Amanecía y Osborn, tendido en la penumbra oía la pausada respiración de Noble en la cama de al lado. McVey y Remmer dormían en la habitación contigua. Habían apagado las luces a las tres y media y ahora eran las seis menos cuarto. Osborn calculó que no había dormido más de dos horas.
Desde la llegada a Berlín había intuido la creciente frustración de McVey, una frustración rayana en la desesperación mientras intentaban apartar los sucesivos velos que protegían a Erwin Scholl. Por eso había empujado a Remmer hasta ese punto y, aunque de forma brutal, había querido descubrir algo esencial que tal vez ninguno de ellos había advertido hasta entonces. Había sacado algo en claro. No eran, desde luego, los guerreros teutones en medio de la niebla de los que había hablado Remmer. Era la arrogancia o la idea de que los alemanes o cualquier pueblo pudieran proclamarse «raza superior» y, para demostrarlo, embarcarse en una misión de destrucción de los demás. A Scholl, el concepto le iba como anillo al dedo, porque él encarnaba la presunción de un hombre que podía manipular y asesinar y, al mismo tiempo, mostrar una fachada como confidente de reyes y presidentes. Era una actitud con la cual tendrían que medirse cuando se enfrentaran cara a cara con Scholl. Sin embargo, aquello seguía siendo sólo un punto de vista, un exabrupto. No había nada concreto.
Lybarger sí que era algo concreto. Osborn estaba convencido de que Lybarger era la pieza clave. Pero parecían incapaces de descubrir algo sobre él que fuera más contundente. El único dato que prometía era el hecho de que el doctor Salettl estuviera en la lista de invitados de Charlottenburg, si bien la BKA no había logrado dar con su paradero. Ni en Austria ni en Alemania ni en Suiza. Si tenía que venir, ¿dónde estaba? En alguna parte habría algo más. ¿Pero qué era? ¿Y dónde encontrarlo?
McVey se despertó y ya estaba escribiendo algunas notas cuando Osborn entró.
– Seguimos suponiendo que Lybarger no tiene familia. Pero ¿cómo podemos estar seguros? -preguntó Osborn con tono decidido-. Digamos que soy un médico austriaco y trabajo en Carmel, California. Durante siete meses me ocupo de un paciente suizo sumamente enfermo. El paciente va mejorando poco a poco. Digamos que nace cierta confianza. Si tuviera una mujer, un hijo, un hermano…
– Querría que supieran cómo se encuentra -siguió McVey, que había entendido.
– Así es. Y si el paciente hubiera sido víctima de un infarto, como Lybarger, tendría dificultad para hablar y para escribir. Sería un problema comunicarse y me pediría a mí, su médico, que lo hiciera en su nombre. Yo lo haría. No escribiría una carta sino que llamaría por teléfono. Al menos una vez al mes y es probable que más a menudo.
Remmer se había despertado y se sentó en la cama.
– Hay que mirar los registros de teléfonos -dijo.
Poco más de una hora después llegó un fax de Fred Hanley, el agente especial del FBI en Los Angeles.
Había varias páginas de llamadas hechas por Salettl desde su teléfono particular en el hospital de Palo Colorado en Carmel, California. En total eran setecientas treinta y seis llamadas. Hanley había subrayado las llamadas a más de quince números diferentes en todo el mundo que tenían a Erwin Scholl como destinatario. El resto eran, en su mayoría, llamadas locales a Austria y Zúrich. Sin embargo, desperdigadas en la lista había veinticinco llamadas a un número con el código 49 -Alemania-, seguido del 30 -Berlín.
McVey dejó a un lado las páginas y miró a Osborn.
– Parece que ha dado con algo, doctor -dijo, y miró a Remmer-. Es tu terreno. ¿Qué hacemos?
– Lo mismo que hacíamos en Los Ángeles. Vamos a ver quién es.
07.45 h.
– Esta Karolin Henniger -quiso saber McVey cuando Remmer estacionó el Mercedes delante de la elegante tienda de antigüedades en Kantstrasse-. No creo que podamos suponer que es una conexión directa con Lybarger. Podría ser sólo un pariente de Salettl, una amiga, incluso una amante.
– Supongo que ahora lo averiguaremos -dijo Osborn. Abrió la puerta y bajó. Él había ideado el plan y McVey le había dado luz verde. Él fingiría ser un médico americano que buscaba a un doctor Salettl en nombre de un colega en California y Remmer pasaría como un amigo alemán que podía traducir en caso de que Karolin Henniger no hablara inglés. Esperarían su reacción para decidir cómo procederían.
