– Pascal -había dicho Scholl-, quiero que observes el debido respeto por el doctor Osborn. Mátalo a él primero.
– Sí… -había contestado Von Holden.
Pero no lo había matado. Por diversas razones, no lo había matado. Sin embargo, las razones no importaban cuando eran excusas.
Osborn estaba vivo y lo había seguido hasta Berna. Cómo lo había conseguido estaba más allá de toda comprensión. Sin embargo, era un hecho. También era un hecho que cogería el próximo tren para perseguirlo.
– Interlaken -le informó un supervisor en los andenes, cuando Osborn le preguntó por el destino del tren que acababa de salir de la estación. Los ferrocarriles a Interlaken salían cada media hora.
– Danke -dijo Osborn.
Aturdido, bajó a la galería principal de la estación. Quería creer que Vera viajaba como prisionera de Von Holden, contra su voluntad. Pero según la manera como los había visto caminar juntos hacia el tren, vio que no era así. Ahora lo sabía y lo que él querría creer no importaba. Tenía la verdad ante sus ojos y McVey, toda la razón. Vera formaba parte de la Organización y donde fuera que Von Holden se dirigiera, ella lo acompañaba. Había sido un estúpido al creer en ella, un estúpido al enamorarse.
Llegó hasta la ventanilla de venta de billetes y quiso coger uno a Interlaken. Pero entonces pensó que podía tratarse de una parada en el camino. Podían cambiar de tren una, dos o más veces. No quería detenerse en cada ocasión. Con la tarjeta de crédito obtuvo un billete abierto para cinco días. Era la una y cuarto de la tarde y al cabo de un cuarto de hora salía el próximo tren a Interlaken.
Entró en un restaurante, pidió café y se sentó. Necesitaba pensar.
Casi inmediatamente se dio cuenta de que no tenía idea de dónde estaba Interlaken. Si lo supiera, al menos sabría lo que quería hacer Von Holden. Se levantó, fue hacia un quiosco y compró un mapa y una guía de Suiza. Oyó que se anunciaba una salida. Del alemán sólo entendió una palabra. Era todo lo que necesitaba saber. «Interlaken».
– ¿Cuánto falta para llegar? -preguntó Vera cuando el tren entró lentamente en el pequeño pueblo de Thun. Se había adormecido con la mirada perdida en el vacío y ahora, desperezada, sus preguntas eran directas. Fuera, la enorme torre del castillo de Thun apareció como un gigante de piedra anclado en el siglo XII.
Von Holden, alerta, observaba posibles indicios que delataran la presencia de policías al llegar a la estación. Si Osborn había avisado a las autoridades, Thun sería el primer lugar donde lógicamente detendrían el tren para revisarlo. Tendría que estar preparado en caso de que sucediera. Estaba seguro de que Vera no había visto a Osborn o no estaría actuando de aquella manera. Sin embargo, por esa razón la había traído consigo. Era una carta que sus perseguidores no tenían.
Ahora llegaban a la estación. Si el tren iba a detenerse, tenía que ser ahora. Al cabo de un momento, la estación quedó atrás y el tren cobró velocidad. Von Holden lanzó un suspiro de alivio y un momento después volvían al paisaje de la campiña, bordeando el lago Thun.
– Pregunto cuánto falta para… -Von Holden la estaba mirando.
– No me está permitido revelarle cuál es nuestro destino. Iría contra las órdenes.
Se levantó bruscamente y se dirigió al lavabo por el pasillo. El tren iba casi vacío. Los primeros trenes habrían circulado llenos. Las excursiones del sábado comenzaban por la mañana, de modo que la gente gozara de todo el día para explorar el imponente paisaje alpino. En Interlaken caminarían hasta el otro extremo de la estación para hacer trasbordo. Habría tiempo suficiente entre una y otra llegada para que Von Holden pudiera llevar a cabo su plan. Después de subir al tren con Vera, se disculparía -con una llamada de teléfono o de alguna otra manera-, la dejaría en el vagón, bajaría y volvería a la estación a esperar la llegada de Osborn. Lo buscaría y lo liquidaría.