Ciento uno

Cristina cierra la puerta del lavavajillas, que inicia de inmediato un programa de lavado corto. Después acaba de recoger la cocina y se sienta en el sofá. Hay que reconocer que en la casa reina el silencio. Se levanta y pone en marcha el equipo de música. Dentro hay un viejo CD de Elisa. La música se difunde por la habitación. Aunque, a decir verdad, también antes era así. Flavio se pasaba fuera todo el día. Sólo nos veíamos por la noche, nunca a la misma hora, y el sábado y el domingo, siempre teníamos infinidad de cosas que hacer. Sí. Pero ahora me siento sola por la noche. Tengo este piso enorme a mi entera disposición, puedo hacer lo que quiero, entrar, salir, cenar a la hora que me da la gana, cocinar lo que me apetezca, dormir en el sofá o no, ordenar la casa, en fin, que no debo rendir cuentas a nadie. Ni siquiera debo justificarme si tengo ganas de llorar. Lo hago y punto, y nadie se da cuenta. He pasado muchos años intentando adaptarme a otra persona, comprimiendo mi espacio para ofrecerle un poco a él, en fin, viviendo en pareja, con todo lo que eso conlleva. La gente se une para no sentirse sola, para compartir las alegrías y las dificultades, ¿y al final qué pasa? Que todo se apaga. Y el «parasiempre» escrito en una sola palabra del que hablaba Richard Bach en ese libro…, ¿cómo se titulaba?…, Ningún lugar está lejos, se va a hacer puñetas. Y ahora la libertad. A raudales. Me siento muy confusa.

Suena el móvil. Cristina se levanta y va a cogerlo a la habitación. Lo desenchufa del cargador.

– Dígame.

– Hola, Cri, ¿qué haces?

– Bah, acabo de recoger la cocina y me estaba relajando un poco…

– Oh, ahora no te conviertas en una mujer desesperada, ¿eh?

– La verdad es que me siento un poco así…

– No, no… En ese caso te salvaré yo -Susanna se ríe-. Nos divertimos mucho la otra noche, ¿verdad? ¡Así que te propongo que hagamos un bis! ¡Salgamos otra vez! Te llamo por eso…

– Pero no volveremos a hacer idioteces, eso sí que no…

– No, claro. Voy a darte una sorpresa…, ¿te acuerdas de Davide mi profesor de kickboxing?

– ¿Ese tan guapo?

– Exactamente. Tiene un amigo, entrenador del gimnasio, que da clases de spinning, entre otras cosas. Es simpático. ¡Y ahora está libre! Se llama Mattia.

– ¿Y por qué me lo cuentas?

– ¡Porque vamos a salir a cenar con ellos! ¡Ya he hecho una reserva!

– Pero no tengo ganas… Además, ni siquiera los conozco.

– Sí que tienes ganas, y si salimos a cenar es precisamente para que los conozcas, ¿no? Mejor dicho, para conocer a Mattia, ¡porque Davide es cosa mía!

– ¡Pero, Susanna…!

– ¿Susanna, qué? ¿Tengo que sentirme culpable por el mero hecho de que pretendo disfrutar un poco de la vida? No lo entiendo… Además, ¿quieres dedicarte a ejercer de ama de casa también esta noche? De eso nada, escúchame bien, esta noche te quiero preparada y echa un primor a las ocho en punto. ¡Un beso! -Cuelga sin darle tiempo a replicar. Cristina mira el móvil y cuelga. Menuda energía tiene, Susanna es imparable. Pero, en el fondo, no puedo por menos que reconocer que me ayuda. Si no me obligase a salir, me conozco, me encerraría en casa con un chándal, despeinada, y me dedicaría a comer chocolate y a deprimirme. Sí, tiene razón. Quizá me divierta. Además, ¿qué alternativa tengo?

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