– ¡Lorenzo!
El niño, que acaba de resbalar y de caerse al suelo, prueba por última vez a darle a la pelota, pero al oír el grito de su madre opta por renunciar.
– ¡Te he dicho que no juegues de ese modo!
Se levanta sacudiéndose el chándal.
– Pero, mamá, ¡vamos perdiendo!
– ¡Me importa un comino! ¿De acuerdo?
– ¡Vaaale!
Lorenzo echa a correr más exaltado y sudado que nunca, con su melena rubia, se diría que sueca, cubriéndole los ojos y pegada a las mejillas porque la cinta de rizo no consigue sujetársela. La aparta con la mano y corre detrás de la pelota en ese campo que han improvisado en el jardín de Villa Balestra, en los Parioli, bajo los ojos inquietos de Susanna. Lorenzo llega junto a la pelota y emprende de nuevo su carrera. Su madre sacude la cabeza mirando hacia Monte Mario, después alrededor, hacia ese jardín elíptico, a las avenidas paralelas, a las cuevas excavadas en la toba a media ladera. Luego se da cuenta de que hace rato que no ve a Carolina, se vuelve de inmediato hacia el lugar donde la vio por última vez y la busca con la mirada.
– Ah, ahí está.
Está sentada en su bicicleta. Los pies de la niña se balancean y apenas tocan el suelo, el asfalto de esa especie de pista, que, en realidad, debería ser de patinaje, de no haber sido porque la construyeron mal. Carolina habla con sus amiguitas, ríe, bromea y charla tranquila Y, pese a que no se ha quitado la cazadora, no está sudada. Menos mal, por lo menos ella.
Susanna coge el bíter rojo que tiene delante y lo apura. Come una patata frita, después una aceituna, acto seguido vuelve a coger el vaso del bíter, pero no ha dejado ni una gota. Se encoge de hombros y decide comer otra patata. Es particularmente grande, y mientras la aferra Susanna piensa de nuevo en su propósito. Caramba, había dicho que quería tener cuidado, que nada de porquerías después de comer. Gimnasia…, ¿hago kickboxing y después me pirro por una patata? No quiero convertirme en una de esas mujeres deprimidas a causa del amor que se consuelan con la comida porque piensan que nadie quiere ligar con ellas y al final engordan tanto que luego sus peores temores se hacen realidad y nadie se digna ni siquiera mirarlas… Pero es que no puedo resistirlo. Ni que fuese Rocco Siffredi en ese anuncio de patatas fritas que ha visto en la televisión. Susanna cae en la tentación y se la come en dos bocados, satisfecha de su decisión. Bueno, mañana empezaré en serio. No engordaré por saltarme un día la dieta. No hay que ser demasiado radicales al principio, es mejor ir poco a poco hasta conseguir un resultado óptimo.
– Perdone, señora, ¿están libres?
Un chico alto con el pelo oscuro y un poco rizado, los ojos azules y profundos y, sobre todo, una sonrisa maravillosa acaba de apoyar las manos en dos de las sillas que rodean la mesa de Susanna. Ésta se ruboriza a su pesar.
– Por supuesto…
– Gracias.
El chico las levanta con facilidad y las lleva hasta una mesa contigua donde una atractiva joven con una melena larga y rubia lo está esperando. Qué estúpida soy. Me he ruborizado. Susanna se come una aceituna y después observa a la pareja. Conozco a ese chico. Se llama Giorgio Altieri. Frecuentaba el gimnasio al que iba yo. Todas estábamos locas por él. Lo sabíamos todo sobre su vida y bromeábamos sobre cómo debía de ser en la cama. ¡Era increíble! Olía a colonia incluso cuando sudaba. Susanna lo observa con detenimiento. Siempre ha tenido una sonrisa preciosa. Y esa novia tan guapa. Iba con él al gimnasio. Mierda. ¿Cómo es posible que esos dos duren tanto? Los envidio. Puede que él ni siquiera la engañe. De ser así es un buen tipo, porque con un cuerpo como el suyo…
Giorgio se vuelve para pedir que les sirvan. Mientras busca al camarero entre las mesas, su mirada se cruza con la de Susanna, que esta vez no enrojece. Él, curioso, la mira con un poco más de detenimiento, después le guiña un ojo y sonríe. Lo sabía. Susanna baja la mirada y se aferra al bíter como si fuese su única tabla de salvación, en vano, porque vuelve a ruborizarse. Qué idiota soy, piensa. ¡Y, por si fuera poco el bíter se ha acabado!
