nueva York. Cuando era niño, desde la escuela parroquial Cardinal Manning hasta el instituto Don Bosco, todo el mundo lo conocía como Paddy McVey, el hijo mayor del sargento de policía Murphy McVey. Pero desde el día en que solucionó el caso de los «asesinatos de los torturadores de las colinas» en Los Ángeles, veintinueve años más tarde, nadie volvió a llamarlo por ese mote, ni sus jefes, ni los inspectores colegas, ni la prensa, ni siquiera su mujer.
McVey era empleado del Cuerpo de Policía de Los Ángeles desde 1955, había enviudado dos veces y costeado la universidad de sus tres hijos. El día en que cumplió sesenta y cinco años, quiso jubilarse. Pero no dio resultado. El teléfono seguía sonando. «Llamad a McVey, sabe todo lo que hay que saber sobre las agresiones a putas.» «Hablad con McVey, no tiene nada que ver con esto pero podría venir a echar un vistazo.» «No lo sé, llamad a McVey.»
Finalmente, se trasladó a vivir a la casita de pesca que había mandado levantar en la montaña a orillas del lago Big Bear y pidió que retiraran la línea de teléfono. Pero apenas había tenido tiempo para ordenar sus cosas e instalar la televisión por cable cuando sus viejos amigos del Cuerpo comenzaron a subir a pescar. Y no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a preguntar las mismas cosas que preguntaban antes por teléfono. Finalmente, se dio por vencido, cerró la cabaña y volvió a trabajar a jornada completa.
Volvió a su vieja mesa de trabajo llena de muescas, a la misma silla con ruedecillas que rechinaban, asignado al departamento de Robos y Homicidios. No había pasado aún dos semanas cuando entró Bill Woodward, inspector jefe, y le preguntó si le gustaría viajar a Europa con gastos pagados. Cualquiera de los otros seis inspectores de la sección se habría abalanzado a preparar su maleta Samsonite. McVey se limitó a encogerse de hombros y preguntó por qué y durante cuánto tiempo. No le entusiasmaba la idea de viajar, y cuando lo hacía, le gustaba ir a lugares cálidos. Eran los primeros días de septiembre. En Europa empezaba a hacer frío, y a él no le gustaba el frío.
– Supongo que «durante cuánto tiempo» depende de ti. El «porqué» es porque Interpol tiene siete cadáveres decapitados y no saben qué hacer. -Woodward le plantó una carpeta a McVey bajo las narices y desapareció.
McVey lo vio alejarse, miró a los demás inspectores en la sala, cogió una taza de café frío y abrió el expediente. En el ángulo superior derecho había una marca negra, que en el lenguaje de Interpol indicaba un cadáver no identificado y la solicitud de toda la ayuda posible. La marca era antigua. A esas alturas, los cuerpos ya habían sido identificados.
De los siete cuerpos, dos habían sido hallados en Inglaterra, dos en Francia, uno en Bélgica, otro en Suiza y el último había sido arrastrado por la marea cerca del puerto de Kiel, en Alemania occidental. Todos eran hombres y las edades fluctuaban entre los veinte y los cincuenta y tres años. Todos eran blancos y todos, al parecer, habían sido drogados con algún tipo de barbitúrico. A todos les habían cortado la cabeza con técnicas quirúrgicas exactamente en el mismo punto de su anatomía.
Los asesinatos habían sido cometidos entre febrero y agosto, y parecían haberse producido totalmente al azar.
Sin embargo, eran demasiado similares para parecer coincidencia. Pero eso era el único factor en común, porque el resto de los elementos no eran en absoluto similares. Ninguna de las víctimas estaba relacionada entre sí ni parecía conocerse. Ninguno tenía ficha criminal, y ninguno había llevado una existencia violenta. Y todos provenían de diferentes estratos sociales.
Lo que planteaba mayores dificultades eran las estadísticas. Más del cincuenta por ciento de las veces que se encuentra una víctima de asesinato, con o sin cabeza, el asesino es capturado. En estos siete casos no se había descubierto ni un solo sospechoso. En total, los especialistas de la policía de cinco países, incluyendo la unidad especial de investigación de Homicidios de Scotland Yard e Interpol, la organización internacional de policía, no habían logrado nada, lo cual era una fiesta para la prensa sensacionalista. Al final, el Cuerpo de Policía de Los Ángeles había recibido una llamada solicitando a uno de los mejores expertos en aquel singular mundo de la investigación de homicidios.
McVey había empezado por viajar a París, donde conoció al Inspector teniente Alex Lebrun, de la Prefectura Central de Policía de París, un tipo listo y simpático con una gran sonrisa y un cigarrillo sempiterno en la boca. A su vez, Lebrun le había presentado al comandante Noble, de Scotland Yard, y al capitán Yves Cadoux, responsable de la misión. Los cuatro hombres examinaron juntos el escenario de los crímenes en Francia. El primero estaba situado en Lyón, a dos horas al sur de París en TGV, el tren bala, y, paradójicamente, a un kilómetro del cuartel de Interpol. El segundo lugar era la estación de esquí de Chamonix, en los Alpes. Después, Cadoux y Noble acompañaron a McVey a una pequeña fábrica en las afueras de Ostende, en Bélgica; a un hotel de lujo a orillas del lago Ginebra en Lausana, en Suiza; a una pequeña ensenada rocosa a veinte minutos en coche al norte de Kiel en Alemania. Finalmente viajaron a Inglaterra. Primero a un pequeño piso frente a la catedral de Salisbury, a ciento veinte kilómetros al sudeste de Londres; luego a Londres ciudad, en una casa situada en una plaza en el exclusivista barrio de Kensington.
