08.00
Era jueves, seis de octubre. Tal como se había pronosticado, el cielo estaba cubierto y caía una llovizna ligera y fría. Osborn pidió un café en la barra, lo llevó a una mesa pequeña y se sentó. El local estaba lleno de gente que iba al trabajo, aprovechando los últimos minutos antes de empezar la rutina del día. Bebían el café a sorbos, se entretenían con un cruasán, fumaban un pitillo, leían el periódico de la mañana. En la mesa de al lado, dos mujeres ejecutivas parloteaban en francés a toda velocidad. Más allá, un hombre de traje oscuro y abundante melena de pelo aún más oscuro, apoyado en el codo, leía Le Monde.
Osborn tenía pasaje reservado en Air France vuelo 003, desde ParísCharles de Gaulle, el sábado 8 de octubre a las cinco de la tarde, y llegaba a Los Ángeles a las siete y media, hora local Lo más apropiado, siguiendo el plan general, sería llamar al inspector Barras a la prefectura, informarle de su reserva y hora de partida, y preguntarle amablemente cuándo podía pasar a recoger su pasaporte. Una vez arreglado ese asunto, podía ocuparse de lo demás.
Era necesario matar a Henri Kanarack en algún momento del viernes por la noche, aprovechando la oscuridad, y para impedir que el cuerpo fuera descubierto demasiado pronto y demasiado cerca de París. Después de estudiar rápidamente el terreno, había optado por el Sena, su idea inicial. El Sena cruzaba París y luego giraba hacia el noroeste a través de la campiña francesa a lo largo de unos ciento ochenta kilómetros antes de desembocar en la bahía del Sena y el Canal de la Mancha en Le Havre. Descartando complicaciones imprevistas, si pudiese llevar a Kanarack a un punto al oeste de la ciudad, al atardecer del viernes, lo más temprano descubrirían el cuerpo durante el día del sábado. Para entonces, con una corriente favorable, habría viajado entre cincuenta y setenta kilómetros. Con suerte, incluso más. Pasarían días antes de que las autoridades identificaran un cuerpo hinchado y sin documentación.
Para cubrirse, Osborn necesitaría una coartada, algún hecho que probara que había estado en otro lado en el momento del asesinato. Una película, barrunto, sería lo más fácil. Compraría una entrada y con algún pretexto llamaría la atención del acomodador al entrar, suficiente para que, si surgía la pregunta, esa persona recordara haberlo visto en el cine y tuviera que decirlo. Su prueba sería el resguardo de la entrada, con hora y fecha de la sesión. Se sentaría en la sala a oscuras, esperaría a que empezara la película y se escabulliría por una salida lateral.
La sincronización dependería de la rutina diaria de Kanarack. Llamó a la panadería y supo que estaba abierta desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde, y que las últimas pastas se ponían a la venta aproximadamente a las cuatro. Osborn había visto a Kanarack en la cervecería de la calle Saint Antoine alrededor de las seis. La cervecería estaba a unos veinte minutos a pie de la panadería, y dado que Kanarack había escapado a pie después del ataque de Osborn, era presumible pensar, como Jean Packard ya había pensado antes, que o no tenía coche o no lo utilizaba para ir al trabajo. Si los últimos productos frescos estaban disponibles a las cuatro y Kanarack estaba en la cervecería a las seis, era razonable suponer que saldría del trabajo en algún momento entre las cuatro y media y las cinco y media.
A pesar de que octubre acababa de comenzar, los días se hacían más cortos. Osborn consultó el periódico y se enteró de que la lluvia seguiría durante los próximos días. Eso significaba que oscurecería más temprano, cerca de las cinco y media, fácilmente.
El objetivo más inmediato de Osborn era alquilar un coche y buscar un lugar aislado en el Sena, al oeste de París, donde pudiera echar a Kanarack al agua sin que nadie lo viera. Después, se dirigiría a la panadería y luego volvería al mismo lugar del río para asegurarse de que conocía el camino.
Finalmente, volvería a la panadería y se estacionaría enfrente, asegurándose de no llegar más tarde de las cuatro y media. Esperaría a que saliera Kanarack y observaría si se dirigía calle arriba o calle abajo.
La primera vez que lo vio, Kanarack estaba solo, y Osborn constató que no tenía la costumbre de salir con los compañeros de trabajo. Si por alguna razón salía acompañado el viernes por la noche, el plan alternativo de Osborn consistiría en seguirlo en coche hasta que se separara del acompañante, y entonces lo cogería en el lugar más apropiado del camino. Si Kanarack caminaba con alguien hasta el metro, entonces Osborn iría con el coche hasta su edificio y lo esperaría ahí. Era algo que prefería no hacer a menos que fuera absolutamente necesario porque había demasiadas posibilidades de que Kanarack se encontrara con gente que habitualmente saludaba volviendo a casa. De todos modos, si era la única alternativa, Osborn la ejecutaría. Habría querido tener más de una noche para ensayar sus movimientos, pero no era así y, pasara lo que pasase, tendría que sacar el máximo de las circunstancias.
– Hola.
Osborn levantó la mirada, sorprendido. Estaba tan sumido en sus contemplaciones que no vio entrar a Vera. Se levantó rápidamente y le ofreció una silla. Ella se sentó enfrente. Al volver a su asiento, Osborn miró un reloj detrás de la barra. Eran las ocho y veinticinco. Miró a su alrededor y constató que casi había acabado el café mientras esperaba.