– ¡Perdona el retraso!
– ¡No te preocupes!
Cristina llega justo a tiempo, sonriente, pero a todas luces algo cansada. Además, tiene los ojos un poco enrojecidos, como si no hubiese dormido bien.
– ¿Quieres pedir algo?
– Sí, quizá un capuchino.
Susanna consigue detener al vuelo a un camarero que en esos momentos pasa junto a su mesa.
– Un capuchino, por favor…
Después se vuelve hacia Cristina.
– ¿Te apetece también algo de comer?
– No, no… Sólo un capuchino.
– Entonces un capuchino, un bíter rojo y más patatas fritas… -El camarero hace ademán de marcharse-. ¡Ah, y también unas aceitunas! -Susanna mira de nuevo a Giorgio, en vano, porque él sigue charlando con su compañera y le da la espalda-. ¿Qué pasa?
– Nada, ¿por qué?
– ¿Nada? Jamás has venido a Villa Balestra desde que yo la frecuento.
– No es cierto… Vine una vez.
– ¿Cuándo? No me acuerdo.
– Hace dos años.
– ¡Es verdad! Tienes razón. Viniste…, espera, ¿por qué?
El camarero regresa y deja sobre la mesa el capuchino, el bíter rojo y unos platos de patatas y aceitunas.
– Gracias. -Susanna mordisquea en seguida una patata frita, bebe por fin un poco de bíter y se seca los labios-. Ah, sí… Ahora me acuerdo, Flavio y tú habíais reñido… Sí, habíais discutido porque tú querías seguir trabajando y pensabas que quizá era demasiado pronto para tener un hijo, y en cambio él… -Se vuelve de golpe hacia Cristina-. ¿Habéis discutido otra vez?
– Peor aún. -Cristina da un sorbo a su capuchino y después apoya con delicadeza la taza sobre el plato-. Hemos roto.
– ¿Qué quieres decir? Bueno, debe de haber sido una discusión más fuerte, de todas formas tendrá arreglo, ¿no?
– No, no creo. -Cristina se aparta el pelo hacia atrás y mira a lo lejos, hacia la cúpula de la iglesia de Belle Arti, más allá, hacia el norte de Roma, fuera de los límites de la ciudad, donde ya no hay edificios sino tan sólo campos y terrenos de cultivo. Donde, sin embargo, todavía puede nacer algo. A diferencia de su historia-. Se ha acabado, Susanna. Anoche hablamos largo y tendido, lloramos, nos abrazamos y nos dijimos cuánto nos queríamos… Luego le confesé algo importante.
– ¿A qué te refieres?
– Le dije que quiero estar sola, que necesito tiempo para mí, que ya no soporto su presencia, que el mero hecho de verlo me hace sufrir, y que esa falta de amor hacia él me destruye.
– Dime la verdad, Cristina.
Ella se vuelve risueña.
– No. Ya sé lo que me vas a preguntar. No hay nadie más en mi vida. -Da un sorbo a su capuchino y mira otra vez a Susanna-. Y no estoy mintiendo, ¡te lo juro! No sabes hasta qué punto sería más fácil tener en la cabeza a otro y pensar exclusivamente en acostarme con él.
En ese momento, sin querer, poco menos que guiada por el instinto, Susanna se vuelve hacia Giorgio Altieri. Pero la mesa está vacía. Echa un vistazo alrededor y no ve a nadie. Lástima. Susanna se encoge de hombros y vuelve a mirar a Cristina, que, no obstante, se ha percatado de la repentina distracción de su amiga.
– ¿En qué estás pensando?
– En nada, mejor dicho, cuando has hablado de acostarse con alguien me ha venido a la mente un tipo que veo a menudo por aquí… Estaba a nuestro lado hasta hace poco. Un tal Giorgio. Pero se ha ido.
