Última hora de la tarde. Un bonito sol inesperado contradice las previsiones de Giuliacci, que lo había cubierto con algunas cuantas nubes juguetonas. Pero no. En cuatro zonas distintas de la ciudad, cuatro chicas están subiendo a sus respectivos coches o motos. Cada una de ellas se ha arreglado vistiéndose de forma cómoda, alegre, adecuada para pasar varias horas de absoluta libertad. Zapatillas deportivas, camisetas, cazadoras, gabardinas. En marcha hacia la amistad.
Niki pone en marcha su SH50. Se pone el casco y se ajusta la ropa. Parte como un rayo, como suele tener por costumbre, esquivando por un pelo una bicicleta que pasaba por allí. Con los años, todo se vuelve más difícil. Nuevos Compromisos, otros conocidos, ritmos diferentes. Y a veces uno tiene la impresión de que se ha perdido, de que no ha dado la importancia adecuada a las relaciones. Los sms ya no llegan al ritmo de antes, las salidas nocturnas se reducen, las promesas de volver a verse se posponen por una razón u otra. El período del instituto, durante el que podían pasar juntas tardes interminables, parece haberse perdido en la noche de los tiempos. Eran como una segunda familia y no pueden dejar de creer en eso. Tienen que esforzarse. Defender las relaciones. Renovarlas. Tratar de atravesar el tiempo sin perderse. Pero bueno, lo cierto es que todavía estamos aquí. Las Olas. Dispuestas a dejarlo todo para poder vernos unas horas. Qué maravilla. Tengo muchas ganas de pasear, de reírme sin más, de comer con ellas un buen helado comprado en el Alaska. Sí. Niki esboza una sonrisa. Es cierto.
Olly introduce un nuevo CD en el reproductor del Smart. El «Best of» de Gianna Nannini. Grazie. Gracias, sí. Gracias a nosotras. A nuestro modo de ser. Al hecho de que, a pesar de todo, seguimos aquí, como cuando simulábamos que desfilábamos en la piazza dei Giuochi Istmici. Como cuando fingíamos que dormíamos en mi casa y, en cambio, nos escapábamos a las fiestas. Como el día en que compramos la Moleskine para que cada una escribiese lo que pensaba y pudiésemos leerlo después mientras bebíamos una taza de té. Y el día que la enterramos. Y también la vez en que elegimos nuestro nombre, las Olas, haciendo un montón de suposiciones absurdas con las iniciales de nuestros nombres mientras estábamos sentadas a una mesa de Alaska.
Qué divertido, todavía me acuerdo. Olimpia… Erica… Niki… Diletta… OlErNiDi.NiErODi… DiNiErO… ¡Ya está! ¡Diniero! Las Diniero, pagas y te llevas cuatro. Vaya risa. Y también N.E.D.O. ¡El hermano tonto del pez Nemo! Y un sinfín de ocurrencias absurdas más hasta llegar al auténtico nombre, el único posible: las OLAS, las Olas. Sí. Olas grandes, fuertes, que buscan una orilla segura de la que poder partir de inmediato. Olas de un mar que aún existe. Para demostrar a sus detractores que la amistad que nace en el bachillerato puede perdurar en el tiempo.
Erica tropieza con el borde de la acera. Vaya por Dios. ¿Por qué será que siempre me caigo aquí? Hace una vida que me sucede. Una vida. Y, de improviso, pensando en el lugar al que se dirige, le vienen a la mente muchas cosas. El viaje a Londres. El de Grecia. El hospital. Cuando Diletta tuvo el accidente. Qué miedo pasó esos días. ¿Y si no hubiese salido de ésa? Imposible. Un mar huérfano de una ola. No. No se lo habríamos permitido. Y después, el concierto a escondidas, la fuga a la playa para arrojar sal al mar antes de la selectividad. Y el amor. Y el ordenador que encontré. Ese chico escritor. Pensar que era amor. Y lo feliz que me sentía cuando se lo contaba a ellas. Ellas, que siguen estando a mi lado, si bien ahora son más mayores y un poco distintas. Mis amigas. A continuación Erica sube al Lancia Ypsilon bicolor, rasca al meter la marcha y arranca.