– ¿Quieres beber algo?
– Sí, un café solo -dijo, y sonrió.
El se levantó, fue hacia la barra, pidió un café y esperó mientras el camarero lo preparaba. Le lanzó una mirada a Vera, una mirada que luego se perdió más allá, recordando por qué estaba allí, y por qué le había pedido que se reuniera con él cuando terminara su turno en el hospital.
La sucinilcolina.
Había intentado conseguir la droga con su propia receta en dos ocasiones, pero las dos veces le habían respondido que aquella droga sólo se podía conseguir en las farmacias de los hospitales, y que necesitaba la autorización de un médico local. Una llamada a la farmacia del hospital más cercano se lo confirmó. Sí, tenían sucinilcolina. Y sí, necesitaba la autorización de un médico de París.
La primera idea de Osborn fue llamar al médico del hotel. Pero pedir una dosis de sucinilcolina no era pedir una receta normal. Le harían preguntas, las cosas se podían complicar. Un médico nervioso incluso podía llamar a la policía para denunciarlo. Tal vez había otros medios, pero le llevaría tiempo cualquiera de ellos, y el tiempo ahora era su enemigo. Muy a su pesar, volvió a pensar en Vera.
Llamó inmediatamente a la farmacia del Hospital St. Anne, donde Vera cubría la residencia. Sí, había sucinilcolina, pero, una vez más, no sin autorización local.
Pensó que si se lo montaba bien, tal vez un acuerdo verbal de Vera con los farmacéuticos sería suficiente. No quería implicar a un médico que la conociera, porque querría saber para qué quería Vera la droga. Se había inventado una historia para que contara ella, pero si se lo pedía a otro médico, resultaría complicado y arriesgado.
Luego dudó, y luego volvió a pensarlo, y finalmente la llamó al hospital a las seis y media y le pidió que se reunieran en un bar próximo a tomar un café cuando saliera del trabajo. Sintió que Vera vacilaba, y por un momento temió que se inventara una excusa y le dijera que no podía verlo, pero entonces ella dijo que sí. Su turno terminaba a las siete, pero tenía una reunión que acabaría después de las ocho. Se encontrarían entonces.
Osborn la observó mientras llevaba el café a la mesa. Después de un turno de treinta y seis horas sin dormir, más una reunión de una hora al terminar, Vera estaba fresca y despejada, incluso bella. No pudo dejar de contemplarla al sentarse, y cuando ella lo miró, le sonrió cariñosamente. Había algo en Vera que lo transportaba, sin importar lo que en ese momento pensara o la tarea que tuviera por delante. Quería estar con ella, consumirse en ella y dejar que ella se consumiera en él, ahora y para siempre. Nada de lo que los dos pudieran hacer en el futuro podía ser más importante que eso. El problema era que antes tenía que ocuparse de Henri Kanarack.
Se inclinó hacia delante y quiso cogerle la mano. Ella la retiró casi de inmediato y la deslizó hasta su falda.
– No hagas eso -advirtió, mirando alrededor de la sala.
– ¿De qué tienes miedo? ¿Que alguien pueda vernos?
– Sí -dijo ella, y miró hacia otro lado. Bebió un sorbo de café.
– Tú volviste a mí, ¿lo recuerdas? A decir adiós… -dijo Osborn-. ¿El lo sabe?
Bruscamente, Vera dejó la taza y se levantó para marcharse.
– Oye, lo siento -dijo él-. No debería haber dicho eso. Salgamos de aquí y vayamos a dar un paseo.
Ella vaciló.
– Vera, estás hablando con un amigo, un médico que conociste en Ginebra que te ha pedido que vengas a tomar un café con él. Y luego habéis salido a caminar juntos. El acabó por volver a Estados Unidos y ya está. Médicos hablando de compras. Es una buena historia. Buen final, ¿vale?
Osborn tenía la cabeza inclinada hacia un lado y le resaltaban las venas del cuello. Vera no lo había visto enfadarse antes. No podía explicárselo, pero aquello le gustaba. Sonrió.
– Vale -dijo, con tono casi infantil.
Fuera, Osborn abrió el paraguas para protegerse de una lluvia fina. Pasaron al lado de un Peugeot rojo, cruzaron la calle y caminaron por la calle de la Santé en dirección al hospital.
En el camino, cruzaron un Ford blanco estacionado junto a la acera. El inspector Lebrun estaba al volante, y McVey sentado a su lado.
– Supongo que no conoce a la chica -dijo McVey, cuando vieron a Osborn y Vera alejarse. Lebrun puso el contacto y avanzó lentamente en la misma dirección.
– Me pregunta usted si la conozco, no si sé quién es, ¿verdad? Las expresiones en inglés y en francés no siempre significan lo mismo.
A McVey le costaba creer que alguien pudiera hablar con el cigarrillo sempiternamente colgado de la boca. Había fumado en una época, después de la muerte de su primera mujer. Había empezado a fumar para no beber. No servía de gran cosa pero ayudaba. Cuando ya no le sirvió más, lo había dejado.
– Su inglés es mejor que mi francés. Vale, sí, quiero decir si usted sabe quién es…
Lebrun sonrió, y se volvió para coger el micro de la radio.
– La respuesta, amigo mío, es… todavía no.