Treinta y ocho

Pero ¿qué día es? Se escruta por enésima vez el rostro en el espejo. Busca distraídamente un indicio, algo en su cara, pero no ve nada. Ninguna señal. Al menos esta vez no tendré que usar como siempre el corrector. Qué suerte. Habré tenido algún desliz, como suele decirse. Tal vez un poco de estrés que lo ha desajustado todo. ¡Y ni siquiera un grano de más! Por una vez. Prueba a convencerse mirándose de nuevo al espejo. Nada. Su cara habitual, alegre y serena, rodeada de un pelo claro y luminoso. Bah. Se dirige a su habitación y se viste para salir. El móvil vibra. Un mensaje. Diletta lo coge y lo lee: «Paso esta noche a las ocho, la película empieza a las nueve menos veinte. ¡Besos cinematográficos!» Qué idiota. A veces parece realmente un niño. Diletta sonríe y se calza las bailarinas rojas de charol. A continuación coge su bolso de un estante y el abrigo gris claro. Mientras avanza por el pasillo se detiene de golpe. Da media vuelta y se encamina hacia el cuarto de baño. Busca en un mueble. Aquí está el paquete. Saca un par y las introduce en el bolsillo interior del bolso. Quizá me vengan bien esta noche. Nunca se sabe. Cierra la puerta, regresa al pasillo y coge las llaves.

– Adiós, mamá, volveré en seguida.

De la cocina le llega una voz atenuada por el sonido del televisor.

– ¿Sales con Filippo?

– ¡Sí! Pero me espera abajo. No quiero que suba cuatro pisos a pie. ¡Todavía no han arreglado el ascensor!

– Está bien, salúdalo de mi parte, y no vuelvas tarde.

Desde luego, hay que ver lo absurdos que son los padres. Acabo de decirle que volveré en seguida y me pide que no vuelva tarde. Como cuando te dicen «Ten cuidado», como si uno no supiese que hay que tener cuidado y que no puede comportarse como un irresponsable. Porque después llegan las consecuencias. Al pensar en esa palabra siente una punzada en el estómago. Consecuencias. Tener cuidado. Un tirón desgarrador. Una punzada. Sólo que no es la señal que esperaba, la natural, la de siempre. No se produce en la parte baja del abdomen. Es otra cosa. Más extendida. Una caída. Una especie de fulguración. Diletta se para en medio de la escalera. Empieza a contar frenéticamente con los dedos de ambas manos. Como sumaría una niña de primaria. O, mejor dicho, restaría. Y cuando obtiene el resultado abre los ojos desmesuradamente. No. No es posible. Repite la operación desde el principio, esta vez con mayor lentitud. No hay remedio. El resultado es idéntico. Lo hace por tercera vez. Pero le viene a la mente esa norma: «El orden de los factores no altera el producto.» Caramba. Se acuerda de repente. Querría no tener que pensar en eso. Pero lo hace. Y recuerda. Y, en efecto, maldita sea, puede ser. Es tan puntual como un reloj suizo. En esa ocasión, sin embargo, no. No es posible. Luego, rápidamente, como un detective que, tras juntar todas las pruebas, está a punto de componer el puzle final que resolverá el caso, se percata. Si en siete años jamás le ha salido un grano durante esos días debe de haber un motivo. Y éste se parece demasiado a una velada en particular. Aquella vez, después del pub, en que Filippo, antes de acompañarla a casa, dio una vuelta con el coche para enseñarle un arco antiguo sobre la via Apia que había descubierto por casualidad y le había gustado mucho. Y, tras haber aparcado en la oscuridad, después de haber hablado y bromeado como siempre, habían empezado a acariciarse y a hacerse arrumacos. Más. Cada vez más, perdidos en la música que emitía la radio. Protegidos por los cierres automáticos de las puertas y, sin embargo, temiendo ese lugar desconocido, ellos, que siempre habían sido prudentes, que siempre habían tenido cuidado considerando lo que se oye por ahí. No obstante, en esa ocasión, embargados por la pasión, habían sido un poco conscientes y rebeldes. Se habían dejado llevar por el amor y el deseo. De improviso, Filippo se había dado cuenta de que no había cogido los preservativos, y se había desplomado abatido sobre Diletta. Y ella, entonces, dulcemente, le había dicho que quizá fuera mejor dejarlo estar por esa vez. Él había accedido. Pero luego no pudieron controlarse y siguieron adelante. Besos, caricias, abrazos, deseo y pasión. La mirada de uno puesta en la del otro. Una y otra vez. Las estrellas por la ventanilla, el paisaje y la noche. Y ellos unidos, cercanos, juntos. Un largo abrazo mientras se miraban a los ojos entre risas, aunque también algo preocupados. Y la frase de Filippo: «He tenido cuidado, ¿has visto, amor mío?» No. No lo he visto, cariño, porque me he dejado llevar y me he perdido contigo, dentro de ti. Me fío. También Filippo se había fiado de sí mismo. ¿Y ahora? ¿Será de verdad eso? Diletta busca frenéticamente el móvil en el bolso y mientras lo hace su mano tropieza con las dos compresas que ha cogido del armario del cuarto de baño y que desea poder utilizar con todas sus fuerzas. Las mira y las coloca de nuevo en su sitio. Coge el móvil y escribe al vuelo un sms: «No pases, cariño, nos vemos en el cine…» Pero luego cambia de idea. ¿Qué hago?, ya es tarde. Filippo estará a punto de llegar. Lo borra. No. Por otra parte, esta noche la película nos apetece mucho. Questione di cuore, de Archibugi. Me niego a pensar en eso hoy. Además, puede que me haya equivocado. Mañana. Ya pensaré mañana. Y tal vez vaya incluso a una farmacia. Quizá. Luego vuelve a meter el móvil en el bolso y baja la escalera acompañada de ese nuevo y sutil presentimiento.

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