– Ah… ¡Muy bien!
– Sólo que yo no querría hacer el amor con él…, ¡me encantaría follármelo!
– ¡Susanna!
– Oye, ¿por qué sólo los hombres pueden tener ese instinto? ¡Qué coño!
– ¡Susanna!
– Sí, hoy me encantaría echar un buen polvo, ¿te parece bien? -Se echa a reír.
Cristina acaba sonriendo también y se abrazan inclinándose un poco desde sus sillas. Después Susanna se pone de nuevo seria.
– Espero que no lo hayas hecho a raíz de nuestra conversación de la otra noche.
– ¿A qué conversación te refieres?
– Sí, cuando te dije no sé cuántas cosas sobre Pietro, sobre la vida, el matrimonio y nuestro grupo. Tal vez te diste por aludida y has pretendido dar un paso mucho más grande e importante que tú…
– No -Cristina niega también con la cabeza-. ¿Sabes cuántas veces he pensado en eso? ¿Cuántas cosas no me gustaban de mi vida, cuántas cosas no funcionaban y, sobre todo, de cuántas de ellas él no se percataba en lo más mínimo? El simple hecho de estar de vez en cuando en silencio a su lado, cenando frente a la mesa. Mientras miraba la televisión sin prestar la menor atención a la tristeza que se reflejaba en mis ojos… Al menos podría haberme mirado, ¿no? De haberlo hecho, habría visto, habría entendido y, quizá, hasta podría haberme hecho alguna pregunta.
– ¿Y tú qué le habrías contestado?
Cristina mira a los hijos de Susanna. Se han acercado con sus amigos y juegan con un pequeño perro en la hierba.
– No lo sé. Poco importa lo que podría haber dicho; lo fundamental era sentir su preocupación por mí… -Cristina la mira de nuevo
mientras la brisa agita su pelo, el aire es ahora más sereno, más tranquilo, incluso más reposado.
Susanna le acaricia la mano que tiene apoyada en el brazo de la silla.
– Quizá se dará cuenta y se preguntará por qué no quiso saber más…
– Pero puede que para entonces ya sea demasiado tarde. Quizá lo sea ya. Ahora, sin duda, lo es…
Susanna saca dos entradas de debajo del plato y echa un vistazo a la cuenta.
– Oh… Puede que sea pasajero. Tal vez ahora te guste sentir lo que estoy experimentando yo, es decir, el deseo de vengarme de Pietro y del fracaso que estamos viviendo por su culpa… Quizá hasta te acabe interesando ese Giorgio del que te he hablado…
– Pero eso ahora no tiene nada que ver.
– Ya, pero no debes encerrarte en casa porque, si lo haces, te deprimirás. Perdone…
Un camarero se acerca ellas.
– No, de eso nada -Cristina la detiene-. Yo invito, venga…
– ¡Ni lo sueñes! -Susanna saca un billete de cincuenta, espera la vuelta y deja un euro de propina al camarero, que se marcha a toda velocidad para atender otra mesa.
– Ya me invitarás a cenar cuando salgamos juntas…
– ¡Ah, sí! Así me recupero. Vale, me gusta la idea…
Susanna sonríe.
– Siempre que nuestros dos hombres consientan que paguemos…
– ¿Y quiénes son nuestros dos hombres?
Susanna se levanta de la silla y la mira radiante.
– ¡No tengo ni idea! Pero da igual… Quizá sea algún tipo tan guapo como Giorgio Altieri, o puede que incluso más. ¡Pero qué digo, lo será seguro!
– Sí, sí, ya veremos… Por el momento no tengo ganas de salir.
– ¡Pero si eso no significa que tengas que acostarte con nadie!
Justo en ese instante ve llegar a Lorenzo.
– Mamá… ¡Hola, Cristina! -la saluda antes de que su madre lo riña como de costumbre. Luego le sonría ella. Ambos son conscientes de que estaba a punto de cometer el consabido error.
– ¿Qué pasa?
– ¿Me das tres euros para una Coca-Cola?
– No, te doy dinero si quieres, pero para comprarte un zumo que no lleve gas ni esté frío…
– ¡De acuerdo!
