Erica aparca debajo de su casa. No es muy tarde. Ni siquiera es la una. Han acabado pronto. Todas tenían algo que hacer al día siguiente. Malditas prisas. Ya no es como antes. Los ritmos han cambiado. Incluso para la amistad. Han decidido acostarse temprano después de la reunión inesperada que convocó Niki. Quizá se deba a la noticia que les ha comunicado. Antes de apearse del coche se para a pensar. Todavía le cuesta creerlo. Niki se casa. No me parece verdad. ¿Se habrá vuelto loca? Yo no podría hacerlo. Casarme a los veinte años. Perder la libertad. Tener un compromiso serio con alguien. Vivir en pareja. Ser fiel. Para siempre. Compartir alegrías, dolores y costumbres. Cambiarlo todo. Abandonar mi casa, a mis padres. Y, en parte, también a las amigas. Mis amigas. Mis oportunidades de hacer, de conocer y de decidir quién me gusta y quién no. Casarse significa dejar atrás todo eso. Significa cerrarse al mundo. Y, por si fuera poco, a los veinte años… Al menos a los cuarenta. Pero a los veinte, no. ¿Cuántas historias circulan de gente que se casa pronto y que después se separa antes incluso de los dos años porque se da cuenta de que la cosa no funciona? Porque antes no han reflexionado lo suficiente. Es inútil decir que todo seguirá siendo como antes, no es cierto. De alguna forma, Niki nos está abandonando. Me alegro por ella, claro, siempre y cuando esté convencida, pero no sé por qué me da también un poco de rabia. No puedo fingir. Puede que nunca se lo diga. No quiero que piense que no estoy contenta por ella. Es mi amiga. Pero aun así no consigo compartir del todo su elección. No lo consigo. De alguna manera tengo la impresión de que nos ha traicionado. Como si hubiese antepuesto su felicidad al hecho de estar juntas, de ser las Olas. Sé que ni siquiera debería pensarlo. Pero no lo puedo evitar.
Erica saca la llave del contacto. Se apea y cierra el coche. Por la cabeza le rondan unos pensamientos en los que se entremezclan la tristeza y la rabia. Y la sinceridad.