McVey y Noble miraban desde el Mercedes cuando entraron en el edificio. Al otro lado de la calle, los agentes de la BKA vigilaban desde un BMW verde claro. Antes, cuando Remmer había dado con el nombre y dirección de Karolin Henniger, McVey había llamado a un viejo amigo en Los Angeles, el cardenal Charles O'Connel. McVey sabía que Scholl era católico y un importante recaudador de fondos de las diócesis de Nueva York y Los Ángeles. Calculó por ende que conocería bien a O'Connel. En ese sentido, Scholl era como cualquier otro católico. Si un cardenal solicitaba algo se le concedía el favor con gesto amable y mucha discreción.
McVey le dijo a O'Connel que estaba en Berlín y le pidió que tuviera la gentileza de concertar una entrevista entre él y Scholl, que también estaba en Berlín, a última hora de la tarde. Se trataba de algo importante y O'Connel no hizo preguntas. Se limitó a decir que haría todo lo posible y que volvería a llamar.
– Es importante que tenga en cuenta -dijo Remmer mientras subía con Osborn las estrechas escaleras a los apartamentos del último piso de la galería-, que esta mujer no ha cometido ningún crimen y que no está obligada a contestar a nuestras preguntas. Si no quiere hablar, no tiene por qué hacerlo.
– Ya -asintió Osborn. En ese momento no tenía ganas de pensar en los impedimentos legales. Se les estaba acabando el tiempo y lo único que importaba era tener algo con que perseguir a Scholl.
Los apartamentos 1 y 2 estaban a derecha e izquierda de las escaleras. El apartamento número 3, al fondo de un pasillo corto, era el de Karolin Henniger.
Osborn fue el primero en llegar a la puerta. Le lanzó una mirada a Remmer y llamó. Durante un momento no se oyó nada y luego pasos. Se abrió el cerrojo y la puerta quedó abierta hasta la cadena de seguridad. Los observaba una mujer atractiva vestida de traje. Tenía el pelo entrecano, alrededor de cuarenta y cinco años, pensó Osborn.
– ¿Karolin Henniger? -preguntó Osborn, cortésmente.
La mujer miró a Osborn y luego a Remmer.
– Sí -contestó.
– ¿Habla usted inglés?
– Sí -dijo ella, y volvió a mirar a Remmer-. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
– Me llamo Osborn. Soy médico y vivo en Estados Unidos. Buscamos a alguien que tal vez usted conozca: el doctor Helmuth Salettl.
La mujer palideció.
– No conozco a nadie con ese nombre. Lo siento. Auf Wiedershen!
Dio un paso atrás y cerró la puerta. Oyeron que la mujer corría el pestillo y que llamaba a alguien en voz alta. Osborn golpeó la puerta.
– ¡Por favor! ¡Necesitamos su ayuda!
La oyeron hablar en el interior y a continuación la voz se apagó. Luego retumbó un portazo.
– Está saliendo por atrás -dijo Osborn, y se volvió hacia las escaleras. Remmer le cerró el paso.
– Doctor, ya se lo advertí. La mujer tiene todo el derecho y no podemos hacer nada.
– ¡Tal vez usted no pueda! -dijo, y lo empujó a un lado al pasar.
McVey y Noble estaban especulando con la posibilidad de que el propio Salettl fuera el cirujano responsable de los cuerpos decapitados cuando vieron salir a Osborn a toda prisa por la puerta principal.
– ¡Vengan! -exclamó el médico, giró por una esquina y desapareció por un callejón.
Osborn corría cuando de pronto los vio. Karolin Henniger abría la puerta de un Volkswagen beis y ayudaba a subir a un niño.
– ¡Espere! -gritó-. ¡Espere, por favor!
Osborn llegó al coche cuando éste se ponía en marcha.
– ¡Por favor, tengo que hablar con usted! -rogó-. Las ruedas chirriaron y el coche aceleró-. ¡No! -Gritó y comenzó a correr junto al coche-. ¡No le haré daño!
Era demasiado tarde. Osborn vio que McVey y Noble saltaban hacia atrás cuando el coche llegó al final del callejón. Viró bruscamente al llegar a la calle y desapareció.
– Lo intentamos y no dio resultado. A veces sucede así -dijo McVey minutos más tarde cuando subieron al Mercedes y Remmer lo puso en marcha.
Osborn miraba a Remmer por el retrovisor, irritado.
– Usted le vio la cara cuando mencioné a Salettl. Ella lo sabe, maldita sea. Sabe lo de Salettl y me jugaría que lo de Lybarger también.
– Tal vez lo sepa, doctor -dijo McVey, suavemente-. Pero ella no es Albert Merriman. No puede jugar a matarla para confirmarlo.