Ciento doce

Niki lee otra vez el mensaje: «¿No crees que ya va siendo hora de que pagues la apuesta?»

Su corazón se acelera. No. No es posible. Guido. Justo ahora, justo esta noche me manda este mensaje. Sin duda es cosa del destino. Niki se apresura a responderle: «Sí, tienes razón. Nos vemos en la universidad dentro de media hora.»

Se quita de inmediato el vestido azul de mujer mayor y, con él, unos cuantos años, rejuvenece y se siente más libre que nunca. Se pone un par de vaqueros oscuros, unas zapatillas de media caña, una camiseta con una cremallera y unos bolsillos delante, una gorra, una bufanda, y una cazadora encima.

– Adiós…, ¡voy a salir! -se despide de sus padres mientras sale de casa y cierra la puerta a sus espaldas-. Volveré tarde…

Baja corriendo la escalera escapando de la gravedad de los días pasados, de la infinidad de decisiones, de los invitados, de la fiesta, del vestido, de las hermanas, de él… Y de todas esas responsabilidades. Más ligera que nunca.

Niki sube al coche, enciende la radio y parte a toda velocidad. Baila escuchando a Rihanna, Don't Stop the Music, alegre, siguiendo perfectamente el ritmo, ladeándose completamente al doblar la curva. Pero cuando se incorpora siente un desfallecimiento, le falta el aliento, se asusta. Frena y se arrima a la acera. Le vuelve a la mente el sueño que se interrumpió a la mitad. Caminaba tranquila por la Isla Azul y de repente veía que alguien llegaba. Se acercaba a ella risueño. Y sí, ahora lo recuerda con toda claridad. Era Guido. Niki detiene el Micra en la explanada de la universidad y apaga el motor. Mira alrededor. No ve a nadie. Debería haber llegado ya. Quizá también esto sea una señal del destino. Me voy. Pero justo cuando está a punto de volver a poner el coche en marcha una moto se para a su lado. Su moto. Guido tiene una sonrisa preciosa. Y un segundo casco bajo el brazo. Niki baja la ventanilla.

– Hola.

– Hola, Niki… ¿Prefieres ir en moto o en coche? Si quieres tengo el familiar, sólo debo quitarle las tablas de surf de encima…

Ella sonríe.

– En moto me parece bien.

Se apea del Micra y lo cierra con llave. En la plaza hay un extraño silencio, no pasa nadie, ni un autobús, ni un coche, ni un solo joven. Al alzar la mirada Niki ve en el cielo la luna escondida tras unas nubes ligeras, que parecen querer ocultarle algo, pese a que la noche es magnífica. Por unos instantes vacila. ¿Adónde vas? No vayas, vuelve a casa, ésta no es la solución. Casi se responde a sí misma. Lo sé, pero tengo ganas. ¿Ganas de qué? De todo. De libertad. Y casi se siente atemorizada de esos pensamientos. De lo que no puedo hacer en estos momentos. Después mira a Guido, que en esos instantes le está pasando el casco, y se tranquiliza. Sí. No es la solución, pero no pasa nada porque salga con él. Ya, Niki, pero ¿qué va a suceder? ¡No lo sé! Y no quiero pensar en eso ahora. Por favor…, no más preguntas.

Aunque Guido le hace una bien sencilla:

– ¿Adónde quieres ir?

Niki sube detrás de él en la moto.

– A donde sea. Quiero perderme en el viento…

Él se queda desconcertado. Luego sus miradas se cruzan y basta un instante. En esos ojos ve a la mujer, a la niña anhelante de libertad a la rebelde, a la frágil, a la fuerte y a la aventurera. Pasión y vida en una mirada sostenida, que casi lo asusta. Después la Niki de siempre esboza una dulce sonrisa.

– ¿Vamos? -le pregunta.

Y en un segundo se pierden en el viento, como ella quería. La moto corre veloz a orillas del Tíber, serpentea sin problemas entre el tráfico molesto y entre unos autobuses repletos de pasajeros a los que transportan lentamente, encontrando todos los semáforos en verde, tan libre como sus pensamientos. Niki se abraza a Guido, que acelera en la noche, se apoya en su espalda y permanece inmóvil, contemplando todo lo que pasa por delante de sus ojos, ese extraño cuadro ciudadano, los reflejos de las luces, los bares que cierran sus puertas y los transeúntes en las paradas de los autobuses. Luego recuerda algo y se yergue en el asiento. Escarba en su bolso, lo encuentra y lo mira. Ninguna llamada. Apaga el móvil. Bah. Como si hubiese cortado ese último hilo sutil, como una goma elástica que se acorta tras haberse roto. Definitivamente libre ya, se apoya de nuevo en Guido, lo abraza con más fuerza y se deja llevar por esa moto que, siempre más rápida, la aleja de todo y de todos.

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