– ¡No, repítelo! ¿Cómo tienes que pedírselo al camarero?
– Uf, no sé: sin gas y que no esté muy frío.
– Muy bien, aquí tienes…
Lorenzo corre hacia el bar con el dinero en la mano.
– ¿Sabes lo que me parece terrible? -dice Cristina mirando al niño-. Que, en cualquier caso, y a pesar de que tu relación con Pietro se ha acabado, todo, todas las fatigas cotidianas del matrimonio, de todas las noches, como cocinar, lavar, planchar o hacer la cama, te compensan porque tú sigues teniendo algo. Algo muy grande: ellos dos, tus hijos… -Susanna no sabe qué contestarle. Mueve apenas la boca intentando esbozar una sonrisa-. Mientras que yo tengo la impresión de haber malgastado todos estos años; cuando miro hacia atrás ni siquiera veo todas esas fatigas que acabo de mencionarte… Sólo el vacío. Un fracaso espantoso, quiero decir que ni siquiera lo hemos intentado, ¿me entiendes…?
Susanna ve que, a lo lejos, Lorenzo sale del bar. Lleva una pajita en la boca y sujeta una bebida con los brazos. Susanna se hace a un lado para controlarlo mejor. Lorenzo se da cuenta y escapa corriendo hacia sus amigos tratando de mantener la lata oculta. Pero basta un instante para que Susanna reconozca a la perfección el color rojo y parte de la marca: Coca-Cola.
– ¡Muy bien! ¡No me pidas nada más! Y si luego te duele la tripa no te atrevas a ir a mi habitación a hacerme una de tus escenas.
El niño se hace el sueco y se reúne con sus amigos sin preocuparse ya por esconder la lata de Coca-Cola.
– ¡Perdona, Cristina! Pero en eso ha salido a su padre… ¡Se cree muy listo y luego siempre acaban pillándolo! No entiende que no sirve de nada mentir. Es decir, contar mentiras cuando no es necesario.
Creo que se trata de una enfermedad hereditaria. Bah. -Después añade, con sincera perplejidad-: No, en serio, ¡me gustaría consultar a un médico! Pero bueno, volvamos a lo tuyo, ¿cómo se lo ha tomado Flavio? ¿Cómo está?
– Hemos hablado por teléfono. Parece tranquilo.
– ¿En serio? ¿Adónde ha ido a vivir? ¿A casa de su madre?
– No, todavía no ha tenido el valor de decirle nada…
En ese momento suena el teléfono de Susanna, que lo saca del bolso y mira la pantalla.
– ¡Vaya! Hablando del rey de Roma… Es mi madre. Yo a ella se lo he contado todo, pero me da una lata… -Abre el móvil-. Hola, mamá ¿qué pasa? -A continuación escucha en silencio sacudiendo la cabeza-. No, todo sigue como te he dicho, igual que ayer, y no tengo la menor intención de cambiar absolutamente nada. ¡Es una situación ridícula y no pienso seguir soportándola sólo porque a ti te moleste tener que confesar durante una cena con tus amigos que tu hija se ha separado! -Escucha y vuelve a negar con la cabeza-. No… Deberías estar contenta de poder ir a esas fiestas y decir que tu hija vuelve a ser feliz. Oye, mamá, estoy con una amiga y no tengo ganas de discutir. Si quieres que te deje de vez en cuando a Lorenzo y a Carolina, me harás un favor, en caso contrario me las arreglaré sola… -Susanna escucha en silencio y luego esboza una sonrisa-. Perfecto. Gracias, mamá -Cierra el teléfono-. Por fin lo ha entendido. Es dura de mollera. No acaba de entrarle en la cabeza que no quiera volver con Pietro… En fin, perdona, me estabas hablando de Flavio…
– Sí, él, en cambio, no les ha dicho nada a sus padres…
– ¿Lo ves? Está claro que todavía piensa que puede volver contigo… Pero ¿dónde duerme ahora?
Cristina se vuelve y la mira a los ojos.
– Creía que lo sabías.
– No. ¿Con quién?
– Está en casa de Pietro.
– ¡Pues vaya una solución! ¡Esos dos ni siquiera son capaces de preparar medio plato de pasta!