Diletta contempla su reflejo en el retrovisor del coche. Hoy tiene el pelo un poco abultado, debe de ser cosa del nuevo bálsamo. Ya lo decía el anuncio, que daba volumen. No mentía. Se ajusta el pasador en forma de corazón que lleva a la izquierda, sobre la oreja, y sube a su Matiz rojo. Enciende la radio, pasa de una emisora a otra y, después de algún que otro crujido, encuentra algún noticiario y unos programas sobre economía y sociedad, detiene el dedo y deja de apretar. No. No quiero eso. De manera que saca una funda múltiple del bolsillo de la puerta. Abre la cremallera y empieza a hojear los CD. Uno, dos, tres… Aquí está. A veces uno tiene la impresión de que las canciones salen a su encuentro porque saben que las necesita. Diletta coge el CD y lo introduce en el reproductor. Oh. El recopilatorio que nos regalamos en septiembre, después de las vacaciones, antes de comenzar las clases en la universidad. Cada una eligió unas canciones y después hicimos cuatro copias. Quizá porque teníamos miedo de perdernos. Pone una. Giorgia. Che amica sei. Diletta canta mientras conduce. Y en parte se conmueve también pensando en todos los momentos que han pasado juntas. Sí. «Qué buena amiga eres, no me traiciones nunca, los amores pasan, tú permanecerás.» Es cierto. Aunque prefiero que mi amor no se vaya. ¡Porque, de lo contrario, Filippo, juro que te parto los brazos! «Qué buena amiga eres, llama cuando necesites reírte. El tiempo pasa volando, nosotras esperaremos aquí entre un secreto y otro…» Sí, esperaremos y permaneceremos. «Fíate de mí, yo me fiaré de ti y pasaremos horas hablando y contándonos nuestras cosas. Estoy a tu lado, jamás estarás sola…» No, y espero de verdad que vosotras tampoco me dejéis nunca sola. «Qué buena amiga eres, no cambies nunca, si necesito una mano sé que puedo contar contigo…» Diletta se adentra en el tráfico cantando a voz en grito. Casi ha llegado. Puntual. Semáforo rojo. Cabecea dulcemente al ritmo de la música. Luego se vuelve de golpe. Increíble.
– ¡Erica! -Diletta baja la ventanilla y la llama otra vez-. ¡Erica!
Su amiga no se da cuenta. El semáforo se pone en verde y arranca. Diletta sacude la cabeza. Está completamente ciega. ¡Y, además, circula por el carril equivocado! Será gamberra. Diletta se coloca detrás de ella y la sigue. A fin de cuentas, se dirigen al mismo sitio. Empieza a hacer destellos con los faros y a tocar la bocina, riéndose.
– Oh, pero ¿quién es el que está dando el coñazo? ¿Se puede saber qué quiere? -A Erica poco le falta para hacer un gesto obsceno, pero antes mira por el espejo retrovisor y reconoce la masa de rizos claros.
Pero bueno, ¿es ella? ¡Está loca! La saluda con la mano y le saca la lengua. Se persiguen un poco hasta llegar al lugar donde han quedado. Aparcan de milagro. Se apean del coche y se precipitan la una en brazos de la otra saltando como unas chifladas.
– ¡Caramba, da la impresión de que no nos hemos visto en años!
– ¡Y eso qué tiene que ver! ¡Te quiero mucho! -Y siguen saltando pegadas la una a la otra como dos futbolistas después de haber marcado un gol importante. Pasados unos instantes llegan también Niki y Olly.
– ¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¿Qué pasa, ahora salís juntas? -y sin pensarlo dos veces se unen a ese abrazo loco, intenso, alegre, allí, en medio del aparcamiento y de la gente que pasa por su lado sin entender lo que les ocurre a esas cuatro chicas que giran en corro gritando.
– Venga, ya está bien… ¡Tenemos que ir a hacer la compra!
– Pero mira que eres aburrida…
– Sí, sí… Os advierto que yo no cocino, ¿eh?
– Bueno, en ese caso compremos unas pizzas.
– He traído un helado nuevo y delicioso, lo he comprado en San Crispino, ¿os parece bien?
– Esperad… Esperad… Niki, ¿a qué se debe que ahora quieras salvarnos la vida? ¿Nos concedes la gracia?
– ¿Qué quieres decir?
– ¡Que, dado que no cocinas, no puedes envenenarnos!
– ¡Imbéciles!
Y siguen bromeando en medio de la calle, empujándose y riéndose, sin edad, dueñas del mundo como sólo se puede ser en ciertos, momentos de felicidad.