A continuación, McVey tuvo que pasar diez días en una fría oficina del tercer piso de Scotland Yard revisando los extensos informes policiales de cada uno de los crímenes, a menudo obligado a consultar ciertos detalle con Ian Noble, que disponía de una oficina mucho más cómoda y caldeada en el primer piso. Afortunadamente, McVey se dio un respiro cuando lo llamaron de Los Ángeles para que volviera a declarar durante dos días en el juicio por asesinato de un traficante de drogas vietnamita que el propio McVey había detenido cuando el tipo intentaba matar a un conductor de autobús en el restaurante donde McVey estaba comiendo. En realidad, el acto de heroísmo de McVey había consistido en colocarle al tipo su revólver reglamentario del calibre 38 detrás de la oreja, y aconsejarle que se relajara.
Después del juicio, McVey iba a tomarse dos días libres como asuntos personales para volver luego a Londres. Pero por algún motivo, al inspector se le ocurrió someterse a unas sesiones de cirugía dental y convirtió los dos días en dos semanas. La mayor parte del tiempo lo pasó en un campo de golf cercano al estadio de Rose Bowl, donde el cálido sol que se filtraba a través de la niebla lo ayudó, entre golpe y golpe, a meditar sobre los asesinatos.
Hasta ese momento, lo único que las víctimas parecían tener en común, el único hilo conductor, era el corte quirúrgico practicado en las cabezas. Se trataba de algo que a primera vista parecía ser obra de un cirujano o de alguien con habilidades de cirujano que tenía acceso a los instrumentos necesarios.
Exceptuando eso, no había nada más que cuadrara. Tres de las víctimas habían sido asesinadas en el mismo lugar donde se las había encontrado. Las otras cuatro habían sido asesinadas en otro lugar, y tres de ellas habían sido abandonadas a la orilla de un camino, mientras que la cuarta había sido lanzada a las aguas del puerto de Kiel. Después de tanto tiempo en Homicidios, éste era el caso más confuso y extraño de todos los que había conocido McVey.
Y luego, después de guardar los palos de golf y tener que regresar a la humedad de Londres, agotado y desorientado por el largo viaje, no bien había dejado caer la cabeza sobre aquella cosa que el hotel pretendía hacer pasar por almohada, y cuando ya había cerrado los ojos, sonó el teléfono. Era Noble, llamando para informarle que una cabeza ajustaba con uno de los cuerpos.
Y eran las cuatro menos cuarto de la mañana, hora de Londres, y McVey estaba sentado ante lo que servía como mesa de escritorio en el armario que era su habitación, junto a dos dedos de whisky Famous Grouse, hablando en conferencia con Noble y el capitán Cadoux, en la línea de Interpol de Lyón.
Cadoux, un enérgico y macizo individuo con un enorme bigote daliniano que no podía dejar de acariciarse entre el índice y el pulgar, tenía ante sus ojos el fax del informe preliminar de la autopsia enviado por el joven forense Evans. En él se describía, entre otras cosas, el punto exacto en que la cabeza había sido separada del cuerpo. Era precisamente el mismo punto en el que se había producido la separación de la cabeza en los otros siete cuerpos.
– Ya lo sabemos, Cadoux, pero no es suficiente para que digamos con seguridad que los asesinatos están relacionados -dijo McVey, con voz cansina.
– Corresponde al mismo grupo de edad.
– Aun así, no es suficiente.
– McVey, tengo que advertirle que estoy de acuerdo con el capitán Cadoux -dijo Noble, pausado, como si estuvieran bebiendo el té de las cinco. McVey volvió a mirar su reloj. Ya no tenía una idea clara de si era de día o de noche.
– Aunque no establezca una relación, se le parece demasiado como para ignorarla -concluyó Noble.
– Vale…, hay que preguntarse qué tipo de loco anda suelto por ahí -dijo McVey, aventurando la idea que siempre había tenido. Desde el momento en que lo dijo, Scotland Yard e Interpol reaccionaron del mismo modo.
– ¿Cree que se trata de un solo hombre? -preguntaron al unísono.
– No lo sé. Sí… -dijo McVey-. Creo que es un solo hombre.
Luego, alegando que el desfase horario estaba a punto de derrumbarlo y preguntando qué tal si se ocupaban de aquello más tarde, McVey colgó. Podía haberles pedido su opinión, pero no lo había hecho. Eran ellos quienes habían solicitado su ayuda. Además, si pensaban que se equivocaba, lo habrían dicho. En cualquier caso, no era más que una corazonada.
Cogió el vaso de whisky y miró por la ventana. Al otro lado de la calle había otro hotel, pequeño, como el suyo. La mayoría de las ventanas estaban apagadas, pero en la cuarta planta brillaba una luz tenue. Alguien estaba leyendo, o tal vez ya se había dormido leyendo, o había dejado la luz encendida al salir y aún no había vuelto. O tal vez había un cadáver en la habitación, a la espera de que lo encontraran al día siguiente. Eso era lo que sucedía cuando se trabajaba como detective, las posibilidades para casi todo eran infinitas. Sólo con el tiempo conseguía uno desarrollar una intuición sobre las cosas, un sentido de lo que había en la habitación antes de entrar en ella, de lo que podía encontrar, de qué tipo de gente habría allí o había estado allí, y qué habrían estado urdiendo.
Pero en el asunto de la cabeza cercenada, no había habitaciones con luz tenue de por medio. Si tenían suerte, tal vez la encontrarían más tarde. Una habitación los conduciría a otra habitación y, finalmente, al lugar donde se encontraba el asesino. Pero antes, debían identificar a la víctima.
McVey terminó de beber su whisky, se frotó los ojos y lanzó una mirada atenta a la nota que había escrito en su libreta de apuntes: Cabeza/Artista/Esbozo/Periódico/DNI.